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Un grupo de activistas, periodistas y defensores de derechos humanos viajaron a Ureña y sus alrededores para estar, ver y hacer memoria de lo vivido el 23 de febrero. Estos son algunos de los recuerdos del @LaboCiudadano

[Los invitamos a comentar y a dejar sus recuerdos de esa travesía al final de este texto]

Fotos Ana María Ramírez-Yanes

Vimos a una señora llorar mientras contaba cómo alguien había quemado dos camiones cargados de ayuda.

Vimos a miles de personas movidas, juntas, caminando hacia un mismo lugar. Vimos, en medio del fuego y la violencia, muestras conmovedoras de belleza y humanidad.

Vimos la quemada negra que dejó una bomba lacrimógena en la sala de una casa en Tienditas.

Vimos a manifestantes encapuchados destrozar y quemar un autobús, que luego quemó buena parte de la fachada de una casa. Vimos bombas molotov, piedras y escudos. También vimos voluntad de diálogo y contención. Vimos conversaciones entre activistas y encapuchados que construyeron minutos de paz.

Vimos a los guardias quitarse las máscaras durante esos minutos.

Vimos a un señor en Tienditas mostrando los cartuchos de perdigones que la guardia había disparado hace horas, cuando comenzó la represión que aún no terminaba.

Vimos a tres amigas contar cómo las FAES les habían apuntado a la cabeza con armas largas.

Vimos a las mismas tres amigas contar cómo, pocos minutos después, llegaron colectivos armados y dispararon al aire y al piso y durante varios minutos aterrorizaron a decenas de personas que sólo estaban allí estando, y cómo uno del colectivo le gritó a una de nuestras amigas maldita hijadeputa mientras le tenía una pistola a medio metro de su cara.

Vimos el mensaje de un amigo que hablaba de tramas geopolíticas sin mención a las cosas humanas que estábamos viendo.

Vimos a una familia en Ureña sacar pintura vieja, unos retazos de pantalón y lo que quedaba de una brocha para darle a un grupo de activistas que quería hacer una pancarta. Vimos a otra gente sacar unos palos de escoba para alzar la pancarta que decía, en letras moradas, solidaridad.

Vimos puertas abiertas en todas partes, gente ayudando a la gente, compartiendo lo que tenían.

Vimos y vivimos la imposibilidad de comunicarnos con otros activistas y manifestantes porque no había señal, porque las llamadas no caían, porque desde hace tantos días no hay Internet.

Vimos una línea de mujeres al frente del piquete, con las manos en alto, apelando a la humanidad y la solidaridad del uniformado.

Vimos y recorrimos una trocha para cruzar la frontera mientras dos jóvenes del lugar nos contaban cómo han cambiado sus vidas y ocupaciones en los últimos años.

Vimos al encargado del hotel donde nos quedamos en El Palotal relatar cómo entraron miembros de colectivos con armas largas al hotel para robar tres habitaciones en las que estaban alojados periodistas internacionales.

Vimos a la gente coreando las consignas de La Perolera, a un señor tocando el cuñete vacío que hacía de tambor, a una muchacha traer su propio cuñete para unirse, a un joven escudero bajar su escudo y utilizarlo de tambor.

Vimos a colombianos con un pedazo de corazón en Venezuela, hermanos de verdad, sintiendo nuestro pesar porque también es suyo. Algunos de esos colombianos, voluntarios de Defensa Civil, nos lavaron los pies (cruzando la frontera por una trocha, los habíamos tenido que meter en un río contaminado). Esa lavada de pies fue como un bautizo: la cura, la posibilidad de sanarnos entre nosotros.

Vimos y oímos a un periodista ruso hablar sobre la oposición en su país y luego regalarnos unos Cocosettes en nombre de la buena gente de Rusia.

Vimos a dos mujeres regalarnos comida (dos manzanas verdes, una pera, queso y galletas) para seguir caminando los kilómetros que nos faltaban entre Cúcuta y San Antonio del Táchira. Saboreamos la primera manzana, picada en 10 pedazos, y seguimos caminando.

Vimos y sentimos la diferencia al pasar la frontera. Los pequeños matices de la libertad y el control.

Vimos a varios políticos intentando frenar la violencia, convencidos de que la vía es la no violencia. Los vimos también en el mismo desconcierto en el que estábamos todos. Caminando.

Escuchamos a El Puma y su agárrense de las manos, cantamos y bailamos recordando una fiesta que parecía hace un millón de años.

Vimos a un fotoperiodista regalar un raspado en medio de la protesta y también lo oímos decir con pesar que la violencia vende.

Saboreamos una limonada servida en un cuñete vacío de pintura, traída en moto por dos mujeres agradecidas por la compañía.

Vimos a los colectivos trancando la vía y a los guardias parados, viéndolos. Oímos cómo un joven soldado preguntaba, sin ser oído: ¿y si les decimos a las femeninas que vengan para que conversen con ellos?

Vimos cómo una mujer discutía con un manifestante que quemaba un autobús y le decía “es que no estás quemando tu calle”. Estaba quemando la de ella.

Vimos cómo un grupo de jóvenes de Pedraza La Vieja manifestaba al lado de la carretera, apoyando el ingreso de la ayuda humanitaria. Vivimos con ellos la emoción de vernos reflejados los unos en los otros.

Vimos la desorganización y la improvisación sobreponerse a toda la voluntad.

Vimos y sentimos la desesperación y la impotencia de una mujer en Ureña al saber que la ayuda humanitaria no iba a cruzar la frontera. Que no lo habíamos logrado.

Nos vimos en asamblea, conversando, llegando a acuerdos y tomando decisiones mientras nos resguardábamos en un hotel. Afuera, ya de noche, los colectivos armados andaban sueltos, amparados por la guardia nacional.

Vimos y vivimos la hermandad entre defensores de derechos humanos, activistas y periodistas, gente de diferentes edades y caminos. Sentimos la importancia que tiene la voz de cada quien, la necesidad de construir desde la diversidad que somos.

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