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En la sala hay un tocadiscos de los años sesenta donde Víctor Lira, bailador por excelencia y músico de acompañamiento, coloca sus discos de acetato. Suena la Billo’s Caracas Boy’s, la orquesta más popular de Venezuela. Oye A gozar muchachos y el rostro se le anima sabiendo lo que viene. Suena una guaracha y su figura menuda y vigorosa se desplaza en la sala con los brazos sobre la espalda y la cintura de una mujer imaginaria. Se ha olvidado de que en el reproductor de CD, al otro lado de la sala, ha puesto minutos antes a Barbarito Diez, el rey del danzón, y los dos ritmos se encuentran en la sala donde Victor baila al compás que pareciera llevar por dentro.
Víctor no se llama Víctor. No sabe quién, ni por qué lo llaman así. Me llamo Felipe, pero déjeme Víctor. Ese es el nombre artístico (sonríe). Es como me conocen en el pueblo. Nació en el campo, por los lados de Baruta, como a veinte kilómetros del centro de Caracas, pero desde los siete años ha vivido cerca, en El Hatillo. Al terminar la escuela primaria, trabajó como diez años en la bodega “La Mota”, la del cumanés, quien era famoso por las bromas que les jugaba a los clientes.
Un amigo cree que a Víctor se le pegó la jocosidad del bodeguero porque siempre anda contento, es fiestero. Donde suena una música, uno encuentra a Víctor. Bodeguero, ¿qué sucede, por qué tan contento estás?, recita un cha-cha-chá de la orquesta Aragón que se parece a él.
Cuando El Hatillo comenzó a urbanizarse, Víctor fue hacedor de bloques. Pero con su experiencia en la bodega, pasó a trabajar como contador, no de cuentos, sino de cuentas municipales. Y después cobrador, pero siempre con la música, el baile, al ladito. Además de bailar, toca maracas, tambor y charrasca. No canta. Solo acompaña.
La casa de Víctor está separada de la acera por una reja que da paso a la amabilidad y sonrisa de la hija, el yerno, las de él y las travesuras del pequeño nieto. Un aparato telefónico de manilla, una reliquia de principios del siglo XX rescatada por la esposa cuando laboraba en la empresa de teléfonos, deja ver el aprecio por la tradición en ese hogar. Los diplomas académicos del hijo y de la hija destacan en la sala. Sobre un ceibó hay fotos del reciente viaje a Italia, regalo del hijo. Muy bonito por allá, pero casi no se baila, sólo beben y comen mucho (Víctor sonríe).

Un estandarte le hace hablar de otro viaje, regalo de la hija, a la tierra de Carlos Gardel para ver un show de tango. Víctor siempre ha querido bailarlo pero no tiene pareja, ni de tango ni cotidiana, porque María Josefina murió muy temprano. No es como canta Gardel que veinte años no es nada; él tiene como cuarenta dedicados a atender solo a los hijos. Una que otra novia por ahí, pero nada en serio.
Mi padre era buen bailador de joropo y mi mamá también. Bailaban sobre el piso de tierra del rancho ¡y cómo se oían esas alpargatas! La sonrisa de Víctor emerge con los recuerdos. Viendo, aprendió a bailar joropo. Se aprende así. El baile nace con uno, eso de que venga, lo voy a enseñar, no. Eso se trae en la sangre, uno oye y baila.
Sin embargo, otros ritmos los aprendió más tarde dejándose llevar por las cubanas en los dancings que quedaban por Catia y El Silencio por los años cincuenta. Nos íbamos los muchachos para Caracas y regresábamos al otro día, bien bailaos. Pero hoy no podría hacer eso, por la inseguridad.
El Hatillo ha sido siempre un pueblo fiestero, pero eso también se ha perdido. Algunas autoridades se han atrevido a suspender las fiestas, imagínese, pero unas familias y otra gente nos afanamos por mantenerlas.
Como hasta los años setenta, en Carnaval se elegía a la reina, se hacía la carroza, se montaba el templete, venían bandas de Petare o tocaba la banda del pueblo –la misma que toca la música sacra en Semana Santa– y bailábamos, pero ya casi no es así. Bueeeno, se escoge a la reina y se pasea en la carroza, pero no hay templete, no hay baile. Antes eran fiestas de respeto y sin respeto todo se echa a perder (hace un mohín de molestia).
Las grandes fiestas del pueblo son las patronales, las de Santa Rosalía de Palermo, en septiembre, pero nunca como en los cuarenta o cincuenta. ¡Esas sí que eran buenas! Se jugaba al Sartén del Diablo (en un sartén con grasa negra, de esa quemada, se pegaban unas monedas, el sartén se colgaba en la rama de un árbol, a los muchachos se les amarraban las manos atrás y ¡hay que ver cómo se le ponía la cara tratando de agarrar las monedas!), al Papelón Picante (ese era parecido a lo del sartén, pero en un papelón se enterraban monedas y también unos ajíes. Ellos salían con la boca ardida y algunos con sus monedas), había carreras de saco (cada muchacho metía las piernas en una bolsa de tela y tenía que correr brincando hasta llegar a la meta). En las esquinas se ponían piñatas, eso sí, una para los varones y otra para las hembras, pero a mí no me gustaba meterme en eso, yo veía y gozaba viendo.
Víctor siempre ha ayudado a organizar y participa en las fiestas populares, pero no le gusta formar parte de juntas directivas ni de instancias formales que las organicen. Lo mío es la calle, donde está el bochinche, la gozadera. El día de la Santa, en las patronales, se hace el Amanecer Hatillano, una fiesta que comienza allá arriba, en El Calvario (una zona alta del pueblo), en la madrugada. Sale un camión con los músicos a recorrer las calles del barrio y el casco del pueblo. Suenan los cohetones y todos a levantarse. A las ocho se prende el baile en la plaza Bolívar hasta las diez que vamos a misa y, después, en la noche, la procesión de la imagen.

Para cerrar las patronales, a los ocho días, volvemos a celebrar a la Santa, el tránsito de Santa Rosalía, ya muerta. Desde hace pocos años, en la mañana, montamos la Dama Antañona y alrededor de la plaza se estacionan carros antiguos, las damas van con traje largo, chales, abanicos. Me pongo mi sombrero de pajilla, el chaleco y clavel en el ojal. Una banda de música cañonera interpreta merengues, pasodobles caraqueños. Esa es una gozadera. No paro de bailar. Ay que rico, ay que rico, es el aire que da tu abanico… (tararea ese pasodoble criollo).
Para las fiestas del pueblo las familias preparan tortas, galletas, sándwiches que ofrecen por cortesía a quienes amenizan las fiestas y a los que asisten. En esos “compartir”, como los llaman, la guarapita es infaltable. La de Víctor es famosa.
Guarapita es caña brava, papelón, limón y también hay que ponerle una pizca de bicarbonato para proteger al estómago. Así la han hecho los campesinos para las fiestas por siempre. Algunos han innovado poniéndole jugo de parchita, coco o tamarindo, pero eso no es guarapita, son cocktails.
La guarapita de Víctor ni se compra ni se vende, como dice otro pasodoble, es solo para brindar a los amigos. También prepara otras bebidas espirituosas como el “zamurito”, mezcla de caña brava, papelón y ciruelas pasas que se macera por meses, años. Con recelo deja probar uno que ha guardado por treinta años. Sabe a gloria. Pero hay que tomar solo un poquito porque se deja colar y a uno, sin darse cuenta, se le pueden ir los tiempos.
En los diciembres, unos tres metros del porche de la casa de Víctor se cubren con el pesebre que monta devotamente con la ayuda de su familia. Es un espectáculo. Las figuras son las mismas de hace cuarenta años y siempre pongo una cascada de agua natural y ese es un pasar y pasar de gente a verlo, vienen hasta de Caracas. Por las noches navideñas, Víctor toma sus maracas, charrasca o tambor y se va de parranda acompañando el canto de aguinaldos.
En todas las otras fiestas del pueblo –la de la Virgen de El Carmen, la del Día de las Madres–, Víctor baila y en las de la Cruz de Mayo, en el campo, se luce con el joropo tuyero (llamado así por la región cercana, los valles del río Tuy). Ese es el joropo de aquí, que se baila zapateao, a diferencia del llanero que es más paseao.
A pesar de todos los cambios en El Hatillo, hay jóvenes que les gusta bailar joropo y que participan en las fiestas populares. Eso hay que promoverlo porque uno se va y alguien tiene que seguir bailando. Yo estoy en movimiento, de donde me llaman, ahí voy y espero estar por mucho tiempo más, como mi tatarabuela que murió a los ciento diez, mi abuela a los noventa, mi mamá a los ochenta y cuatro. Ya voy para los ochenta y uno y míreme, leo sin lentes, oigo perfecto, no tengo achaques, solo tengo ganas de bailar (sonríe).
Víctor, ahora al ritmo de un arpa y maracas tuyeras, levanta los brazos imaginando a la pareja, zapatea, gira, de nuevo de frente, y zapatea. Siempre alegre. Como el alma de las fiestas.