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Pocos conocen que los rusos y ucranianos de Altavista tienen cerca de 80 años de presencia en el corazón de Catia, una migración eslava que ha dejado huella en Caracas. Sus tres iglesias ortodoxas, desconocidas para muchos, son un símbolo del cristianismo de oriente en la ciudad. Los testimonios de Nicolás, Elizabeth e Igor son una declaración del arraigo y sentido de pertenencia de estos catienses que resguardan con orgullo el legado de sus familias y de su cultura.

La invasión de Rusia a Ucrania causa un presente atroz, sin precedentes, por la rapidez en la que avanza el conflicto. Es un episodio bélico que produce un futuro incierto a escala global. Esta tempestad sacude los recuerdos de los rusos y ucranianos de Altavista pues no olvidan las cicatrices que la guerra dejó en sus familias y sus vidas, y fue la causa que los trajo a Venezuela. Esta crónica de Jonathan Gutiérrez documenta la memoria urbana de este reducto ruso-ucraniano que anhela la paz y el sincretismo de una comunidad que se mantiene unida a través de la fe.

Fotos: Ana Cristina Febres-Cordero

I
Nicolás: Iglesia Ortodoxa Rusa de la calle El Club

—Verga güevón, Putin está bombardeando a Ucrania —grita desde la calle un cliente que espera turno para su corte de cabello, recostado sobre un carro Toyota rojo, a las afueras de la barbería de la calle El Club de Altavista en Catia.

Aunque el barbero Giovanny Rosadoro falleció hace dos años, los vecinos aún llaman al local “la barbería del italiano”, un negocio con más de seis décadas que es una referencia del barrio y centro de reunión.

Las noticias que llegan de Europa del Este al otro lado del Atlántico parecen lejanas: el 24 de febrero las tropas rusas traspasaron las fronteras de Ucrania y comenzaron un ataque militar a su territorio. Pero a tan solo unos metros, en la misma calle El Club de Altavista, al oeste de Caracas, Rusia está muy presente.

Un portón azul claro, un cartel con el mensaje “por favor: no estacione” y un grafiti en el muro frontal son la antesala a la casa de los Hartmann y la iglesia ortodoxa rusa más antigua de la capital venezolana.

En Altavista, en las laderas montañosas de Catia, Konstantin von Hartmann, un aristócrata ruso de origen alemán construyó en 1947 una capilla ortodoxa hecha de madera en un espacio aledaño a su casa.

75 años después, del fondo del patio de la misma casa, aparece un señor alto, muy delgado, de tez blanca y ojos claros. Es Nicolás Hainal Hartmann, ruso venezolano de 69 años, nieto de Konstantin von Hartmann.

—Trampa deja de ladrar. Trampa ya, ¡ya! —Nicolás reprende a una perra grisácea, que es su compañera y guardiana. En segundos Trampa deja de ser temible y comienza a menear la cola mientras su amo abre el portón.

A Nicolás le dicen “el ruso”, es uno de los rusos o hijos de rusos que aún quedan en Catia.

Luego de la Segunda Guerra Mundial decenas de rusos escaparon del terror del régimen comunista soviético de Stalin, recorrieron medio mundo y se establecieron en Venezuela.

Altavista fue el lugar de acogida de muchos en Caracas. Unas 300 familias provenientes de Rusia se establecieron entre 1945 y 1960 en la zona.

También llegaron inmigrantes provenientes de toda Europa, huían de la precariedad de la posguerra o de regímenes totalitarios.

—Le decían la pequeña Europa. No solo había rusos, también ucranianos, polacos, húngaros, checoslovacos y lituanos, entre otros extranjeros de países europeos que vinieron acá, entre ellos muchos italianos, y eso se nota en algunas construcciones —cuenta Nicolás.

El nieto de von Hartmann habla pausado y camina lento, cruza el patio que divide a la casa del santuario. Abre un portón de madera, se detiene debajo de la imagen de una virgen que se alza sobre el umbral, se da vuelta y la señala con el dedo índice hacia arriba:

—Esta es la Virgen del Manto Protector, la santa patrona de esta casa de Dios. Esta es la iglesia ortodoxa rusa de la santísima Virgen del Manto Sagrado, “Pokrov” en ruso. Está levantada sobre la que edificó mi abuelo. La original se cayó.

Los von Hartmann: Konstantin, su esposa Nina Ingistoff von Harmann y sus hijos: Lila, Tatiana, Irene, George y Sviatoslav fueron de las primeras familias rusas que llegaron a Altavista en 1946. Como la comunidad rusa crecía, se propusieron hacer una iglesia.

La primera capilla se construyó con madera de cajas de embalaje que traían del puerto de La Guaira, eran cajas que se desechaban y los von Hartmann las aprovechaban. La puerta del altar de la nueva iglesia aún conserva partes de esa madera.

Hace unos 20 años, el gran árbol que estaba en el jardín, tras una fuerte ventisca, cayó sobre la capilla de madera y la destruyó. Desde entonces el señor Nicolás y su tío, George von Hartmann, se propusieron reconstruir el templo que es legado de su familia.

—Comenzamos hace 15 años, poco a poco, ladrillo a ladrillo porque es un trabajo costoso y que requiere dedicación.

El templo resalta entre las casas colindantes. Es una arquitectura distinta incrustada en el corazón de Catia.

—Esa iglesia parece como esas cabañas que dibujan en los cuentos —dice Antonia Zambrano, vecina de la calle La Colina desde hace más de cuarenta años, quien cada vez que pasa por el frente se detiene unos segundos a contemplarla.

Un detalle devela el sincretismo en la fe: en la parte exterior del templo la imagen de la Virgen de Coromoto, patrona de Venezuela, se ubica bajo la cruz ortodoxa rusa de ochos brazos, símbolo de la cristiandad de los pueblos eslavos, que se alza sobre la Iglesia de los Hartmann, como la llaman los rusos de Altavista.

El templo está bordeado por una línea de arbustos y matas. Luz Marina Pinzón, colombiana oriunda de Bucaramanga, vecina de Altavista y colaboradora del señor Nicolás, recoge en un tazón fríjoles tiernos de una mata de quinchonchos.

—Los voy a cocinar para el almuerzo —dice Luz Marina.

Un aroma a limón impregna el patio y es señal de que el árbol ubicado en una esquina de la iglesia está cargado a reventar de frutos de un verde brilloso que lo adornan como bambalinas.

En un lateral izquierdo del patio, el tronco de un enorme árbol yace acostado convertido en base de materos de los que sobresalen hojas y pequeñas flores silvestres.

—Ese fue el árbol que destrozó la capilla original que construyó mi abuelo von Hartmann.

El prefijo “von” que acompaña el apellido Hartmann del abuelo Konstantine corresponde al título nobiliario, era barón, el barón von Hartmann.

—Pero el título nobiliario lo mantuvieron solo mis tíos y mi madre, nosotros los nietos ya no lo heredamos.

La renovada iglesia es más grande y tiene una cúpula de teja. Pero Nicolás desde el año pasado se quedó solo en la tarea de la reconstrucción. Su tío George von Hartmann, conocido y apreciado médico vecino de Altavista, falleció el año pasado. George era hermano de la madre de Nicolás.

—Soy hijo de Tatiana Harmann Ingistoff, nacida en Rusia. Mi padre se llamaba Simón Hainal, de ascendencia yugoslava-húngara. Elizabeth, Tatiana y Erik son mis hermanos, las dos mujeres fallecieron. Quedamos Erik, que es médico oftalmólogo y vive en Estados Unidos, y yo.

La muerte de su hermana Tatiana fue un hecho trágico que marcó la vida de la familia y de Altavista. Era modelo, una mujer muy hermosa, “la rusa bella” le decían.

A Tatiana la mató un policía en el Country Club, era novia de Diego Rízquez, el cineasta e hijo del doctor Rafael Rísquez Iribarren, médico y presidente de la Academia Nacional de Medicina de entonces.

—Diego Rísquez venía casi a diario desde su casa en el Country Club hasta Altavista a buscar a mi hermana Tatiana en moto. En una de esas idas al Country pasaron frente a la Embajada de España, fue un hecho confuso, al parecer hubo un cambio de guardia, un policía inexperto dio la voz de alto, no se detuvieron y disparó. Eso fue en la Semana Santa de 1972.

Una reseña de prensa de la época relata el suceso:

“Catia se iluminó de manera especial durante el triste velatorio de Tatiana Hainal Hartmann, en la iglesia ortodoxa rusa, fundada por su familia, una de las tres de la zona. Motorizados de toda la ciudad le hicieron cortejo. A los días siguientes, hubo una gran marcha repudiando el hecho”.

Aunque la reconstrucción del templo aún no termina, en la iglesia se ofician liturgias y es usada por los rusos ortodoxos de Catia.

El templo estuvo cerrado desde marzo de 2020 por la pandemia, pero paulatinamente se ha abierto a algunas actividades.

El padre Flor Jolkevitch, el Archimandrita Vladimir, el padre Kiril Jolkevitch y el padre Pablo Volkov han sido los sacerdotes del templo.

—El padre Volkov ofició una de las últimas misas en ruso abiertas a la comunidad, pero falleció hace pocos días, el 23 de febrero de 2022, de 99 años —cuenta Nicolás mientras busca una foto del padre en su celular.

La conmemoración reciente más relevante que realizaron en el templo fue la misa de las fiestas patronales de la iglesia, el año pasado. Cada 14 de octubre se celebra el día de la Virgen del Manto Protector.

A la fiesta de la santísima asistieron Yuri Morea, Elizabeth Sokoloff y Miroslava Tarazoff, entre otros rusos de Altavista, así como algunos vecinos católicos de origen eslavo y varios venezolanos. Eran unas 25 personas entre ortodoxos y católicos. La misa se ofició en español.

—La iglesia ortodoxa y este templo está abierto a todos.

El encuentro comenzó con una liturgia que siguió con la misa de celebración, la ofició el padre Pablo Peña, quien es ortodoxo serbio. Al final se hizo un ágape con comida y bebida. En las misas celebratorias se comparte vino, refrescos, galletas, tortas, quesos y frutas.

—Aunque ahora es lo que se pueda y lo que traiga cada quien —comenta Nicolás.

De un extremo a otro del recinto se extiende una mampara de madera, el iconostasio bizantino, que divide al altar reservado al presbítero del salón principal donde se ubican los fieles que acudan al templo. El muro de retablos contiene los íconos santos ortodoxos. En el centro sobre un portal se ubican los cuatro apóstoles: Pedro, Pablo, Juan y Lucas y en la parte superior la representación de la santa cena.

El pivote de madera, ubicado bajo la nave central, es el altar, está levantado sobre cuatro bloques hechos de cera de abejas y con una altura de un metro siete centímetros como indica la tradición ortodoxa.

En el medio del templo reposa en horizontal un cuadro de la Virgen del Manto Sagrado. En la pintura se recrea una escena bizantina del siglo IX.

—Este es el apóstol san Andrés, a él se le apareció sobre una nube la Virgen del Manto Sagrado para proteger bajo su capa al pueblo de Kiev que iba a ser invadido por un ejército extranjero en el siglo IX, y le entregó el manto protector al apóstol. Gracias a ese velo los invasores huyeron en desbandada. La Virgen impidió la invasión a Kiev (Kyiv en ucraniano), la reina de las ciudades y la capital de Ucrania, donde nació Rusia.

Al relatar la historia de este icono sagrado del cristianismo de oriente, la antigua hazaña de la venerada “Pokrov”, Nicolás no puede evitar referirse a la invasión de las tropas rusas a Ucrania.

—Los ucranianos y los rusos somos la misma gente, nosotros no queremos pelear.

Una historia común que se remonta a la primera nación eslava en la edad media, la Rus de Kiev, fue el origen tanto de Ucrania como de Rusia. La cristiandad ortodoxa compartida también nació allí.

—Nuestras familias llegaron a Venezuela huyendo del horror de la guerra, nadie quiere eso de nuevo. Mi abuela aunque es de familia rusa, nació en Odessa, Ucrania.

Nicolás se acerca a un ventanal y su rostro se ilumina con ligeros destellos del sol, recorre el templo con su mirada, extiende sus brazos y exclama:

—Este es el santuario de la Virgen del Manto Protector, una virgen muy querida y adorada en todo Rusia y Ucrania. Es muy milagrosa. Su fe nos une. Pidamos para que nos traiga la paz. 

 

II
Elizabeth: Iglesia Ortodoxa Rusa de la calle Guayaquil

—Están bombardeando la iglesia —grita una señora.

En vísperas de Carnaval un niño corre a toda prisa por la bajada de la calle Guayaquil de Altavista. Está huyendo de otro niño que lo persigue, pero se le sale una chola y, en un intento de recoger el calzado, cae con torpeza. El agresor ve rendida a su presa y le lanza tres bombitas de agua que salen como proyectiles desde sus manos, dos dan en el blanco con precisión: espalda y nalgas, la tercera explota en el portón exterior del templo de la segunda iglesia ortodoxa rusa construida en Catia.

El templo está cerrado. El portón negro tiene doble candado.

—La que está pendiente de la iglesia ortodoxa es la rusa, la doctora. Viene todos los días. Ella sabe todo acerca de esta iglesia. Búsquela —aconseja Moisés Freites, migrante nacido en Madeira, Portugal, residenciado en Altavista desde hace 55 años, y dueño del Taller Mecánico Cherry, a dos edificios del templo.

A mitad de la calle Real de Altavista un muro gris con un borde enrejado es la frontera del porche de la casa de las Sokoloff, las hermanas Sokoloff, Elizabeth y Elena, “las rusas” de la curva.

Elizabeth Sokoloff

Elena Sokoloff

—Elizabeth, Elizabeth, te buscan —grita una vecina desde afuera.

Se abre una reja vinotinto y detrás de una puerta de madera desgastada, aparece una señora de cabellos blancos, rasgos caucásicos y ojos claros, de un color entre grises y verdes. Es Elizabeth Sokoloff, de 74 años, la doctora Elizabeth como la conocen en Altavista.

Esta rusa-venezolana es médico graduada en la Escuela Razzetti de la Universidad Central de Venezuela (UCV).

Por el ventanal de la casa se asoma Elena, su hermana, de 72 años, de ojos grandes y piel rosada.

De la comunidad cristiana ortodoxa de Altavista, Elizabeth es una de las que más persiste en preservar las tradiciones y cuidar de la iglesia rusa de la calle Guayaquil, el templo al que acude desde niña y del que es una de sus más fieles asiduas.

Un ingeniero ruso llamado Konstantin Florevitch Youskevitch fue quien escogió el terreno y ayudó a levantar la segunda iglesia ortodoxa rusa de Altavista y de Caracas, una de mayores dimensiones que congregara a la numerosa colonia de rusos de Catia.

La obra se comenzó en 1948, pero el templo abrió sus puertas en 1955. En su construcción contribuyeron ingenieros, albañiles y carpinteros rusos.

—La iglesia de los Hartmann, la de madera de la calle El Club, la consideraban algo pasajero que iba a quedar como capilla de la familia, pero no hubo un acuerdo y el padre Flor Jolkevitch quedó en la iglesia de los Hartmann y un padre de Rumanía, el Archimandrita Vladimir, asumió la iglesia de la calle Guayaquil —cuenta Elizabeth.

A mediados de los años 50, Altavista tenía dos iglesias ortodoxas rusas y el nuevo santuario se convirtió en el templo de mayor reunión.

Una cúpula cónica se alza sobre una torre de ocho ventanas coronada por un bulbo en forma de cebolla y una cruz ortodoxa cristiana. La estructura principal es una arquitectura con un techo a dos aguas. En lo alto de la pared frontal de la iglesia, sobre un enorme portón de madera, se distingue el rostro de la virgen a la que está consagrada la basílica.

—Es la Virgen de la Asunción, este templo está dedicado a la Asunción de la Virgen María. Mis padres eran devotos —explica Elizabeth.

Alexis Sokoloff, un médico ruso egresado de la Universidad de Belgrado de Yugoslavia, y Valentina Chepurnaya Ivanienko de Sokoloff, una rusa nacida en Yenakijeve, región de Donetsk, Ucrania, los padres de Elizabeth y Elena, llegaron a Venezuela en tiempos de posguerra.

La familia Sokoloff asistió a la primera misa, a la liturgia inaugural de la iglesia, y agradecieron en oración por la nueva vida que iniciaban en tierras caribeñas.

—Yo nací en Francia, en la huida de mis padres de la guerra y del estalinismo soviético. Llegué siendo una apátrida y Venezuela me dio una nacionalidad. Soy de padres rusos, educada como rusa, pero soy venezolana —dice con convicción.

Elizabeth resguarda en su memoria la historia de los rusos de Altavista. Es una enciclopedia viviente que indica genealogías, nombres y apellidos que deletrea con detalle, ubica las casas donde vivían o aún residen, y sus profesiones u oficios.

—En esa casa de ladrillos de la calle Real vivía la baronesa Struga, era de la aristocracia rusa, pero su hija y nietas se fueron a los Estados Unidos al principio de los 60, y ella se fue al poco tiempo.

Médicos, científicos, matemáticos, ingenieros, arquitectos y teólogos rusos o de origen ruso vivieron en Altavista.

—La baronesa Struga le vendió a los Korchoff, al doctor Wladimir Korchoff, quien tenía también la casa de al lado, era un médico ruso casado con una enfermera venezolana. Su hijo, Wladimir J. Korchoff, también se graduó de médico.

Los Plotnikoff vivían en el callejón San Pedro, el doctor Plotnikoff era médico cirujano. Los Zagitko, Iván, Ina y Leonardo, vivían en la calle Real. Los Yakimov, de los que aún queda Román, y los Kushnarev, son mitad rusos, mitad chinos. Los Dimitrew vivían al frente de los Sokoloff. Los Harwat Mathushin, Esteban, Valentina y sus hijos, que eran los rusos de Los Frailes. Los Ivanoff que eran maestros.

—El profesor Alexander Ivanoff fue mi primer profesor de ruso.

Elizabeth tuvo varios profesores de idiomas. Habla perfecto ruso e inglés, además del español, y comprende el alemán y el francés.

La profesora que más recuerdo es la maestra Tamara —comenta.

Tamara Alexeva Chekaloff era apreciada en Altavista como profesora de idiomas y cultura rusa.

La familia Chekaloff provenía de la ciudad de Harbin, en la frontera entre Rusia y China, en las cercanías de Siberia y escala del tren transiberiano. Tamara era una conocida soprano y cuando llegó a Altavista fundó el coro de la iglesia.

—La maestra Tatiana me enseñó sintaxis de ruso avanzado, historia de Rusia e historia de la literatura rusa. Y teníamos clases de religión en el Colegio Humboldt con un padre ortodoxo.

Muchos de los hijos de rusos de Catia estudiaban en el Colegio Humboldt, el colegio alemán de Caracas.

Unos estudiaban en la Escuela Fe y Alegría de la Calle San Isidro de Altavista, de las más antiguas de esta red educativa católica, pero algunos padres hacían el esfuerzo de enviar a sus hijos a los colegios privados más renombrados del este de Caracas.

Dos autobuses con chofer del transporte escolar del Colegio Humboldt buscaban a las seis de la mañana a todos los rusos de Altavista. Atravesaban la ciudad para llegar al colegio e iban repletos de rusos o alumnos de otras nacionalidades eslavas.

—Íbamos los Plotnitkoff, los Boshkov (ucranianos), los Krevinkov, nosotras las Sokoloff, Incluso había lituanos, los Saikus, Renates Saikus era su hijo, quien era vecino de los Baros (ucranianos).

Desde Catia, de oeste a este, seguían una ruta establecida: Altavista, Los Frailes, Lídice, San Bernardino, Sarría y la Florida hasta llegar a la nueva sede del Colegio Humboldt, construida por el arquitecto alemán F.W. Beckhoff, entre la Alta Florida y el Country Club.

—Estudiábamos en la sección “b”, siempre nos asignaban la “b”, rusos, ucranianos, polacos, húngaros, lituanos y venezolanos coincidíamos allí. La “a” era reservada a los alemanes.

Traspasar las puertas del hogar de las Sokoloff es entrar a un tiempo detenido de color sepia.

—Disculpen el desorden, en esta casa parece que hubiese caído una bomba —se excusa Elizabeth.

Una biblioteca de doble estante de madera alberga una colección de libros de medicina, botánica, historia, religión, filosofía y literatura. Una pátina de polvo cubre ejemplares de grandes autores rusos en lengua rusa, Dostoyevski, Chéjov, Bulgákov y Tolstói.

Sobre un antiguo aparador de madera resalta un portarretrato con una fotografía de la madre de Elizabeth y Elena.

—De mamá decían que se parecía a Greta Garbo —la actriz escandinava de Hollywood.

El cristal roto de una de las ventanas que da a la calle es una de las pruebas que quedaron de un incidente en el que casi pierde la vida Elena.

—Hace unos años se escucharon unos disparos, una bala entró por la ventana, rozó el marco del cuadro y se incrustó en la pared. Elena estaba a pocos centímetros —cuenta Elizabeth mientras señala el orificio.

El cuadro con el rasguño cuelga aún de la pared de la sala y enmarca a un bodegón pintado al óleo con una paleta verdosa y de tenues rosados.

—Ese lo pintó Halyna Krychevsky de Linde, una buena amiga de mi familia. Era ucraniana, hija de un conocido pintor. Heredó su talento.

La doctora Sokoloff se refiere a Vasyl Krychevsky, pintor, arquitecto y diseñador ucraniano, quien migró a Venezuela junto a su familia en 1948 y falleció en Caracas en 1952. Krychevsky fue fundador y rector de la Academia Estatal de Artes de Ucrania. Halyna era su hija.

Elizabeth tiene dos teléfonos, un viejo Nokia negro donde tiene registrados su lista de contactos y un teléfono inteligente de la misma marca, que recién adquirió, y apenas está aprendiendo a usar, pero al que ya le activó la aplicación del Whatsapp.

En la calle Real de Altavista los vecinos están organizados en dos grupos de Whatsapp, el del agua, el gas y el aseo, y el del Clap.

—El agua la racionan, llega solo dos días a la semana. Tal vez arrastramos un karma de la era soviética —comenta Elizabeth con un dejo de resignación.

El suministro de gas doméstico es un problema recurrente por lo que las hermanas Sokoloff tuvieron que buscar otra alternativa para cocinar.

—Compré una cocinita eléctrica. Por falta de gas no uso el horno, y ya no puedo hacer el kulich.

El kulich es el pan de Pascua de la religión ortodoxa, similar al panettone italiano, que se come en la Semana Santa. Hornearlo se considera un sacramento familiar y se bendice en la iglesia junto a los huevos de Pascua pintados de colores. Es una de las tradiciones más arraigadas de la cultura rusa.

—A la Pascua de este año no llevaré Kulich, me dedicaré a orar y cantar.

Elizabeth es miembro del coro de la iglesia.

Lidia Kushnarev, Liuba Yakimov y Liba Lubov, otras rusas de Altavista, formaban parte del coro junto a ella.

El domingo 13 de febrero en la iglesia hubo una misa laica, sin sacerdote, en la que el monaguillo ortodoxo, Olivio Wladimiro, leyó en la mitad del templo el evangelio. El coro cantó el credo y las bienaventuranzas en eslavo antiguo.

—La misa se da en ruso y español, pero los cantos se hacen en eslavo antiguo.

El monaguillo es quien cada domingo de liturgia tiene la responsabilidad de abrir las puertas, subir al campanario por una escalerilla de madera y tocar la campana de la iglesia.

Se repica para llamar a la misa. Durante el credo, entre estrofa y estrofa, suena también una campana.

Esos repiques se escuchan en Altavista desde hace 67 años.

La más reciente misa con liturgia y la presencia de un padre se hizo a finales de enero. La ofreció el sacerdote Vladimir Amisulashvili, quien es el regente de la Iglesia de la Ascensión de la Virgen María. Es un religioso con título de “knash” (príncipe en ruso) que proviene de una antigua familia de Georgia, de una región frente al mar Negro. Es un médico urólogo.

Al igual que la iglesia de los Hartmann, como reza la tradición bizantina, el templo está dividido por un bastidor de madera con los iconos ortodoxos. A la derecha del altar se ubica una vistosa imagen de la Asunción de la Virgen, que ilustra cómo es llevada en cuerpo y alma al cielo y emula a la de la iglesia de San Petersburgo.

—El icono fue pintado por Irina Eismont, quien en una época también cantaba en el coro.

Mientras habla de la señora Eismont, Elizabeth atraviesa la casa a paso lento, está afectada de una pierna. Apenas pisa el pasillo, comienzan a ladrar Leíto y Trucy, los perros de las Sokoloff, cuya casa es también un refugio de animales. Tres gatos: Puma, Mamá Grande y Pequeño son los felinos que rescataron de la calle.

—Estos tienen hambre. Y tengo que llevar la comida de la Negra —recuerda Elizabeth.

Una perra rottweiler de pelaje negro azabache hace de cancerbero, custodia y vigila la iglesia. Cada noche, a eso de las ocho, un chevy nova azul del 76 sube la cuesta de la calle Guayaquil, se estaciona frente del templo ruso y del auto desciende Elizabeth con la comida para la Negra, la perra vigía.

Un plato de carapachos e hígados de pollo y una paila de arroz cocido son el menú.

Durante la semana la Negra está sola porque la iglesia solo abre los domingos que haya misa. La celebración de la eucaristía o no, depende de la agenda del padre Amisulashvili, quien vive en El Placer, en Baruta.

Un mensaje en el celular deja a Elizabeth pensativa. Es una cadena de Whatsapp en la que recibe información de la guerra en Ucrania.

—Estoy muy preocupada, en Mariupol, a orillas del mar Azov, en el sureste de Ucrania, está la hermana menor de mi mamá, mi tía Elena Chepurnaya Ivanienko y su familia, la ciudad está siendo bombardeada.

Elizabeth no sabe cómo comunicarse con ellos. No tiene internet en casa, la línea Cantv no funciona, y es aún torpe en el uso del teléfono móvil.

—Mi familia materna es rusa, pero viven en Ucrania, en la Rus de Kiev, “staryy russkiy”, en Rusia la vieja. Qué Dios los proteja. 

 

III
Igor: Iglesia Ortodoxa Ucraniana de la calle Ucrania

Una canción de Oscar De León suena a todo volumen:

Por tu mal comportamiento,
te vas a arrepentir,
bien caro tendrás que pagar todo mi sufrimiento.
Llorarás y llorarás, sin alguien que te consuele.

La música proviene de una casa con ventanas y puertas abiertas y un televisor encendido en la angosta y larga calle Las Tunas de Altavista.

Afuera, en la acera, un hombre sostiene una cerveza Polar en la mano. Todo indica que es el vestigio de una fiesta de la noche previa que se prolongó a la mañana.

En el televisor se distingue la imagen silente del presidente de Rusia, Vladímir Putin, en un noticiero.

A unos metros de allí, en la intersección del pasaje Riga y la calle Ucrania, se alza sobre una colina la Iglesia Ortodoxa Ucraniana de Altavista, la tercera iglesia ortodoxa cristiana levantada en Catia.

Es domingo 27 de febrero, 8:30 de la mañana.

La puerta de la iglesia está abierta.

La entrada es por una puerta lateral de color negro que se halla al inicio de la empinada calle Ucrania. Una cruz ortodoxa azul celeste, hecha con baldosas, es un sello que identifica el acceso.

Al subir unas escaleras, se llega a un patio con una vista excepcional del oeste de Caracas. Se ve toda Altavista. La panorámica alcanza la autopista Caracas-La Guaira, e incluso unas montañas con sembradíos aledaños a la vía hacia El Junquito.

Las puertas del templo están explayadas. Suenan unas campanas. Hay misa.

—Por nuestros hermanos ucranianos para que la paz los cobije y Dios misericordioso los proteja —dice un sacerdote desde el altar con un tapabocas puesto y bajo el símbolo de una cruz bizantina.

—Aaaamén —responden al unísono los doce feligreses presentes en el templo.

La eucaristía es católica. El sacerdote que la oficia es el padre Luis Ángel Gómez, presbítero de la parroquia Santa María Goretti de Altavista.

La iglesia, de una arquitectura sencilla, se inspira en la catedral de Santa Sofía de Kyiv (en ucraniano). Se comenzó a construir en 1950 para ser la casa de Dios de los ucranianos de Catia. La primera misa ocurrió en 1955.

El templo está consagrado a la santísima Virgen del Manto Protector, la “Pokrov”, al igual que la iglesia ortodoxa rusa de la calle El Club de Altavista, la de los Hartmann.

En el interior del recinto, sobre el pórtico de entrada, un lienzo de la Virgen patrona da la bienvenida a los fieles. Su veneración es de las más antiguas en la tradición cristiana de Ucrania.

Una gran lámpara de lágrimas de cristal ilumina el templo y en lo alto del altar una cruz ortodoxa se enciende también iluminada.

Al igual que en las otras iglesias ortodoxas de Altavista, el iconostasio bizantino separa el altar de la nave de la iglesia. El retablo está armado de paneles blancos con bordes dorados que enmarcan a los iconos santos.

Los doce apóstoles se distribuyen en un cintillo que corona la ermita y en cuyo centro hay una representación de la última cena.

En los costados, dos palabras con letras del alfabeto cirílico indican que están escritas en ucraniano: “христос” (cristiano) y “воскрес” (domingo), el domingo cristiano.

A la derecha del templo resalta la figura del Arcángel San Miguel, que, con su escudo y espada, es el protector de Kyiv y un santo que se encuentra también en el escudo de armas de la capital de Ucrania.

A la izquierda, una Virgen del Perpetuo Socorro es la única imagen católica que se ha sumado al ornamento del templo ortodoxo.

—Se parece a la Patrona de Ucrania, una virgen con un niño —comenta una de las feligresas, al referirse a la Virgen de Vladímir, también conocida como la Virgen de la Ternura, un ícono bizantino del siglo XII.

—La imagen del Perpetuo Socorro la traje yo, es lo único nuevo. El templo es el original —explica el padre Gómez.

Durante más de cuarenta años el padre Leonidas Latosky guió a la congregación ortodoxa ucraniana de Catia y fue regente del santuario hasta su fallecimiento en el año 2000.

Desde entonces, poco a poco, los ucranianos de Altavista se fueron mudando a otras zonas de la ciudad o migraron fuera del país.

—La palabra comunismo les ponía los pelos punta a muchos ucranianos o descendientes de ellos —dice el padre Gómez.

Hasta el 2010 hubo misas laicas en ucraniano y algunas liturgias.

Debido a un riesgo de invasión, en 2012, una representación de la colonia ucraniana de Altavista se reunió con el Cardenal Jorge Urosa Savino y ofrecieron el templo ortodoxo a la iglesia católica a través de un convenio que permitiera “usar y cuidar su templo”.

—Es de ellos, nosotros lo estamos cuidando —enfatiza el padre Gómez.

El santuario pasó a ser un templo auxiliar de la parroquia Santa María Goretti, cuya iglesia principal se ubica en la calle Real, y está consagrada en honor a la mártir patrona de la colonia italiana de Altavista.

Desde hace siete años la iglesia ucraniana reabrió sus puertas y es una muestra de sincretismo.

—La misa es católica, pero aún vienen ucranianos católicos y algunos ucranianos ortodoxos de Catia, de los que quedan. Una es Tania —comenta Sulay de Rojas, asidua al templo.

—Mucha gente son de apellidos raros que terminan en “chenko” o “chuk” —agrega María Torres, vecina de la iglesia.

Más de 120 familias ucranianas se asentaron en Altavista y urbanizaciones aledañas de Catia desde 1945, a partir de la posguerra.

Igor Dmitrejschuk, de 75 años, es ucraniano, y miembro de una de esas familias.

Por el temor al totalitarismo soviético, la gente huía de Ucrania en estampida. Los Dmitrejschuk pasaron primero por Polonia, y luego fueron a Alemania. De allí fijaron rumbo a Venezuela.

—Yo nací en Alemania de pura casualidad, en el 46. Tenía dos años cuando nosotros llegamos acá, en 1948.

La familia Dmitrejschuk, Nicolás y su esposa Paulina Bilanyn, y sus hijos: Luba, María, Mirón, Slavko, Román, Adán e Igor, se establecieron en una casa de la calle Macayapa, de Los Frailes, zona colindante con Altavista.

—Vivíamos a unas cuantas calles de la iglesia ucraniana. Y mi hermana María, cuando se casó, se mudó a la calle Ucrania, más arribita de la iglesia —dice Igor.

En la casa de María Dmitrejschuk, desde los años cincuenta funcionó una pequeña escuela, la escuela ucraniana, diagonal a la iglesia. En el segundo piso vivía la familia de María, y en la planta baja, estaba el colegio.

Daban clases de cultura y lengua ucraniana, incluso clases de bailes ucranianos.

—Yo participé en actos de bailes tradicionales —cuenta Igor.

La enseñanza era en ucraniano. Los alumnos aprendían el idioma de sus padres para que no perdieran la lengua de sus familias. Una de las maestras, de apellido Kovalenko, era de Kyiv.

Igor conserva una vieja foto en blanco negro de la escuela ucraniana. En la imagen aparece Igor Dmitrejschuk niño, de unos nueve años, sentado al lado de otro chico, Bogdan Pawlyschyn, hijo de José Pawlyschyn, quien también aparece en la fotografía. El retrato es de 1955.

De derecha a izquierda. Igor Dmitrejschuk se encuentra al inicio de la segunda fila.

En la calle San Isidro vivían los Pawlyschyn, José, su esposa Nadia y sus hijos. José era mecánico de aviación de la línea aérea Aeropostal, donde trabajó toda su vida.

Detrás de la iglesia, en un galpón, funcionó durante más de medio siglo un centro de reuniones, el club ucraniano.

Al lado del club vivía una familia de apellido Mazniak, los Mazniak Tischtschenko, sus hijos eran Alexander y Sergio Mazniak.

—Estudié en la escuela con Alexander Mazniak —recuerda Igor.

En el club ucraniano se celebró la fiesta del matrimonio de la hermana de Igor, María.

Pero en el club social solo se organizó el festejo de la boda de María Dmitrejschuk con su esposo Joseph, la ceremonia eclesiástica se hizo en otra Iglesia, en el centro de la ciudad.

—Mi hermana no se casó en la iglesia de Altavista porque era un templo ortodoxo, y nosotros, los Dmitrejschuk, somos ucranianos católicos.

Así como los rusos tenían dos templos, ambos ortodoxos, los ucranianos también contaron con dos iglesias: la de los fieles de la fe ortodoxa, en la calle Ucrania; y la de los feligreses católicos, que quedaba fuera de Altavista.

—Nosotros celebrábamos la misa en la Capilla de Nuestra Señora de Lourdes que está en la colina de El Calvario, en El Silencio.

Unas treinta o cuarenta familias ucranianas católicas del oeste de Caracas cada semana se reunían allí. Pero funcionó hasta 1989, fue desmantelada por los días del Caracazo.

Los Pustelnik eran otra de las familias conocidas. Las hermanas Luba e Irene Pustelnik. Luba se casó con Álvaro Clement, el diseñador y sastre portugués fundador de la Boutique Clement. En la actualidad están residenciados en Lisboa. Tienen una hija, Yvanova Clement Pustelnik.

La hermana de Luba, Irene Pustelnik, aún vive en Altavista con su familia. Ella es una de las ucranianas más atentas de resguardar la iglesia de la calle Ucrania y formó parte de la comisión que se reunió con el Cardenal Urosa Savino. Es católica y lectora de las misas de la Iglesia de Santa María Goretti.

Son tantos los apellidos ucranianos que reaparecen, que al rememorar su infancia en Catia a Igor se le quiebra la voz.

—Recordaba la época de cuando venían las mariposas, que era en el mes de mayo, nosotros las atrapábamos con ramitas secas. Las guardábamos en una lata, y el que tuviera más mariposas en su colección, era el ganador. Nos parábamos en una colina, ellas pasaban por ahí. Eran nubes y nubes de mariposas blancas y amarillas.

Igor recuerda también que muchos inmigrantes de Ucrania vivían en la calle El Refugio. Para él es ineludible pensar en la invasión del país de sus padres y hacer una analogía.

—Se vuelve a repetir la historia. Nuevamente los ucranianos cruzando fronteras buscando refugio. Esto se trata de poder, del poder del dominio. El pueblo ucraniano es el que va a sufrir. Permita Dios que haya paz, que esto no depare en una guerra más fuerte, de esas que pueda acabar con la humanidad.

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Muchos rusos y ucranianos de Altavista murieron o migraron a Estados Unidos, Canadá o Europa. Los hijos, nietos y bisnietos de rusos y ucranianos se fueron a vivir a otras zonas del este de Caracas o también migraron. En Altavista se ha reducido significativamente la colonia de eslavos, aunque sus vestigios afloran por todos lados.

—Ya no somos tantos, pero somos una gente que ha dejado huella. La cultura no se mide por la cantidad de habitantes, sino por la presencia, y aquí estamos —dice Elizabeth Sokoloff.