El maestro Carlos Raúl Villanueva ha dejado huella en la arquitectura más emblemática de Caracas. En el 452 aniversario de la ciudad, un recorrido por sus museos permite confirmar la convicción de que el creador de la Ciudad Universitaria tenía sobre su oficio una proyección de la vida misma. Esta crónica, realizada en alianza entre [CCSen365] e Historias que laten, refleja la experiencia de Villanueva y su arquitectura museística en la capital venezolana.
Fotos Miguel Hurtado
Hay varios Picasso en la sala. Pero el cuadro que Carlos Raúl Villanueva colgó afuera de uno de sus museos es el que deslumbra a la mayoría. Las copas de los árboles del Parque Los Caobos, con todos los verdes posibles, están enmarcadas en el ventanal del penúltimo piso de la torre anexa del Museo de Bellas Artes, el edificio moderno, como indican las señalizaciones. Las ramas, el tronco y la orilla de las raíces componen el resto de la obra a medida que se desciende por el museo.
El detalle no es casual. Confirma la intención de un hombre de 1900 que ha dejado sus trazos en las obras más emblemáticas de Caracas y que durante el siglo XX cinceló ese perfil de ciudad en tránsito que tiene esta capital, que se mueve en varios tiempos a la vez, como si ese fuera su metabolismo. “La arquitectura es un acto social por excelencia, arte utilitario, como proyección de la vida misma. Su principal misión: resolver hechos humanos. Es una matriz que envuelve vida. Es arte del espacio adentro y afuera”, escribió a mano en una de sus anotaciones de Textos escogidos.
A principios de los años setenta el arquitecto desechó dos diseños antes de dar con el que se construyó para la ampliación de este museo, que se adosa con respeto al edificio neoclásico que ya había diseñado 30 años antes. Quería preservar la mayor cantidad de árboles, pero con ello tenía más que una intención ambientalista. Este sábado de este julio en que se celebran los 452 años de Caracas y otro Día Nacional del Arquitecto vinimos a redescubrir esa manera de envolver la vida caraqueña.
Partimos hacia el centro desde la Universidad Central de Venezuela en un Encava demasiado alto, con cortinas cerradas y atmósfera acondicionada. Intentamos atravesar los túneles bajo las torres de El Silencio, para cumplir un ritual que evocó nuestro guía principal y motor de [CCSen365], LuisRa Bergolla. Esta era la provocación: cruzar por el túnel de una ciudad a otra, como en una máquina del tiempo, de la Caracas que comenzaba a pensar en rascacielos a la que está unas capas más atrás, en El Silencio de los bloques residenciales con pórticos, columnas barrigonas y señas de la arquitectura vernacular venezolana que parecen rendir honores a la Plaza O’Leary.
Los centímetros de más del autobús, que superan la altura permitida y nunca anunciada para el paso por el túnel, nos obligan a hacer retroceso en la avenida Bolívar y tomar la imaginación como atajo. Llegamos por un costado. El grupo de este recorrido es diverso y hay caras que se han hecho habituales en cuatro años de insistencia de [CCSen365]. Están los que solo vinieron a hacerse selfies, los que piensan que los bloques de El Silencio todavía están pintados del polémico amarillo que tuvieron a principios de 2000, los que notan el dorado que ahora tienen las rejas de esos balcones generosos, donde se pone la ropa al sol y se mira la vida pasar. Hay arquitectos, ingenieros, periodistas, apasionados de Caracas, descubridores, dos pelirrojos y un par gemelos.
Desde la O’leary miramos los bloques que son emblema de las primeras políticas de vivienda obrera que se emprendieron en la Caracas de los años 40, cuando comenzaba a pensarse como gran ciudad y se ponían los primeros ladrillos de la democracia con Isaías Medina Angarita. Más de 700 apartamentos de interés social y 200 locales comerciales dentro de 7 bloques-manzana con patios interiores de uso común. Estamos a un costado de la fuente —apagada— con Las Toninas del escultor Francisco Narváez, protagonistas de una plaza que fue el punto de encuentro de la ciudad entre las décadas de los 40 y 50, que reunía a los ciudadanos en Carnavales, el Año Nuevo o el fin de alguna dictadura. Esta no fue la primera colaboración del artista con Villanueva, aclara el guía. Antes, en 1934, ya habían puesto a prueba la buena junta que hay entre el arte y el urbanismo en la plaza de Parque Carabobo. Y las formas de Narváez, caribes, rollizas, las volveríamos a ver en esta ruta por los museos de Villanueva en Caracas.
—Van a encender la fuente por cinco minutos, aprovechen para hacer las fotos —dice uno de los voluntarios. En seguida el grupo guarda registro en sus cámaras y la plaza queda desolada.
Una “manada urbana” resulta sospechosa en las calles del centro de Caracas, que atesoran gran parte de la memoria arquitectónica de la ciudad, pero en las que el abandono hace las veces de alcabala.
—Caminen juntos, no se separen —es la indicación.
Atravesamos los pasillos de los bloques de El Silencio, esos que diseñó Villanueva pensando en que el que camina no solo necesita una acera libre, sino también donde guarecerse del sol y la lluvia. Muchas santamarías abajo, vendedores informales, un hombre repara zapatos pero parece que en realidad logra resucitarlos, un perro blanco sucio con una mancha David Bowie en el ojo espera. Cruzamos la avenida Baralt y entramos al costado norte del Centro Simón Bolívar de Cipriano Domínguez. Subimos la mirada y nos quedamos en el techo de cerámica verde vitrificada con lámparas como lunas. Un “no te orines aquí, coño e’ tu madre…diablón” se lee en una esquina, aunque casi todas han sido marcadas con urea anónima; líneas rectas; el farallón de 32 pisos de la gemela norte de El Silencio encima de nosotros.
En la otra acera, silente, está el otrora Museo Boliviano, una de las obras menos conocidas de Villanueva, un edificio neoclásico del año 1934 que albergó la colección de objetos del Libertador del primer museo que tuvo el país, el Museo Nacional, situado en lo que fue la sede de la Corte Suprema de Justicia y la Universidad Central de Venezuela, entre las esquinas de San Francisco a La Bolsa, 145 años atrás. El edificio se quedó ciego cuando construyeron las torres de El Silencio, en una operación, como tantas otras en la ciudad, en la que las ínfulas de futuro amputan el pasado para hacerse presente.
Un alto relieve de Narváez, olvidado en la cornisa de una fachada con ventanas que nada muestran, es lo que más recuerda a Villanueva.
—El edificio fue mutilado cuando se construyó el Centro Simón Bolívar porque afectaba su perspectiva. Se demolieron la fachada y las escaleras. Quedó abandonado por años porque no había manera de subir de un piso a otro —cuenta el arquitecto Alessandro Famiglietti, que en 2007 estuvo al frente del proyecto de rehabilitación en el que lo dotaron de un núcleo de circulación y de un frente transparente que muestra sus entrañas.
La estructura pertenece a la Asamblea Nacional y tiene auditorios y confortables salas de reuniones. En 2017 fue tomado por el parlamento paralelo de Nicolás Maduro, nos cuenta Ángela Rodríguez, compañera de Famiglietti quien trabajó en el levantamiento de valoración histórica del inmueble. En papel quedó el plan, añade Famiglietti, de dibujar la huella del edificio demolido y su fachada curva sobre el piso contiguo que lo conecta con la torre administrativa de la AN en la esquina de Pajaritos. Y en la tableta de Rodríguez las fotos viejas del museo de Villanueva con su recurrente patio interior que nos mostró en el autobús.
Las alegorías de Narváez reciben a quienes visitan el Museo de Bellas Artes, que hasta hace una década fue la sede de la Galería de Arte Nacional. Son la Escultura, la Pintura y la Arquitectura, representadas por mujeres en piedra artificial en la entrada del edificio neoclásico. Adentro, en el jardín, está La Ciudad de Alexander Calder. Cuentan que después de mucho regatear, Miguel Arroyo, director de la institución, la compró para colocarla en ese espacio del museo, pero el préstamo del edificio a la GAN obligó a mudarla a otro lugar. El regreso de la obra a su sitio convoca la foto grupal del paseo.
Cruzamos al anexo moderno y subimos por las rampas del edificio para llegar a la sala con el cuadro de Los Caobos. Villanueva diseñó las rampas del museo como corredores en penumbra, tímidamente alumbrados por unos tragaluces, para que a la salida de cada una la gente se encontrara con la luz del arte que contienen las salas del lugar.
Al frente, el Museo de Ciencias, encara con un desafío en latín: “Aspice et disce”, que significa “mira y aprende”. Adentro está el clásico oso grizzly disecado, mucho más grande en los recuerdos infantiles, y los 47 animales que cazó Armando Planchart en un safari en Kenia para esta colección, según nos cuenta Maritza Arispe, una de las directoras de la institución, que es el museo más visitado del país.
—No es la colección más grande de la sabana africana, pero sí la más diversa de América Latina —apunta.
Las piezas de taxidermia preparadas en Nueva York deberían estar dentro del diorama que no planificó inicialmente Villanueva en su museo, pero que se construyó luego para esta exhibición.
—Llevan años afuera, porque teníamos una filtración, que ya reparamos, pero ahora hay que restaurar el mural y no podemos —agrega con resignación Arispe.
La lluvia nos emparamó al salir de los museos y al atravesar el bosquecito de Los Caobos, como para recordarnos la importancia de los pasillos cubiertos de Villanueva en el caprichoso trópico. Llegamos a Casa Caoma #27. Blanca, rejas azules, cerco eléctrico, líneas rectas que disimulan la vida que contiene, el adentro más íntimo de Villanueva. Entramos por un lateral que conduce al jardín que, como ocurre en la sala 16 del último piso del Bellas Artes, luce como un cuadro en la sala de los Villanueva.
Hay arte por todos lados. Calder, Manaure, Otero, sillas de diseño. Pero no, que esto no es un museo, que son sus mejores amigos, dicen que insistía el maestro Villanueva. En las poltronas de la sala, Adriana Villanueva, nieta del arquitecto, pasó un par de años entrevistando a su abuela, Margot Arismendi, hija de uno de los grandes urbanizadores de Caracas, a quien define como una caraqueña sencilla, “de esas abuelas que preparan sopita de apio”. Las memorias de esas conversaciones están en el libro Margot en dos tiempos, que fue su manera de conocer al abuelo arquitecto formado en París y que murió en 1975, cuando ella aún era pequeña. “Mi abuelo volaba y mi abuela lo traía a tierra”, cuenta esta mañana desde la misma poltrona, maravillada por esa relación de “loro y pingüino” que eran Carlos y Margot, a quienes está dedicado un singular Calder bidimensional colgado en la sala.
Villanueva vivió 12 años en una casa diseñada por su amigo Carlos Guinand Sandoz y luego la demolió para construir esta, que junto con Sotavento y Los Manolos completan la trilogía de viviendas personales que recogen su manifiesto arquitectónico.
—Esta es la casa continente, es su universo —lo resume Luis Polito, quien nos acompaña como uno de los guías invitados en esta parte del recorrido de [CCSen365].
Al fondo del jardín, como si fuera una casa del árbol está el estudio del arquitecto: un cuarto de madera con mesón, lámparas y una pequeña biblioteca. Y en la antesala de ese pequeño bosque que resiste entre edificios de La Florida aparece otra pieza de Calder de la que salta una anécdota de su íntima amistad. Cuando el artista estadounidense diseñó las “Nubes” para el Aula Magna le dijo a Villanueva: “Si tú logras hacer esto, es porque eres el diablo o tienes un pacto con él”. La silla del diablo que está en el patio, forjada por el artista para el arquitecto, es la prueba.
—Es que ellos se la pasaban aquí, tomándose un whisky y haciendo dibujitos. Hace quince años mi abuela repartió los papelitos de Calder entre todos los nietos —cuenta la nieta.
El recorrido termina donde comenzó. Entramos por la puerta de atrás a la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Central de Venezuela. Nadie lo mira, pero entre los árboles se asoma nuevamente Narváez, con El Atleta que está en la entrada del estadio, parte de la Ciudad Universitaria que es el mayor museo de Villanueva. Allí se recoge en una exposición parte de sus 2.112 anotaciones escritas a máquina e intervenidas a mano, lograda con el apoyo de un grupo de egresados de la Escuela que se está organizando para recuperar el edificio donde aprendieron como un tratado que “el escalímetro es para dimensionar, el hombre debe ser módulo base, el compás se usa para proporcionar y que un plano sin norte no se corrige”, como recita el decano de la facultad, Gustavo Izaguirre, para poner valor al Villanueva que como Da Vinci también hizo su Vitruvio y enseñó a enseñar la arquitectura.