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Un tren cambia de ruta a último momento. Los olores que se concentran en los vagones son muy fuertes. Dos hombres se montan en una camioneta y extienden sus manos para pedir una colaboración. La pregunta “¿nos bajamos?” lo cambia todo. De nuestra serie #EstoEsCotidano

Cae la tarde. Estoy con Beatriz, mi amiga, en la plaza Altamira y lo primero que le digo –después de saludarla– es “Bea, me siento mal”. Ella se preocupa, dice que a las cinco el Metro de Caracas no debería estar tan caótico. Eso creemos, que llegaremos rápido. Entramos a la estación, bajamos las escaleras, nos paramos en el andén y esperamos el Metro que va dirección Propatria. 

Pasan veinte minutos y un vagón lleno de gente. Nos montamos en el siguiente, hay espacio suficiente. El Metro va rápido pero los mosaicos se ven diferentes. 

–¿Nos montamos en el Metro que no era? ¿Por qué estamos pasando por Miranda?

–No… Nos montamos del lado correcto, algo pasó.

–Pasó que no nos fijamos bien y estuvimos casi media hora perdiendo el tiempo del lado contrario –dice Beatriz con cierta frustración.

–Yo leí bien el aviso, bajamos las mismas escaleras y nos ubicamos en el mismo lugar de siempre. Nos montamos bien, estoy segura.

Suena la alarma del vagón seguido de una voz: “Se les informa a los usuarios pasajeros que este tren va dirección Palo Verde, se les agradece desalojar los vagones en la próxima estación y esperar el siguiente. Disculpen los inconvenientes causados”.

El tren se detiene en la estación Los Dos Caminos. Todos bajamos con cara de confundidos.

–Te lo dije, el error no fue nuestro. Al chofer se le quedó algo en Chacao y se dio cuenta muy tarde –suspiro.

Beatriz está desorientada.

–Ahora no entiendo. Nosotras vamos a Propatria, nos montamos en el que se suponía iba dirección Propatria pero terminamos en dirección Palo Verde. Tenemos que esperar ¿en cuál dirección?

–En esta, dirección Propatria. Se desvió un solo tren, pero no cambiaron la dirección de todos los trenes. ¿Entiendes?

Pasan quince minutos. Nos montamos nuevamente en el tren. Esta vez sí vamos en la dirección correcta. Empiezo a sudar frío. Me alegro de tener bolsas plásticas en el bolso.

Vamos por Chacao, Beatriz se da cuenta de que no he hablado en todo el camino. Me pregunta si me quiero bajar, le digo que no. Lo pienso bien, saco una de las bolsas, me acerco a la puerta, nos bajamos en Sabana Grande. Vomito.

–Qué bueno que te pregunté. Vamos a caminar por el bulevar.

Son las seis de la tarde. El reloj de la torre La Previsora no funciona. Hay gente haciendo cola para comprar en la heladería La Poma. El cielo se ve amarillo, anaranjado y rojo. 

–Provoca tomar fotos.

–Lo que no provoca es sacar el teléfono con toda esta gente.

Llegamos a Plaza Venezuela, entramos a la estación del Metro, buscamos la transferencia de la Línea 3. Pasan diez minutos y llega un tren. 

El vagón huele a chupeta de mango y parchita. Alguien carga una cava con pescado. Un hombre empieza a contar la historia de cuando le tocó defender al país con armas en mano. Tuvo que apuntar al enemigo para defender su patria y nadie se lo ha agradecido. No hay aire. Cuento los minutos para que se cierren las puertas.

–¿Nos bajamos?

Gracias por preguntar, Beatriz. Salimos rápido. Trato de agarrar aire pero la estación tiene el olor a orine impregnado. Vomito. 

Salimos por la Gran Avenida Sur, buscamos la cola de las camionetas que van hacia El Cementerio. La fila es larga, no hay camionetas. Estoy pálida. Beatriz me compra una bebida gaseosa en un kiosko. Un señor que carga un pan en la mano y trata de comérselo, aun cuando no tiene dientes, se acerca.

–¿Niña, me da un poquito?

–Pero espere que tome algo, señor.

Tomo refresco, cierro los ojos, respiro. Dejo un poco menos de la mitad y se lo entrego al señor.

Él se toma su tiempo. Muerde el pan, bebe un sorbo y mueve su boca. Diez minutos después termina y entrega la botella retornable en el kiosko.

Siento que desaparezco.

–Bea, voy a preguntar por los taxis. 

En la esquina está un muchacho sentado en una silla plástica. Grita, “motos por aquí”. Me acerco.

–¿En cuánto una carrera hasta Los Símbolos?

–En 10, reina.

–¿Tienen punto?

–Sí, pero te sale en 15. Se paga allá, del otro lado de la calle.

–Somos dos.

–Deberían irse en la misma moto para que no pagues 30.

–¿Las dos en la misma moto? Ummm… ya vengo.

Le cuento a Beatriz, ella dice que le da miedo subirse a una moto. Seguimos esperando. Cinco minutos después llega una camioneta. 

“Los que se van parados pasen por aquí”, grita el colector. En la cola se queda más de la mitad de la gente. Nosotras nos subimos de una vez. Un minuto antes de que el chofer arranque se monta un muchacho.

–Buenas noches a todos, mi gente. Yo les voy a hablar con claridad nosotros tenemos a un muerto en Bello Monte, ¿oyó, familia?  Nosotros somos honestos, a veces trabajamos vendiendo pero hoy queremos su colaboración, ¿oyó, familia? Todos estamos cansados, queremos llegar, pero hay veces que uno tiene que pedir, ¿oyó, familia? Solo tienen que dar lo que les salga del corazón, ¿oyó, familia?

Nadie saca dinero. El hombre que tengo al lado se mueve, extiende un brazo delante de mí y abre su mano para hablarle a todos los que están cerca, “¿colaboran?”. La otra mano la apoya sobre la espalda de Beatriz. 

Nos vemos. Nuestras miradas exclaman un “nos robaron”. La gente empieza a sacar sus carteras. Saco un billete de 500 bolívares. En ese momento pienso que mi vida podría valer lo mismo que un pasaje de camioneta. 

El muchacho se empieza a mover:

–Así me gusta, mi gente. Gracias por colaborar. Qué tengan buen viaje, ¿oyó, familia? No me dejes muy lejos, chófer, aguántalo ahí.

El muchacho y el hombre se bajan cerca de la Universidad Central de Venezuela. Todos respiramos.  

7:30 de la noche. Beatriz y yo nos bajamos en Los Símbolos, me abraza y me pide que le avise cuando llegue. Ella camina hacia la iglesia San Pedro y yo hacia la avenida Victoria. Las dos llegamos en diez minutos.