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Los rusos y ucranianos de Altavista comparten origen y costumbres. Sus familias llegaron a Venezuela huyendo de la guerra, convivieron en El Trompillo o Sarría, los campamentos de refugiados en los que les dieron la bienvenida, y en Catia, al oeste de Caracas, no solo asentaron sus hogares, también fijaron sus tradiciones en la cocina. Igor Dmitrejschuk, ucraniano-venezolano, relata el periplo de su familia, repasa las comidas y recetas heredadas, y rememora cómo el pan oscuro de centeno era un punto de encuentro de los eslavos inmigrantes, porque Rusia y Ucrania se unen en la santa mesa.

Esta es la tercera y última entrega de Rusia y Ucrania conviven en Catia, una cobertura especial de Historias que laten que documenta la memoria urbana de Altavista, el reducto ruso-ucraniano de Caracas. 

Fotos Ana Cristina Febres-Cordero

—Es la hora del café —dice Igor Dmitrejschuk—. Solo nos falta una lonja de pan negro para mojarlo —agrega con una sonrisa y guiña un ojo.

Son las 3:30 de la tarde. Igor recién se levantó de la siesta vespertina que suele hacer después del almuerzo. Se sienta en el sofá de su casa y bebe un café negro de una taza de porcelana. 

Una cabaña de madera construida por la Canadian Company con un jardín de rosas y margaritas, y vista a las montañas de los altos mirandinos, a las afueras de Caracas, es el hogar de Igor Dmitrejschuk, un ucraniano-venezolano, de 76 años. Es el menor de sus hermanos y el único que sobrevive de su familia ucraniana que llegó a Venezuela huyendo de Stalin y de la pobreza de la posguerra.

La luz que se filtra por las ventanas hace un efecto de halo sobre la figura de Igor, quien deja al descubierto un pequeño sobre que escondía y que alza con una de sus manos y ostenta con rostro de orgullo.

Sus ojos azul celeste miran detenidamente un viejo pasaporte familiar que resguarda como tesoro. Igor -de menuda estatura y delgado- tiene la piel rojiblanca y curtida por el sol.

Al abrir las páginas del pasaporte familiar de Nykola Dmitrejschuk, su esposa Paulina y sus siete hijos, Luba, María, Mirón, Slavko, Román, Adan e Igor, se lee en una estampa con el sello de los Estados Unidos de Venezuela, la frase “visto bueno”, que acredita que la entrada de los Dmitrejschuk al país fue el 13 de julio de 1948.

Esta familia ucraniana había partido de Alemania, de la ciudad de Wiesbaden, a orillas del río Rin, en un avión que hizo escala en Estados Unidos.

Aterrizaron en el aeropuerto de Maracay: los Dmitrejschuk fueron de los pocos inmigrantes que llegaron en avión y no en barco como la mayoría. Los esperaba una comisión del gobierno de Rómulo Gallegos para darles la bienvenida e iniciar los trámites legales de su recepción.

—Desde allí, fuimos trasladados a El Trompillo, en Carabobo —cuenta Igor.

A las oleadas de rusos y ucranianos que llegaron a Venezuela a mediados del siglo XX se les brindaba atención y cobijo en dos campamentos de refugiados, el de El Trompillo, para los que entraban por Puerto Cabello o por Maracay (por vía aérea), y el de Sarría, en Caracas, para quienes arribaban por La Guaira.

En los albergues eran censados para saber las profesiones, oficios o habilidades de los recién llegados, y asignarles un trabajo. Les ofrecían atención médica y alimentos.

—A mi papá lo asignaron a Barbacoas, en Aragua, a un campo agrícola. Ahí estuvimos dos años hasta que le ofrecieron trabajo en Caracas.

Los Dmitrejschuk llegaron a la capital en 1950, donde construyeron una casa de madera y zinc en la calle Macayapa de Los Frailes, colindante con Altavista, en Catia, el polo de los rusos y ucranianos de la ciudad.

—Vivíamos en la frontera con Altavista, al pie del Ávila. Muy cerca de la calle Ucrania, de la Iglesia Ortodoxa Ucraniana y de la escuela de la colonia ucraniana donde estudié —dice Igor mientras abre un álbum de familia donde consigue algunas fotos de su infancia.

Un portarretrato en una estantería de madera enmarca una fotografía escolar de Igor de diez años, y en cuyo borde inferior está escrita la palabra Venezuela.

Igor por ser el hijo menor de la casa de los Dmitrejschuk era el mandadero.

—Yo era el encargado de hacer las compras del abasto. Mi mamá siempre decía: “anda donde la polaca a comprar el pan”.

En un establecimiento ubicado en una esquina de la calle La Colina de Altavista una inmigrante polaca, de nombre Alenka, tenía un abasto que desde los años 50 proveía de productos importados a la numerosa colonia eslava que se estableció en esta zona de Catia.

En el comercio vendían salchichas, embutidos, jamones curados, quesos madurados, leche en frasco de vidrio e incluso huevos “made in Poland”. Aunque no era panadería, en un pequeño mostrador ofrecían algunos panes o dulces polacos.

Se conseguía las paczki, las donas polacas, y también las chrusty, unas cintas de masa dulce fritas y espolvoreadas con azúcar fina que elaboraban artesanalmente algunas familias polacas como los Borkowski o los Koncki Rózga.

Aunque el producto estrella del abasto era el pan negro de centeno.

Foto de archivo del pan negro de centeno
Foto del pan negro de centeno actual

—Lo que congregaba a todos los eslavos de Altavista era el pan negro. Había devoción —dice Igor.

Desde todas las calles del barrio a ciertas horas del día, antes del almuerzo y antes de la cena, había una peregrinación para buscar el codiciado alimento.

Pero ese pan no se elaboraba en Altavista.

—Ese pan negro era horneado en una panadería de Los Dos Caminos, al este de la ciudad. Ellos lo hacían con la receta exacta de la manera eslava de elaborarlo.

Igor se refiere a la Panadería Sucre, una de las panificadoras más antiguas de Caracas, fundada en 1930, y que con los años pasaría a llamarse Panadería La Amistad.

Oldrich Bitnar, un checoslovaco (de la extinta Checoslovaquia, hoy República Checa) que había sido prisionero de guerra durante la Segunda Guerra Mundial, era el maestro panadero de La Amistad. Bitnar escapó de los nazis, deambuló por varios países en la Europa de posguerra, hasta que en 1948 llegó a Venezuela, y desde su arribo empezó a hornear pan.

El checoslovaco aprendió y perfeccionó la receta original del pan de centeno, el de masa oscura que, al hornearse, su corteza y migas adquieren un tono más tostado.

Bitnar tenía muchos amigos y conocidos en Altavista. Desde La Amistad salían pedidos de pan de centeno hasta el abasto de la polaca en Catia para satisfacer la demanda de la comunidad eslava, mayoritariamente de rusos y ucranianos.

—Cuando llegaba la camioneta con el pedido, se corría la voz y se amontonaba la gente en la entrada a esperar su turno, para llevarse el pan fresco que había sido horneado ese día —cuenta Igor.

El mostrador de la polaca colapsaba. Rusos, ucranianos, polacos, húngaros, checoslovacos y lituanos se agrupaban frente al negocio. Buscar el pan se convertía en un punto de encuentro y conversación.

A dos casas de allí, en la misma calle La Colina, una cafetería que ofrecía espresso era el centro de reunión de los italianos de Altavista.

Cerca también había una librería de unos ucranianos, quienes vendían libros de la literatura venezolana, así como útiles y materiales escolares.

Igor caminaba por esa calle casi todos los días, porque en casa de los Dmitrejschuk no podía faltar el pan negro, era una rutina casi religosa.

—Yo recuerdo que mi papá cuando llegaba del trabajo, colaba un café negro y comía lonjas de ese pan que untaba con mantequilla polaca y ajo, y le agregaba una pisca de sal. Prácticamente, mi papá comía eso cada día —comenta Igor mientras ve una foto de sus padres y de sus hermanos en un álbum de familia.

En la mesa de rusos y ucranianos de Catia no faltaba ese pan oscuro de centeno.

—El pan negro era de un sabor ligeramete amargo, de masa densa, de color oscuro, tanto por fuera como por dentro, y de concha semidura —describe Igor.

Altavista también fue el hogar de cocineros, panaderos y pasteleros que llegaron de Europa del Este.

Pal Kerese, pastelero húngaro nacido en Budapest, fundador de la icónica Pastelería Danubio de Chacao, vivió en Altavista por años junto a su esposa Evelia, y sus hijos Alejandro, Pablo y Andrés.

—Yo nací en la calle Italia y mi hermano Pablo en la calle Eslavia. Vivimos en Altavista hasta 1970 cuando nos mudamos a la casa de San Marino, en Chacao, donde abrió sus puertas la Danubio original —cuenta Andrés Kerese.

Aunque había muchos panaderos o pasteleros en la comunidad, en cada residencia de rusos y ucranianos de Altavista se horneaban distintos panes.

—En la casa no compraban un kilo de harina, compraban un saco de harina —asegura Igor.

La mamá del Igor, Paulina de Dmitrejschuk, hacía panes ucranianos como el bulka, unos panecitos dulces y azucarados, y los perojé o también llamados varénikes, un plato tradicional de la cocina ucraniana muy común en Altavista y otras zonas de Catia.

—Se elaboran con masa de harina de trigo, se rellenan con puré de papa o repollo agrio. Son como unas empanaditas que se cocinan en agua y cuando están listas se cubren o bañan con cebollas sofritas —detalla Igor.

Otra plato cotidiano en la mesa de los rusos y ucranianos catienses es la sopa roja.

—Nosotros la llamamos borsch. Es una sopa de remolacha, que tiene repollo, carne de cerdo, y algunas personas le agregan papas y crema de leche.

Los Dmitrejschuk son ucranianos católicos y en Semana Santa sus descendientes siguen la tradición de llevar una cesta a la iglesia con el paska, el pan de pascua ucraniano similar al kulich ruso.

—Recuerdo que mamá ponía en la cesta el paska, los huevos de Pascua pintados y un poquito de sal en un tarrito —rememora Igor.

Eso ocurre los domingos de Resurrección, cuando el sacerdote bendice las canastas de cada familia ucraniana con los alimentos que luego serán consumidos en la cena de Pascua.

La técnica para pintar los huevos de colores nos la enseñaban en la escuela ucraniana de Altavista —dice Igor con nostalgia mientras sostiene unos huevos de Pascua que aún conserva en su casa.

Otra festividad de tradición es el nacimiento de Jesús. En Navidad la comida principal de los ucranianos es la kutia, hecha con granos de trigo cocidos, semillas de amapola, pasas y miel. Es un plato que simboliza el bienestar.

—Mi papá lanzaba algunos granos contra el techo, una ofrenda a Dios para que tuviésemos mucha abundancia en los alimentos —recuerda Igor.

La cena de Navidad se celebra el día 7 de enero, porque tanto ucranianos como rusos siguen el calendario juliano, y preparan 12 platos en honor de los 12 apóstoles de la santa cena con Jesús.

De ese menú, los Dmitrejschuk mantienen el hábito de cocinar los kholodets hechos con patas de cochino que sueltan una gelatina al cocinarse y se comen con vinagre y los holubtsi.

—Los holubtsi son hojas de repollo rellenas con un arroz que se prepara con carne molida y tiene pimienta, y se le agrega una salsa de tomate por arriba y se hornean.

Cada uno de estos platos de la tradición ucraniana y rusa se acompañan del pan negro de centeno, el que no puede faltar.

—¡Dios bendito, me dio hambre! —dice Igor, mientras descubre una vieja foto de su familia sentados a la mesa.

Igor se levanta y se asoma por la ventana de la cocina. Mira el paisaje por una rendija, a un costado hay unos arbustos de orégano y un romero que parece pino. Tan solo a unos pasos se consigue una mata de ají dulce, le siguen una de tomates, más allá una de cambur y otra de la que cuelgan lechosas, incluso hay chayotas.

—Al pan, pan, y al vino, vino. Que no nos falte nunca el pan nuestro de cada día, amén —reza Igor Dmitrejschuk.

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