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En una pendiente muy pronunciada, se abre un terreno ennegrecido por las cenizas de la quema del monte. El sol se acerca al centro del cielo y sus rayos destellan luces inclementes. La luna está en menguante, idónea para la siembra de tubérculos. Casi en medio del terreno destaca una figura: Victorio Armas, sin camisa. Siembra ñame. Menudo. Cuerpo delgado, fibroso.

Un sombrero beige que lo protege del sol. Pantalón de dril azul marino atado con cinturón negro y, del lado izquierdo, un estuche marrón que sostiene un cuchillo con el que corta las semillas de ñames grandes. Botas marrones que asoman pequeñas grietas en sus bordes laterales. Pico de pala o pico gamelotero, como le dice él, con el que ahueca el terreno para la siembra. Manos llenas de tierra, en cuyas palmas se asoman algunas protuberancias justo en las falanges y metacarpos de los dedos, como muestra de gran uso. Antes, cerca de ahí, un anuncio: Bella Vista. Nombre del sector. Y sí. Desde allí y a lo lejos se ven las montañas alineadas como pétalos florales y como si un niño con sus acuarelas mezclara el verde en sus distintas tonalidades, con leves cantidades de amarillo y marrón para dibujar esas colinas.

También, cercano al terreno que se inicia como sembradío o conuco, en señal de no pase, una perra, atada a un tronco, lanza ladridos para proteger a sus críos. Muestra su dentadura a los transeúntes, dispuesta a enterrarlos en la extremidad inferior de cualquier persona que intente acercarse. En los humanos se le dice instinto de protección maternal. Quizás sea igual en los animales.

***

Victorio Armas, nacido en mayo de 1953 en Turgua, parroquia del municipio El Hatillo, aún hoy le apasiona sembrar la tierra y cultivar unas caraotas tan blandas “que no bailan joropo en la olla”. El mismo ritmo tuyero que se escucha bajito en su casa a lo lejos, pero que a medida que se avanza y se está en su patio, la nitidez de los acordes del arpa y las maracas, con voz de Brígido Ríos, te dicen bienvenido a la casa de un mirandino que sí baila joropo.

—Aprendí con mi mamá—se ríe— Todas bailan joropo. Sí, toítas—se refiere a sus hermanas— Pero hay una más que otra. Margarita baila, pero muy poco. Se cansa mucho. Las que má bailaban joropo eran esa, Rosa y Magaly. La última vez que fui a un joropo fue hace un año. Sí, porque yo muy poco. A mí me gusta la música, pero me da flojera. El sábado fue mi hermana a un joropo en Sabaneta. Que por cierto se murió el negrito que llaman Maraco. Francisco Mata. Se murió bailando. Era de Baruta. Murió feliz, se murió bailando— y se ríe.

Vive en el sector El Caracol de Turgua desde hace aproximadamente veinte años, junto a su hermana Margarita. Ella es la menor de los nueve hermanos, son cinco hembras y cuatro varones. Victorio le antecede. De la hacienda Cedral Moreno al caserío La Guía vivió desde los ocho años, y de allí al sector El Caracol. Tiene un conuco en el sector Mata Linda, a más de una hora de allí. Confiesa que aún no le gusta este lugar. Aunque su hermana lo desmiente:

—Al principio él no quería. Con el tiempo se fue adaptando.

La familia vivía en terrenos del grupo familiar Boulton en La Guía, donde trabajaban como peones. Los Boulton son dueños de terrenos en Turgua. Aunque Margarita dice que se los vendieron a la familia Cisneros, ambas reconocidas en el continente por dedicarse al mundo empresarial.

Victorio, junto a sus familiares, fue sacado de allá al morir su padre, con la condición de comprarles el terreno en el sector actual y construirles una casa de dos habitaciones y un baño. Allá criaba gallinas y cochinos. También tenía su conuco.

—Nosotros le exigimos muy poco a ellos— expresa Margarita, refiriéndose al pago recibido por la familia Boulton. Según ella debieron exigirle una casa en mejores condiciones.

—En La Guía tenía dos chiqueros— expresa melancólico Victorio—. Eran establos para criar cochinos. Acá no puedo tener eso. Hay casas muy pegadas— las señala con el brazo. Ubicadas a los costados del terreno donde está su casa.

Parece conocer y respetar los límites territoriales cercanos, pero cuando habla de Baruta y El Hatillo se refiere a estos como si estuvieran en el mismo municipio del estado Miranda. Un motivo pudiera ser que antes El Hatillo formaba parte de Baruta, pero en los años noventa se erigió como otro municipio.

Turgua es uno de sus poblados rurales, donde aún se cultivan tubérculos y café a menor escala, pues fue una zona cafetalera en el siglo XIX. Ahora es una Zona Protectora de la entidad, debido a su riqueza hídrica. Surte del servicio de agua a parte del área metropolitana, además de ser pulmón vegetal.

***

El viento sopla y levanta las cenizas del terreno. Victorio ha abierto varios surcos en distintas hileras horizontales, en las cuales ya ha enterrado dos o tres semillas de ñame en cada orificio. Con las manos toma las nuevas semillas. Un viejo galón de aceite vegetal le sirve de envase, donde colocó casi cuarenta de los ochenta kilos de semillas del tubérculo, traídas por un compañero desde Ocumare del Tuy, la capital del municipio Tomás Lander de la entidad mirandina. Compañero. Así les dice a sus amigos. En especial a Gonzalo Espinoza. Un amigo de la infancia con quien aún se hermana. En cuclillas explica:

—Esto se llama surco o montón. Tiene dos palabras— lo dice lento como si quisiera que todos lo recordaran, mientras entierra el pico gamelotero.

—Esto es así— coloca las semillas y las entierra a poca profundidad— Este ñame se va a dá, de aquí hasta por aquí—señala con las manos el espacio que tomará el crecimiento de cada planta—Son dos o tres semillas. Si se pierde una quedan las otras.

Sus manos también fungen como cinta métrica. Con ellas mide la distancia entre los surcos de la siembra y la profundidad de estos. Una o media cuarta de hondura. Es la distancia entre el dedo meñique y el pulgar. Mide cada hilera de surcos: seis o siete cuartas de distancia. Entre surco y surco hay una cuarta o cuarta y media. También posee un conocimiento para la siembra: la luna en menguante o creciente favorece o no el cultivo. Una sabiduría muy común en las comunidades indígenas. Quizás de los Quiriquires o Mariches legaron ese conocimiento en la zona.

—La siembra hay que hacela en menguante— y describe cómo se desarrolla el cultivo en creciente— se forma bonito y por dentro es un coroto. Cuando usted lo cosecha y lo va a picá, por dentro es un coroto que sirve na má pa’ semilla. Entonce, sembrao en menguante él sale macizo, no tiene ná por dentro, si… liso, sale lisito. Es que la siembra hay que hacela en menguante… El plátano, por lo menos… la yuca… es la cosa— frase que suele utilizar con mucha frecuencia para decirnos que así es.

Entierra el pico de pala una y otra vez. No muy profundo. Y la parte de la herramienta que penetra la tierra con fuerza, sostenida por un mango de madera, también mide una cuarta. Victorio fija la mirada en el suelo y sigue su relato de la siembra:

— Por aquí voy a sembrá yuca también… pero ahí— señala un lugar con la mano, justo al lado de la siembra de ñame— le busco el sitio por llá… que es la tierra má… es aparte de esto. Porque el ñame tiene que está solo. Aquí va sembrao maí— en un lugar muy cerca del surco de ñame— pero ese maí uno no lo aprovecha mucho, porque ese es pa’ que el ñame se… se monte pueh, como si fuera una mata de parcha que se estroja.

***

Victorio podría seguir el relato de su siembra por el resto del día. Mucha sabiduría. Se detiene. Habla de la cosecha: el ñame para noviembre o enero, entre seis y ocho meses, yuca en seis meses, el quinchoncho en ocho meses, las caraotas en dos meses y maíz criollo entre dos o dos meses y medio. Porque para él comerse sus propias caraotas con espagueti y arepa es una delicia. Y si es de maíz pilao, mejor. Trabajar la tierra, sembrarla y cultivarla es su placer, un orgullo. El mismo que sentía cuando veía los fogones de antaño, refiriéndose a las cocinas con fogones, llenos de hallaquitas –la tradicional hallaca venezolana– con arepas de maíz pilao. Lo asume convencido, con pesar.

—Así es la cosa— y sonríe con la mirada a la bella vista.