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Ella es todo un manifiesto. Con sus colores y su vibra, llena de música a San Agustín con los ritmos de la percusión, también es una barbera experimentada que no teme estar en oficios de hombre. En un mundo que parece estar en blanco y negro a Will le gusta ser una oveja arcoíris

Texto Melianny Perez
Fotos Daniel Hernández

Como flotando entre la piel y la madera, sus manos pasan de un tambor a otro. En cada golpe, su cuerpo vibra y produce un sonido que retumba y se extiende sin pedir permiso. En medio del trance de la percusión, sobre la azotea del Teatro La Alameda en San Agustin del Sur, Willmary Mijares toca las tumbadoras y se convierte en Will.

En ella todo es color. Trae puesta una blusa amarilla y unos zapatos deportivos con su nombre en un costado. En la cabeza, una explosión de rizos teñidos de verde. Detrás de los lentes oscuros sigue siendo un enigma. Baja la mirada y deja descubiertos los ojos claros, la ceja rasgada. Sonríe y sigue tocando el mismo ritmo sobre el cual se cimienta la música afro, la salsa, el guaguancó.

Mientras improvisa en las tumbadoras el barrio la observa desde todos los ángulos. Las casas de bloque se apilan una sobre otra en la montaña, el Metrocable pasa silente, las imágenes de los santos la miran pintadas en una pared. Will parece ser todo lo que San Agustín siempre ha sido: música, color, alegría, arraigo.

Pero Will es más que eso. Con sus 25 años, está acostumbrada a desafiar las reglas, a ser diferente. Dice que en un mundo lleno de negro y blanco ella es una oveja arcoíris. Hace diez años, decidió empezar a tocar las tumbadoras cuando casi todas las jóvenes de su edad elegían la danza de forma natural. Desde ese momento, usaría sus manos para crear.

Las mismas manos que rebotan contra las tumbadoras se convierten en una herramienta precisa cuando recorta el pelo de sus clientes. Will también es barbera y trabaja a domicilio. Si se le pregunta por qué eligió este oficio, enlista tres razones: para financiar su pasión musical, porque no puede estar atada a un horario fijo y porque cortarles el pelo a los hombres es menos complicado.

En la comunidad es “la chica que toca los tambores”, “la que corta pelo”, “la que se viste chillón”. Sin embargo, solo bastan quince minutos de conversación para saber que ella es mucho más que una mujer en “oficios de hombre”.

—Qué genial ser diferente ¿sabes?, aunque no lo creas, la gente no se atreve y se preocupa mucho por lo que dirán los demás. Siempre me ha gustado lo colorido, y desde pequeña me he sentido muy distinta a todos, incluso al actuar o al hablar.

Conversa con voz rasposa. Con su acento caraqueño dice palabras como: entrompar, pana, rollo, guateque. En la comisura de sus labios tiene un piercing en forma de aro. Viene de una familia de músicos, pero en la adolescencia, el coqueteo inicial se dio con el deporte, las manos se centraban en una pelota de basket.

A los quince años, los tambores llegaron a la ventana de su casa en la parte alta de Marín, en San Agustín del Sur, cuando un grupo de percusionistas inició una clínica de música para rescatar a jóvenes del barrio. Desde entonces, decidió cambiar el balón por un par de tumbadoras.

—Llegaron ellos y me llamó mucho la atención porque había una sola chica percusionista. Lo normal es que en estas tierras sea como oficio de puros panas, de puros chicos, entonces la mujer queda allá. Si pides un chance, la respuesta es “dame un segundo”, como esquivando, ¿sabes?

Eso nunca pasó con Pedro García Guapachá, su mentor, el primero en iniciarla en el mundo de la percusión. Al principio, Will practicaba los golpes en una tabla de madera para acostumbrar a sus palmas a la tensión de cada choque. Cuando se hizo más diestra, empezó a llevar las tumbadoras a su casa para seguir ensayando después de clases.

—Guapachá, mi maestro, me decía: “yo te voy a dar toda la confianza de que te lleves mis tumbadoras, tú te encargas”. Yo siempre las cuidaba con respeto. Me llevaba una tumbadora primero y luego otra montada en el metrocable.

La música se apaga un poco detrás de su voz, cuando se le pregunta por Guapachá.

—Él se fue

—¿Del país?

—De estas tierras, de este plano, ya no está.

Para dominar las tumbadoras Will entrena como un boxeador. Sabe que todo se trata de una combinación de golpes al cuero, ritmo, oído, precisión. Sus brazos requieren que practique el movimiento consistentemente para no perder la fuerza y mantener la forma.

—Todo el mundo me pregunta ¿y las manos no te duelen? Y yo creo que todo es parte de un proceso. Obviamente, las manos se pueden agrietar todas, pero siempre llega alguien que te dice “yo quiero tocar como tú…”. Y eso motiva mucho.

Cuando habla de sus inspiraciones se queda pensativa y después sonríe. Dice que quiere ser como la cubana Brenda Navarrete e ir más allá del tambor.

—Mi sueño es ir a Cuba, ni siquiera pido tocar. Me gustaría nada más sentarme al frente de Brenda Navarrete y verla en el escenario. En Cuba las mujeres pueden tocar de todo, no hay límites.

II

Will baja las escaleras con paso apurado, en la mano, lleva un estuche con sus implementos. Comienza a llover en Caracas pero es hora de trabajar. En el Metrocable de San Agustín, las gotas de lluvia hacen que la vista se empañe. Desde arriba, los colores del barrio parecen una mariposa mojada. Después de bajar en la estación El Manguito, camina por una calle estrecha y llega hasta un pasillo con rejas. Adentro la espera su cliente y amigo, Derwin.

La casa de Derwin parece San Agustín a pequeña escala. En el centro de la pared, un afiche del Grupo Madera ordena los demás elementos: fotos familiares, certificados escolares, reconocimientos en festivales de percusión y algunas medallas.

De frente en un estante las deidades de la santería reposan como en un templo. Una imagen de Eleggua, el dios Yoruba, convive con una escultura de Yemayá, la reina de los mares. Al lado de la mesa, se alinean tres instrumentos de percusión: una super tumbadora, una güira y una pandereta. En la comunidad, pareciera que África y el Caribe se llevan en la epidermis.

Derwin se acomoda en la silla mientras Will se pone los guantes negros. Luego abre la maleta y saca una máquina de afeitar, recoge con cuidado la trenza roja en la cabeza de Derwin y enciende el ruido blanco. Las manos de la percusionista tienen pulso de cirujano cuando recorta el pelo. Con movimientos precisos, rebaja primero un lado de la melena, luego el otro. El pelo cae desordenado en el suelo de la sala.

 

La destreza como barbera la logró con la suma de un curso en la Academia Americana de La Hoyada, horas de videos de YouTube y las ganas de embellecer pelos rizados. Comenzó con unas máquinas que había en su casa y progresivamente fue llenando su estuche de nuevas herramientas.

—La barbería me funciona muchísimo. Ya he logrado comprar las cosas poco a poco, siempre he tenido ayuda de la gente. Los peines se utilizan de una manera u otra. La música es lo que yo siento en mi vida, pero Will no es de tener horarios.

De vez en cuando habla en tercera persona, se refiere a ella misma como si fuese otra. Dice cosas como: Will Mijares no lee partituras, es músico de oído, Will Mijares es guataquera.

 

Afuera suena la salsa de Domingo Quiñones:

Enséñame a olvidar las cosas que viví contigo
A seguir sin ti de nuevo mi camino…

El ritmo sale por los pies de los músicos. Aún inmersos en la serenidad de un corte de pelo, Derwin y Will marcan distraídos el compás de la canción. Marcar el tiempo es un acto natural en los percusionistas, un espasmo que se superpone al ruido de la máquina de afeitar.

III

En 2017, Will se fue huyendo a Colombia sin sus tambores y con un destino incierto. Se despidió de su familia, de la música, y de San Agustín porque una mujer le rompió el corazón. En casa, siempre se le acepto todo; su amor por lo diferente, su forma de vestir, que le gustaran las chicas, pero nunca nada pudo prevenirla del desamor.

—Cuando me declaré con mi familia solo tuvieron comentarios positivos. A veces me pregunto si alguna vez me van a decir que eso no está bien, dice riendo. Siempre he tenido su apoyo, cuando recibo un no, es porque de verdad el camino no está por ahí.

A pesar de las advertencias de su madre, se entregó a una relación que poco a poco fue alejándola de sus pasiones. Dejó de frecuentar ensayos y salidas con amigos. Finalmente, cuando conoció lo peor de sí misma y entendió que no era feliz, todo terminó por colapsar.

Después de un año fuera del país y lejos de San Agustín, Will regresó a la percusión y a sus calles de colores. Se enamoró de nuevo, esta vez, de una de sus antiguas amigas del liceo. Los ojos verdes se iluminan en el rostro cuando habla de lo que siente:

—Todo fue mucho más sencillo, porque ya éramos amigas y todo ha sido muy transparente. En una relación siempre hay altas y bajas, pero creo que nosotras fluimos porque ella es muy libre y yo soy muy libre.

Termina la frase y le da un toque a la membrana de la tumbadora como para evitar que la magia se rompa, con la otra mano, toca la madera como si estuviera invocando un buen augurio.

IV

Es difícil imaginar a Will fuera de los colores de San Agustín, sin su tambor, sin sus tributos a la cruz de mayo, sin su guateque, sin su guaguancó. Sabe que detrás de ella hay una larga tradición de sabor y golpes al cuero, un reflejo vivo de la esencia afrocaribeña, la misma que hace que a un país entero se le enciendan los pies al bailar.

Will también es el nuevo San Agustín. Es la comunidad que se abrió a la ciudad para mostrar su música, para llenar a Caracas de cultura. La que acepta todos los colores del arcoíris, la que puede ser mujer y percusionista, la misma del arraigo ancestral, la del futuro que promete.

12 historias que conectan e inspiran de una de las parroquias con mayor tradición cultural y arraigo de Caracas.

Un especial en alianza entre Historias que laten, Ghetto Photo y 100% San Agustín

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