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“La señora que cose” siempre estuvo acompañada de trapos e hilos con los que creó personajes que guardaban historias, pero también llevó consigo ese amor por la casa paterna en la que vivió tantos momentos especiales y que se niega a perder

Texto Wanda López Agostini

Fotos Emiliana Mijares

En un taller de costura que improvisó en una de las habitaciones de su casa, Yrina Gutiérrez pasa sus días entre blusas que le han dado sus vecinas para venta a consignación, restos de telas sobre una mesa y muñecos de trapos que aguardan en un estante. Allí, sentada cerca de la ventana que da al callejón que lleva al Guaguancó de Colores, en San Agustín, arregla cierres, coge ruedos y cualquier pedido que le soliciten. Menos fabricar ropa, advierte, porque eso lleva mucho trabajo.

“La señora que cose”, como le gusta que le llamen, pasó la mayor parte de su infancia entre su casa en el 23 de Enero y esta casa que fue el hogar de sus abuelos paternos en Caracas. El resto de su vida y la de sus cinco hermanos transcurrió en el sector Raúl Leoni de Maracaibo, en el estado Zulia, pero eso no le impidió visitar a su abuela en las vacaciones.

Para Yrina, la trabajadora social egresada de la Universidad del Zulia, la costura siempre estuvo presente. Cuando era pequeña, su abuela la enseñó a coser, a crear personajes con su imaginación y a hacerlos realidad con hilos, telas y agujas.

Lo que siempre fue su pasatiempo y lo que nunca comercializó, sus muñecos, hoy forman parte de los recuerdos más importantes de su familia. Pero también de su sustento diario, junto al apoyo de su esposo e hijos.

Sentada sobre la cama en la que duerme con su esposo, encima de un colchón elaborado con retazos de telas, recuerda que dos familias conocidas, y una que jamás había visto, se apoderaron durante tres años de gran parte de la vivienda que era el patrimonio de sus abuelos.

Luego de la muerte de su abuela, Yrina decidió llevarse a su padre a Maracaibo y pedirle a un amigo de la familia que cuidara la casa. Lo que vino después jamás lo imaginó.

No sólo atravesó por la muerte de su padre, sino también por la angustia de no poder rescatar el hogar paterno, una casa en la que tenía tantos recuerdos y que había prometido proteger hasta el final.

Parecía que la presión de los inquilinos, los malos momentos y las amenazas iban ganando la batalla, hasta que uno de sus cinco hermanos le dijo algo que no olvida:

—Yo te apoyo, solo te pido que no vayas a vender la casa ni la dejes sola.

Sabía que lograr que esas personas desalojaran la vivienda le iba a costar trabajo, constancia y mucha paciencia. Así que creó un almanaque a mano y fue tachando los días que transcurrían sin poder recuperar el bien familiar. Ese tiempo le sirvió no solo para recuperar lo perdido, sino también para saber con quiénes de la comunidad contaba.

Fue así como tomó la decisión de regresar definitivamente a Caracas, tocar todas las puertas que fuesen necesarias y seguir luchando para poder vivir tranquila en el lugar que siempre le había dado alegrías.

—Me costó sacarlos de casa… hasta intentaron matarme para quedarse con ella. Ni siquiera permitían que mis nietos utilizaran las escaleras —comenta.

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—Mira, mi amor, ¿tú sabes cómo es la cosa?, que mis padres y mis abuelos en esta casa le pedían era al diablo, a Satanás. Y yo, también soy devota del diablo, porque ese me cumple porque nadie lo jode. Por mí, tú podrás decir lo que te dé la gana, pero de que te vas, te vas —cuenta Yrina que le dijo a una de las mujeres que habitaba su casa.

Entre risas, recuerda que no sabe de dónde salió esa retahíla de palabras, pero que fueron oportunas para demostrarles a esas personas que ella no tenía miedo de luchar por lo que tanto le había costado a su familia. Esa vivienda, de dos pisos y una platabanda en la que ha hecho su propio huerto, se encuentra en una zona en la que hace nueve años, la delincuencia era una cotidianidad.

Con la última familia tuvo que llegar hasta instancias legales, esas que tantas veces le cerraron la puerta, hasta que apareció una abogada del Instituto de la Mujer, que no solo la ayudó desinteresadamente, sino que también dio la orden final para que los inquilinos que quedaban, se fueran para siempre.

—Yo te voy a ayudar, pero tú te tienes que defender —le dijo la especialista.

A partir de ese momento la obedeció en todo, y al cabo de unos días, tuvo que desmoldar “esa torta” que pensó que iba a volver a picar por haberse cumplido otro año más sin haber desalojado a esas personas.

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Recuperar el lugar en el que siempre fue feliz le da paz, le devuelve la tranquilidad, pero también la alegría de haberle cumplido la última promesa que le hizo a papá: “No vender la casa, porque no sabía qué podía pasar”.

Su arraigo por esos muros en los que jugaba “parecita”; el cariño por esa ventana especial que ahora pertenece a su cuarto y desde la que tantas veces “chiflaba”; o por el centro de costura que la salvó de su temor a no poder cumplir su promesa, se han transformado en resistencia, en terquedad por estar hasta viejita en el que siempre fue su hogar.

—Después de tanto, hoy duermo divinamente. Ninguna de esas personas se iba a quedar con el sudor de mis abuelos y los recuerdos que tiene esta casa, en la que tanto mis hermanos como yo fuimos muy felices. Aunque ellos dejaron de venir, yo jamás pude hacerlo —confiesa.

Hoy Yrina sabe que todo lo vivido le demostró algo muy importante, que quizá el paso de los años y la vida misma le habían hecho olvidar: esa casa en la calle Marín de San Agustín del Sur es su lugar en el mundo, y de allí nadie la puede (ni la vuelve) sacar.

12 historias que conectan e inspiran de una de las parroquias con mayor tradición cultural y arraigo de Caracas.

Un especial en alianza entre Historias que laten, Ghetto Photo y 100% San Agustín

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