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El domingo primero de mayo, a las once de la noche, el tiempo se detuvo en la ciudad de Washington. Cientos de ciudadanos estadounidenses se congelaron boquiabiertos ante las pantallas de sus televisores, casi sin pestañear. La ciudad entera se paralizó por unos minutos y el silencio invadió los hogares mientras el presidente Barack Obama se dirigía a la nación.

El discurso fue firme, pausado y los vaivenes de su voz evocaban la legendaria campaña electoral. Desde la Sala Dorada, el presidente Obama se convirtió en el símbolo del triunfo de la Guerra en contra del Terrorismo. “Yo ordené…”, “Yo exigí…”, “Yo hice que la captura de Osama Bin Laden fuese una prioridad para los cuerpos de seguridad del Estado y las agencias de inteligencia”.

Luego de la alocución, explotó una algarabía que parecía contenida desde hace casi diez años. En las universidades de Washington D.C. los estudiantes dejaron atrás sus preocupaciones sobre los exámenes finales y viajaron espontáneamente a las inmediaciones de la Casa Blanca al igual que familias enteras, compañeros de trabajo y parejas de enamorados, sin distinciones de raza, edad o sexo. Todos tenían el claro propósito de celebrar la muerte de Osama Bin Laden.

Horas antes, habían comenzado los rumores de su captura y en el ambiente reinaba una tensa calma. De hecho, las principales cadenas de noticias confirmaban que el líder de Al Qaeda, responsable de la muerte de más de tres mil personas en los atentados del 11 de septiembre de 2001, había muerto en una operación militar encabezada por cuerpos de seguridad estadounidenses en Pakistán. Sin embargo, los detalles de la redada se iban conociendo a cuentagotas.

Una vez difundida la noticia, una multitud se apostó en las inmediaciones de la Casa Blanca. Gritaban como si aclamaran a un jugador de fútbol americano: “¡U-S-A! ¡U-S-A! ¡U-S-A!”. Algunos portaban banderas que les cubrían las espaldas cual superhéroes, otros se encaramaban en los árboles y vitoreaban al presidente Obama. Algunos albergaban la esperanza de que el presidente Obama se asomara por la ventana y saludara a los manifestantes. Entonces, cualquier movimiento dentro de la residencia presidencial era recibido como una señal de que “algo” iba a ocurrir. Mientras tanto hubo quienes se las arreglaron para escalar los postes de luz y hacer flexiones de brazos mientras la muchedumbre reía a carcajadas. También los flashes de las cámaras amontonaban sus propios destellos y cumplían con el deber irrevocable de preservar en el tiempo las sonrisas Pepsodent de los festejantes.

Por supuesto, las cámaras de televisión captaban las imágenes de la celebración in situ y los participantes se aglomeraban tras sus focos con la expectativa de vivir sus cinco minutos de fama. “HE IS DEAD!”, gritaban desafiantes al público invisible tras los lentes. También, los musulmanes presentes en la manifestación eran abordados con frecuencia por los periodistas. Al dar su punto de vista, ellos eran precisamente los más vitoreados entre todos los entrevistados. Aunque, en realidad, en el medio de semejante algarabía lo que decían era prácticamente inaudible.

Sólo una persona estaba molesta. Se trata de la anciana que desde hace más de un año instaló una carpa de protesta contra del “imperialismo” de los Estados Unidos frente de la Casa Blanca. Ese día, ella iba empujando a todo el que amenazara con la estabilidad de su tienda de campaña al tiempo que les gritaba: “¡Move, move, you can’t be here!”. Pero ninguno de los presentes prestaba mucha atención a su presencia.

Ese día, en la Casa Blanca, no había debate, no se discutía sobre Derechos Humanos, sólo reinaba la alegría. Tampoco había preocupaciones por las consecuencias que podría tener la muerte de uno de los principales líderes terroristas del mundo. Quizás esta acción podría desencadenar más ataques terroristas en contra de Estados Unidos, pero nada de eso pasaba por la mente de los manifestantes en esos instantes. Sobre todo para aquellos que habían perdido a algún familiar, amigo o conocido en los atentados del 11 de septiembre sólo existía el regocijo. “¡U-S-A! ¡U-S-A!”, seguía gritando el gentío. Se trataba de una alegría guardada, latente, que despertó sin previo aviso como si se hubiese destapado súbitamente una olla de nacionalismo, sellada a presión desde la caída de las Torres Gemelas.

Así, desde las once de la noche hasta las seis de la mañana siguiente, sin distinción de edad, raza o sexo, el que llegara era bien recibido, siempre y cuando viniese a celebrar que Osama Bin Laden, finalmente, había muerto.