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Los hilos blancos de algodón están dispuestos verticalmente sobre el telar, firmes como las cuerdas de un arpa afinada para tocar. La pieza alargada y de madera espera que las manos lancen los hilos de manera horizontal. Sobre la superficie lleva inscrito solo un nombre: Edith, letras que identifican a una mujer cuya vida se la ha dedicado al arte del telar.
Haber nacido en la parroquia San Juan, en Caracas, no hace a Edith María León Muro menos hatillana. De padre hatillano y madre turgüeña, esta tejedora lleva toda su vida en El Hatillo, por lo que se siente profundamente ligada al pueblo. Incluso, desde sus orígenes. Según el árbol genealógico de don Baltazar de León, –fundador del pueblo– ella y sus hermanos corresponderían a la séptima generación de descendientes.
—El Hatillo es mi terruño, mi sentido de pertenencia. Me siento muy orgullosa de ser León, hatillana y tejedora— sentencia.
Creció entre las calles 2 de Mayo y Bella Vista en El Hatillo. Los León, don Pedro, –ya fallecido– y doña Epifania, educaron a ochos hijos, seis hembras y dos varones. La primera en formarse como tejedora fue Edith. Le seguirían sus hermanas y su madre, quien tuvo la visión del negocio en los años ochenta, al transformar en el primer taller del telar lo que antaño era el lavandero de la casa. Desde ese momento, comenzó a construirse la historia que las marcó por siempre.
—Esta calle es de las León— acuñó entonces doña Epifania.
Las vidas de las León, y la de Edith sobre todo, comenzaron a rodearse de estambres, madejas, vellones o pabilos.
—A mí no me gustaba coser, bordar, nada de eso. Y de pronto la vida me trajo hasta aquí: al principio de Edith María.
La voz de Edith es suave como la lana que hoy entrelaza con sabiduría. Una sapiencia que a ratos se asemeja a la planta de agave: firme por fuera, pero una vez hecha fibra, se vuelve flexible, maleable. Ese agave convertido en sisal, la tan conocida “cabuya”, es simple, corriente, pero de gran riqueza y utilidad. La planta a la que los griegos le atribuían admiración y nobleza. Las mismas características que hacen a esta tejedora una embajadora natural de El Hatillo.

***

Apenas tenía trece años cuando Edith se vio seducida por los hilos entramados en Awaka, la tienda taller que había en El Hatillo, al lado de la iglesia, donde hoy funciona un colegio. Allí trabajaba su hermana Luz Mary de secretaria. La curiosidad pudo más y así fue aprendiendo, entre tapices y alfombras. Cuatro mil nudos por día le equivalían a Edith apenas veinte centímetros de la alfombra.
Ese tejido que hace más de cuarenta años se dio a conocer en El Hatillo llegó del ingenio de una madre tejedora y de una hija diseñadora, oriundas de Medellín, Colombia: Lucía Madrigal y Olga Amaral. Al frente de la tienda estaba Judith Cuelpa, también colombiana, quien vio en Edith una sucesora del oficio y de su preciado telar.

—En Awaka aprendimos tanto. Allí tejíamos, aprendíamos y vendíamos.

Edith recuerda que la señora Judith un buen día comenzó a decir:

—Este telar es para Edith, ella es mi sucesora.

Para cuando la promesa se cumplió, Edith tenía diecinueve años. La emoción y el susto fue tal, que prefirió guardar el telar.

—Algún día voy a tejer— se decía a sí misma.

Hasta que decidió quitarse los tacones, la pintura de labios y se entregó a este oficio.

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Sobre el arte de tejer, se cree que fue en la era paleolítica cuando el hombre descubrió las fibras naturales. Imitando los nidos de los pájaros, comenzó a entrelazarlas, una para arriba, otra para abajo, apretando, aflojando, hasta formar un tejido. Luego vendría la perfección de la técnica. Desde Europa hasta Asia, el tejido no sólo ha sido de uso utilitario, sino objeto de culto.
En el arte del tejido hay una nomenclatura universal. Edith aún no conoce la China, pero maneja la técnica del Marudai, que consiste en el cruce de hilos. Tampoco ha estado en Japón y, sin embargo, es diestra en el arte del Kumijimo, la combinación de entrecruzar hilos. No ha viajado Suecia, pero sus telares provienen de ese país: su primer regalo para ejercer este oficio ya pasa de los cien años.

—El tejido nunca se acaba. Es etéreo. Este es un mundo infinito de posibilidades.

***

La casa de Edith pareciera palpitar al ritmo de sus siete telares. Gira en torno a pivotes de fibras e hilos: algodón, sisal, lana, poliéster, moriche. Toman forma en sus manos, en la rueca o en el telar. Hilados, trenzados, retorcidos. Se van convirtiendo en redes. Dulce de miel, su escultura que simula un cuerpo momificado, le sirve de inspiración. En esa casa es común escuchar: “amárrame el telar”, “tengo que teñir”, “tengo el urdido tendido”. Tejer, para Edith, va más allá de entrelazar la urdimbre con la trama.

—Hay un lenguaje secreto entre la fibra y yo — comenta orgullosa.

Trabajando con sus telares, elaborando piezas por encargo, Edith levantó a su familia, crió a sus tres hijos, construyó su casa, le anexó un taller, se compró su carro.

—Es una virtud, trabajar y vivir de lo que tú haces. Aquí somos mis telares y yo.

En ese pequeño mundo nada se pierde, todo se retroalimenta. Edith fusiona técnicas y fibras, trabaja sin boceto ni diseños. Su punto de referencia: la naturaleza, esa que la llevó a crear sus llamadas esculturas blandas, que simulan nidos de aves.

***

A diferencia de los tejedores por tradición como los de Tintorero, en el estado Lara, Edith se define como tejedora por educación y aprendizaje. En su familia no existía tal tradición. Hasta que la vida condujo a las hermanas León a tejer. Hoy día, sólo Edith, Luz Mary y Vianey persisten en el oficio. Y como símbolo de un arte que quieren mantener, en cada casa de los integrantes de esta familia guardan al menos un telar.
Atesoran los telares para que el legado se multiplique. Edith se ha empeñado en transmitir a otros sus conocimientos adquiridos en más de cuarenta años como tejedora. Ha participado en un centenar de exposiciones dentro y fuera del país. Su primera clase la impartió a los trece años de edad, en la escuela donde estudió primaria. Allí le enseñó la técnica del macramé a sus compañeros de sexto grado.
Esta mujer, quien fuera instructora de artes plásticas en su juventud, siente que tiene mucho que aportar al tejido. Edith comenzó por lo más difícil, tejiendo tapices. La experiencia hace que ella vea hoy las técnicas más sencillas de lo que muestran los libros. Pero le preocupa la trascendencia de este arte.

—¿Quién irá a continuar este trabajo? —se pregunta—. Quiero enseñar a mis nietos. Para mí sería un orgullo que ellos continuaran tejiendo.

Sus siete nietos la llaman abuela y la “mamma”. María Camila –su nieta mayor– ya impartió clases de tejeduría con liguitas de colores en el colegio. Isabela, la de cuatro años, disfruta apelmazando bolitas de lana, y Pedro, de seis, la ayuda a tejer y a dar clases.
Es así como Edith mira hacia adelante. Quiere seguir elaborando tejidos con fibras naturales, como las de la curagua ancestral que utilizan los indígenas waraos del Delta del Orinoco. Es la misma fibra que usa ahora Edith en algunas de sus piezas. Y fue con parte de su obra que participó recientemente en el Reconocimiento de Excelencia para la Artesanía de la Región Andina 2013-2014 de la Unesco.
Promover sus tejidos sintetiza su manera de ser una embajadora silenciosa –como ella misma se califica–. En cada creación, dice, hay un pedacito de su vida, y un reflejo de El Hatillo y de Venezuela.