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A la entrada de un pequeño local en la calle Miranda de El Hatillo hay una silla de barbero para niño con cabeza de caballo y cuero de vaca. Al lado, una ventana por donde se ve que es una barbería. No hace falta aviso. Quien va allí es cliente o si el azar y la necesidad le hacen entrar, volverá.

En la silla del caballito, Roberto Petrelli empezó, a los nueve años de edad, a cortar el pelo a otros niños.

—Tenía que montarme en una gavera de refrescos para alcanzarle la cabeza mientras, al lado, mi papá afeitaba al papá de ese niño y me iba enseñando –rememora Roberto.

Desde entonces y hasta los 53 años de edad que tiene, mucho pelo ha caído a sus pies y muchas conversas ha mantenido con sus clientes.

—¿Qué es lo que no he oído? –se jacta.

Roberto es afable, de fácil sonrisa, sabe cómo entrarle a los clientes y cuándo callar. Se ha ganado a la gente de El Hatillo. De allí que niños, hombres, mujeres, jóvenes, adultos contemporáneos y mayores pongan la cabeza en sus manos con toda confianza.

—Lo que más me gusta de este oficio es lo que aprendo de mis clientes. Las sillas de esta barbería tienen más secretos que un confesionario. Hasta los curas del pueblo vienen a cortarse el pelo aquí y a hablar. Entre ellos y yo hay algo en común: las confesiones de la gente. Quisiera que me recordaran como el barbero del pueblo, el confidente.

El primer cliente de una mañana cualquiera es un reconocido médico, habitué de la barbería. Mientras le cortan el cabello, habla sobre la clase de anatomía recibida en la Universidad Central de Venezuela en los años cincuenta; de El Hatillo en otros tiempos y hace propuestas para mejorar el pueblo: “Deberíamos tener una placita de los pintores, como en París”. Otros clientes a la espera apoyan la idea.

Y como el juramento hipocrático de los médicos o el sigilo sacramental de los sacerdotes, Roberto, sentencia:

—Mi misión es cortar cabello y lo que aquí se dice, aquí se queda –dice Roberto con orgullo–. Por lo menos dos parejas han salido de aquí a casarse –agrega.

Esa frase recoge el ambiente de cordialidad en la barbería. La gente llega saludando como si entrara en un club de amigos y la tertulia comienza. Pocos callan.

No en vano, la Alcaldía de El Hatillo le hizo un reconocimiento a Roberto por sus aportes al municipio, en este caso, ayudar a mantener el buen aspecto de sus habitantes. Sin embargo, él es uno de los “transeúntes” de El Hatillo, como los llamara Antonio Guerra, aquel cronista nato del pueblo fallecido el año pasado: vienen al pueblo, trabajan y se van. Este barbero nació, creció y trabajó en Petare hasta los 35 años.

—Vine a El Hatillo como un turista más y me cautivó. Este es un pueblo hermoso, con gente amable. Es como mágico. Te atrapa como una red. Por eso ya llevo 18 años aquí y de aquí no me voy.

Pero al comenzar la noche de todos los días, Roberto toma la autopista hacia más allá de los lados de sus ancestros, Petare, hasta Guaicoco, donde vive con su esposa y una hija de ella. El hijo de Roberto, en una relación anterior, vive con su madre.

Petare ha sido el sitio de su familia desde que Néstor Petrelli, el padre y mentor de Roberto, llegó a Venezuela a mediados del siglo pasado y no solo se enamoró de esta tierra, sino de una morena de Petare con quien procreó seis varones y dos hembras.

Poca huella luce la piel de Roberto de la herencia italiana, parece que pesó más el gen petareño de la madre. Del padre le quedó la pasión por el trabajo. Solo toma una semana al año de vacaciones y en su día de descanso semanal se dedica a diligencias. Cuando quiere divertirse invita amigos a casa, juegan dominó, unos tragos. Camina, como ejercicio, de vez en cuando. Tiene buen porte.

Néstor Petrelli es una referencia constante en el habla de Roberto. El padre vino con los conocimientos de barbero adquiridos en Bari, Italia, de su progenitor. La pasión por el corte de pelo, Petrelli la transmitió a sus hijos venezolanos: de los seis varones, cinco son barberos y el que no, el menor, ahora quiere aprenderlo. De las dos mujeres, una estudió para peluquera.

Otras pasiones tenía Néstor Petrelli.

—Cuando papá vino de Italia tocaba el acordeón y la marimba, pero aquí tocó el güiro, las maracas, las charrasca y el bongó y creó el Gran Combo Néstor y sus Latinos con el que amenizó muchas fiestas con acordes semejantes a los de la Billo’s.

—Papá fue un enamorado de Venezuela. Durante su enfermedad pidió que lo enterráramos en su tierra; nos asustamos por lo que significaría económicamente cumplir con ese deseo, pero poco después nos precisó: “Mi tierra es esta, Venezuela”. Sus restos aquí quedaron y aquí estamos.

En su celular, Roberto lleva consigo una de las piezas interpretadas por el padre, y en sus manos las habilidades que él le transmitió para tratar cabellos. Siente orgullo por ambos legados. Actualmente, trata de tocar la guitarra, pero lo que más toca son la tijera con el peine que suenan como una clave.

La temprana muerte del padre –a los 52 años– obligó a Roberto a dejar el bachillerato y trabajar en la barbería de la familia que quedó a cargo de sus hermanos mayores.

Roberto tampoco se licenció en una academia de estilista. Los conocimientos transmitidos por su padre los ha afianzado con cursos que ofrecen empresas de productos para el cabello y mucha, mucha práctica. Esto lo ha llevado no solo a tener una buena clientela, sino a recibir lauros tanto en corte clásico como moderno, en competencias internacionales realizadas en Venezuela.

—No uso bata porque esa es usanza de barbero y yo soy peluquero-estilista, aunque no tengo dificultad en ser considerado barbero –precisa–. No soy estudiado, pero papá me dijo: “Con una navaja y una tijera podrás trabajar en cualquier parte del mundo, inclusive, sin hablar otro idioma”.

En efecto, Roberto se enorgullece de comunicarse hasta con los chinos no hispano parlantes que vienen a su barbería:

—Ellos dicen lo que quieren en dos palabras en español y de aquí salen con sus cabellos arreglados.

A la gente de El Hatillo le gusta cuidar su aspecto; a pesar del tamaño del pueblo, hay como diez barberías más.

—A estos sitios la gente viene no solo a cortarse el pelo sino a compartir, a sentirse bien. Yo, regularmente, trabajo como desde las 9:00 de la mañana hasta las 6:00 de la tarde, o hasta que haya clientes. Atiendo como diez clientes diarios, seis días a la semana.

Finalizado un corte clásico del que cayeron muchas canas, el próximo es un conductor de carros de carrera –el traje lo dice– también con pelo prematuramente cano, lacio, hasta más bajo de los hombros. Roberto y él parlan en italiano algo de la “máquina”, pero no de la que el barbero usará, sino de la que el cliente conduce. Ese corte de cabello afana a Roberto porque la melena debe permanecer, pero la máquina –la del barbero– pasa por debajo en forma tal que cuando él desee recogérsela en cola de caballo o se coloque el casco, lo que esté a la vista sea un cuero cabelludo al rape. Roberto se luce con aquel corte moderno y sus manos danzan como que si tocara uno de los instrumentos musicales de su padre.

Ante la ausencia de una asistente profesional, Judith, la esposa de Roberto desde hace nueve años –también petareña–, se inicia en las lides del cabello sin ser peluquera. Prepara tintes con su experiencia personal que refleja en el negro intenso de su melena. La clienta pide “el castaño que haya”, Judith procede, pero Roberto, a la distancia y atendiendo el corte de otro cliente, está atento a lo que ella hace. Refleja cómo atiende su quehacer.

—No le he cortado las orejas a nadie. A pesar de que una vez, un niño me dijera: “No me vaya a cortar las orejas porque me quedo ciego”.

Roberto se sorprendió con aquella advertencia y la relación entre orejas y vista, pero la entendió porque aquel niño usaba lentes.

—En este local falta un fígaro (el emblema cilíndrico rojo, azul y blanco que las barberías desde tiempos inmemoriales colocaban en sus puertas). Lo he buscado, pero nada. Ese cilindro era la seña no solo de la barbería, sino del otro oficio de los barberos hace mucho tiempo, el “sacamuelas”. Por eso las sillas tienen esa forma como de clínica. Los barberos eran hasta cirujanos. Cuando estaban operando, colocaban un trapo manchado de sangre en la puerta del negocio para advertir a los clientes –oyó Roberto decir a su padre.

A la barbería Petrelli de El Hatillo nadie va a sufrir. En el pequeño local siempre hay ambiente de tertulia incluido el café que, generosamente, Judith brinda, como que si estuviera en su casa. Aun los que no hablan parecen pasarla bien.

Desde que Roberto extiende el manto protector para amarrarlo al cuello del cliente, se dispone a brindar una experiencia satisfactoria. Quienes se sientan en la silla no dan instrucciones, no solicitan nada. Saben que él sabe lo que tiene que hacer. Por eso han venido por años.

La relación de Roberto con sus clientes comienza por el pelo y trasciende. A quien ahora atiende tiene casi una década viniendo al menos una vez al mes a que le actualicen el corte y le tiñan el cabello. Ella rememora con Roberto y Judith una rumba en la que estuvieron juntos y planifican unos próximos tragos a compartir. Risas van y vienen. Con otro cliente, se pone más serio para hablar de un negocio que tienen. Con todos habla de política.

Roberto tiene aire de tradición en el desempeño de su oficio: usa Bayrum, un alcoholado con menta de tiempos de los abuelos aunque se actualiza al usar gelatina para parar los pelos cuando se lo piden. Pero su gran secreto, además de la sonrisa y locuacidad que le caracteriza, es un baño de agüita mágica –como la llama– con la que rocía la cabeza de sus clientes para que se vayan de la barbería Petrelli con la sensación de que la vida tiene olor a rosa.