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Después de la medianoche, Susana Martínez se transforma en Miriam. Su lugar de trabajo es un departamento de cuatro habitaciones amontonadas en La Plata, una ciudad de la provincia de Buenos Aires atravesada por diagonales, situada a casi sesenta kilómetros de la capital argentina. Adentro, la luz es roja y el aire huele a condón y a cigarrillo. De fondo, suena una cumbia villera. Una compañera de Miriam prepara mate, otra tiene el dedo acalambrado de tanto zapping y la última cuenta que en breve se hará las tetas y que a los pocos meses ya estarán amortizadas.

Al rato, llega un cliente. Es joven, alto y buenmozo. Lleva un bastón blanco. Al atravesar la puerta de entrada, lo repliega rápidamente con dos movimientos secos y lo guarda en una mochila. La encargada del lugar ordena a las cinco chicas ponerse una al lado de la otra. Miriam es una de ellas, pero hay otras más lindas y cree que no será elegida. Alberto, el cliente, se acerca mucho. Tanto se acerca que todas sienten la respiración entrecortada, el olor a jabón y la colonia. Con las yemas, toca la nariz de una, la cadera de otra, las piernas de una tercera y la cara de Miriam. Ahí se detiene. Y decide: “Voy con vos. Parecés buena y me vas a tratar bien”. En ese momento, ella pensó en los billetes y le importó poco el detalle: el tipo era ciego.

Ya pasaron más de quince años de aquel servicio, pero ella lo recuerda como si fuese hoy. “Yo tenía más miedo que él. Le pregunté varias veces si le molestaba o le dolía. Era su primera vez con una mujer y mi primera vez con un discapacitado”. Al cabo de un tiempo, se hizo cliente fijo y al cabo de otro dejó de ir al departamento. Ella se enteró de que conoció a una buena mujer con la que se casó, y que ahora es feliz. “Me puse contenta cuando me lo contaron”, dice, mientras chupa un mate y achina los ojos en un gesto de alegría moderada.

Miriam tiene cuarenta y ocho años y veinticinco como trabajadora sexual. A partir de la experiencia con Alberto, comenzó en La Plata lo que en el marketing más básico se llama “el boca en boca” de sus servicios. El primer eslabón de esa cadena que en la economía menos romántica se reduce a necesidad-deseo-demanda-oferta. Los clientes con algún tipo de deficiencia comenzaron a llegar y Miriam a informarse, hasta convertirse en una meretriz con una especialización que aún no tiene –ni tendrá- título en la formación académica argentina: acompañante sexual para personas con discapacidad.

“Tuve clientes con síndrome de Down, hemipléjicos, enanos y amputados. Me asustaba con los ruidos de los que tienen discapacidad mental porque no sabía si eran de placer o de disgusto y lo tomaba como algo violento. Después me di cuenta de que es una forma de manifestar el goce. No sabés lo fuerte que es escuchar esos ruidos en una casa grande. Me ponía la piel de gallina. Son cosas que fui aprendiendo por mi cuenta. Las trabajadoras sexuales debemos educarnos para atender a las personas con discapacidad. No es un trabajo para cualquiera. Hay que hablar con ellos, hacerles caricias y darles un buen servicio”.

Para recibir capacitación y para resolver problemas de su trabajo –hostigamiento de la policía, detenciones indebidas y otras amarguras de su vida cotidiana-, Miriam se unió a la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR). Hoy, tres lustros después de la experiencia con Alberto, ella ofrece charlas en los foros sobre discapacidad que organiza la institución y es una referente entre sus compañeras e instituciones. Fue una de las trabajadoras sexuales que planteó ante el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) la necesidad de formar terapeutas sexuales. Al principio, la recepción fue buena pero el proyecto quedó en la nada. Para escribir esta crónica, se intentó contactar al INADI, pero nadie contestó a la pregunta sobre el plan trunco. “Sí, alguna vez hubo una idea de eso. Pero quedó en idea nomás”, dijo una funcionaria que prefirió no ser identificada.

“Tenemos que detectar qué compañeras tienen el perfil para brindar el servicio. Necesitás especializarte si lo querés hacer bien. Tienen que participar las trabajadoras sexuales, las personas con discapacidad, el Estado, los psicólogos, los sexólogos y las familias, que son las más reacias a que sus hijos tengan una vida sexual plena. Las compañeras deben saber de discapacidades, saber qué se puede hacer con quién y qué no. No es algo para tomar a la ligera”, analiza Elena Reynaga, secretaria general de AMMAR. Actualmente, España, Suecia y Dinamarca tienen programas de formación de acompañantes sexuales. En este último país, incluso, el Estado lanzó hace cinco años la campaña «Sexo, independientemente de la discapacidad», en la que financia a un grupo de meretrices para que tengan intercambios sexuales con personas con estas deficiencias. “Será de gran importancia que la persona a cargo del inválido mantenga un diálogo fluido con la cortesana, así como con su protegido, a fin de poder ayudarlo a expresar sus deseos», rezan las indicaciones legales del plan. Pero Dinamarca es un país nórdico y desarrollado. Su realidad se parece bien poco a la de este lado del planeta, en cuanto a la preocupación por la salud afectiva y sexual de sus habitantes con discapacidad.

En Argentina hay 2,1 millones de personas con alguna discapacidad, lo que representa el 7,1% de la población total, según la última Encuesta Nacional de Personas con Discapacidad realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC). Las discapacidades más recurrentes son las motrices, con casi cuarenta por ciento de los casos, seguidas por las visuales, auditivas y, finalmente, las mentales.

En los últimos años, el trabajo de los padres fue fundamental para que sus hijos con algún déficit pudieran ganar espacios en la sociedad. Primero, se formaron las asociaciones de familiares, luego fue el turno de los talleres protegidos de producción y rehabilitación y finalmente llegaron las conquistas en el ámbito laboral. Pero poca gente, desde el Estado hasta las familias, se ocupó del área afectivo-sexual.

“El momento de ruptura es el despertar de la sexualidad. Te preguntan por qué las otras chicas tienen novio y ellas no. Es difícil de explicarles que tienen un envase de quince años, pero una mente de ocho. El cuerpo les pide cosas”, narra Roberto Surra, padre de Paula Surra (una chica con Síndrome de Down) en el documental En el borde recientemente estrenado en Argentina.

El trabajo de las meretrices, en el caso de muchos hombres, es la única posibilidad de tener una relación sexual, en un marco general de sobreprotección familiar que significa un permanente obstáculo.

Además de ser una reconocida actriz, Ana María Giunta es madre de un varón con discapacidad motora y presidenta de la fundación Todos en Yunta, la cual brinda talleres artísticos y apoyo a personas con déficit mental, psiquiátrico o motor. Su fundación está en una vieja casona de Once, un barrio porteño ruidoso y repleto de negocios de telas y baratijas. En la sala, esperan algunos de sus alumnos para una clase de teatro. A ella le cuesta pararse, habla con la boca llena y sin demasiados eufemismos. Dice que los padres les hacen mucho daño a sus hijos. “Las madres creen que son ángeles alados. Son angelitos que mandó Dios. ¡Ángeles las pelotas! Otro mito muy frecuente dice que son exacerbados sexualmente. No es cierto. Lo son tanto o más que los convencionales. En estos talleres, enseñamos a los padres a respetarles el derecho a la sexualidad. Acá llamamos a las cosas por su nombre: el pene es pene, la vagina es vagina y el culo es culo”.

Ana María se entusiasma con el tema de la crónica. Y le propone a uno de los docentes que en los talleres del sábado se hable del tema. “Así, a calzón quitado, como me gusta a mí”, promete ella. Quizá la principal virtud de Giunta es perder de vista que sus alumnos tienen algún déficit: se ríe con ellos, los putea si es necesario y cada tanto, larga una carcajada estruendosa que rebota en las paredes. Cuando se ríe, su cuerpo inmenso, cuya silueta recuerda una gran jaula, se mueve.

***

Es sábado a las cinco de la tarde y la fundación está llena. En la mañana van los niños y luego llegan los adultos, desde los veinte y hasta los sesenta años. En total son cincuenta. Ana María Giunta está en reunión con los profesores. En el pasillo, esperan sus alumnos. La mayoría tiene un déficit intelectual que va de leve a severo. Al lado mío, se sienta una mujer que –luego cuentan- fue una brillante asistente social en Buenos Aires hasta que tuvo un brote psicótico. Ahora mira fijo a una mancha de humedad y sólo abre y cierra los labios en forma de O, como uno de esos peces de acuario. En otro salón, Alejandro cuenta que ayer se puso de novio, pero que ella todavía no lo sabe. Y Marcelo, el más serio de todos, acaba de llegar del brazo de Sara, su esposa, “una convencional” de acuerdo a la definición que se usa en este lugar.

Ana María convoca a todos y se sienta en una mesa de maestra de escuela. Todos la escuchamos en ronda. Comienza con la devolución de una función de Otelo que sus alumnos hicieron en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Felicita a todos, le marca a uno que debe mejorar la dicción y a otro que nunca se da la espalda al público. Las instrucciones no difieren mucho de la de cualquier director de actores. Luego, abre el tema de la sexualidad de una forma poco sutil: con una furibunda puteada dirigida con el dedo y con la mirada a Alejandro.

“La próxima vez, te hago ver las estrellas a patadas”, le dice. Y él se ríe de los nervios. Tiene un déficit intelectual moderado y está buscando desesperadamente una novia o algo que se le parezca. En unas de esas salidas fue a Constitución, zona roja de la ciudad. Ahí buscó a una prostituta y la invitó a su departamento, que está muy cerca del de su padre. Luego del servicio, cuenta, se pusieron “de novios”. Ella vio en Alejandro una oportunidad. A los pocos días, Alejandro estaba conviviendo con la mujer y, para ganarse unos pesos, también decidió alquilar una de las habitaciones de su departamento a un homeless. La “novia” de Alejandro le pasó el dato a unos conocidos, dedicados a la venta de paco (pasta base de cocanía). A los pocos días, la casa de Alejandro comenzó a ser centro de venta de droga en la zona. La portera alertó a la Policía, sorprendida por la cantidad de gente que circulaba a toda hora pues Alejandro nunca recibía visitas en casa. Luego de los problemas con la Policía, su padre lo sacó del departamento y lo trasladó a una pensión.

Se abre el diálogo y Ana María le pregunta por qué lo hizo. Le aconseja que debe salir sólo con un billete de cincuenta pesos y las monedas para el colectivo; luego, llevarla a un hotel y volverse solo a casa. El se ríe de nuevo, habla lento, separando cada palabra en sílabas. Y se produce el siguiente ping pong: