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Verde, porque todo se vale en el caos organizado. Amarillo, porque el sentido común a veces no puede sustituir a la ley. Y rojo, porque toda acción tiene una consecuencia. Esta historia, la de mi familia, es una de las tantas que cuentan los semáforos (o la ausencia de ellos) en la ciudad de Caracas

El ritmo siempre es el mismo, y recuerda a la playa. Repiqueteo de bongós para empezar. Un bajo que marca el paso. La cabeza se mueve sola, hacia arriba y hacia abajo. Las trompetas, tres, son lo inusual. No suele haber trompetas en el reggae. Tu-tun, tu-tun, tu-tun, tuturutun.

Suena Verde, amarillo y rojo. Tu-tun, tu-tun, tu-tun, tuturutun.

María Victoria quiere quedarse ahí, en la playa. Donde la canción de Godwana la mandó. Verde, amarillo y rojo. Con la brisita del mar, con la cerveza bien fría.

Verde.

Pero lo más cercano que tiene a la playa son los restos de arena de la escapada de la semana pasada.

Amarillo.

Se quedaron ahí, entre las rayas de la alfombra del carro, y eso no se quita con absolutamente nada.

Rojo.

María Victoria se detiene en seco. El sonido de una corneta prolongada, agresiva, le hace pisar el freno. Vuelve. Está en el tercer semáforo de la avenida Presidente Medina, de Caracas, con sentido al centro, justo en la esquina del restaurante Pincho Pan. Se detuvo en medio del cruce, donde impide el paso de quienes van de las Acacias en dirección a la avenida Roosevelt. A las cinco de la tarde, un feriado 5 de Julio, el error no es tan grave.

Una corneta, dos cornetas, tres cornetas.

—¡COÑO, QUE ESTÁ EN ROJO! —grita alguien, afuera, en algún lugar. María Victoria lo escucha casi como un murmullo.

Pisa el croche, pone el automóvil en movimiento. El motor de su volkswagen fox azul marino del 2007 —los amigos lo llaman Chipi— arranca con fuerza y un sonido exagerado. Sigue su camino.

En la esquina de Pincho Pan, dos oficiales de tránsito y un funcionario de la Policía Nacional Bolivariana conversan frente a una patrulla. Llevan bolsas con una cantidad absurda de shawarmas. María Victoria los mira fijamente al pasar junto a ellos. Sólo por diversión, prepara su excusa.

—Mi abuelo se está muriendo, ¿acaso usted no tiene abuelos? —diría, fingiendo sentirse ofendida.

Entonces, el oficial le respondería:

—No, se murieron.

—Y obviamente no alcanzó a despedirse, porque aquí estamos, respetando las normas de tránsito.

Pero ese diálogo sólo ocurre en su cabeza. La mirada de los oficiales pasó de ella como si no estuviese ahí, confundiendo figura con fondo. Naturalmente, tampoco es como si ella esperase algo diferente. Además, ese semáforo lleva meses dañado. Ya nadie se fija siquiera cuando está encendido.   

Y como ese, pasa en casi todas las otras 330 intersecciones del municipio Libertador de la ciudad de Caracas. Más de la mitad de los 2.100 semáforos instalados no funciona. Entonces, ¿para qué molestarse en levantar la mirada? Según un recorrido realizado por un medio de información venezolano en el año 2017, las zonas más afectadas son Plaza Venezuela, Bello Monte, la Parroquia San Pedro, las avenidas Casanova, Urdaneta y, especialmente, la Presidente Medina.

—Igual, manejar en Caracas es algo de sentido común —diría María Victoria—. Es no chocar y que no te choquen.

Avanza sin chocar y sin que la choquen por la avenida. Godwana sigue cantando que verde, que amarillo, que rojo, pero el resto de los semáforos hasta la altura del supermercado Central Madeirense están apagados. Allí se detiene, y yo me subo al vehículo. Su abuelo no se está muriendo, pero el mío, sí.

Tan pronto como me subo al vehículo, María Victoria arranca con la misma fuerza innecesaria. Baja el volumen de la canción, que ya va terminando. Verde, amarillo y rojo, repite. Levanto la mirada. El semáforo de la próxima esquina sí funciona, pero Vicky da una vuelta en U para quedar en dirección a los Símbolos. Vamos al Centro de Emergencias Salud Chacao, donde están atendiendo a mi abuelo.

—Por lo menos estaba en rojo —digo.

Ella responde encogiéndose de hombros.

No chocar y que no te choquen

Cambio piloto, de carro y de lugar. Me acomodo en los asientos traseros de un chery X1 rojo del año 2015. Pienso que seré la única pasajera y estiro las piernas a lo largo del asiento. Todo el cuerpo me pesa. Hago una mueca cuando un hombre alto, blanco y delgado abre la puerta de la que me apoyo. William Van der Dijs. Ese tío que sí es tío, pero que nadie llama tío porque casi nunca está.

—Le mandaron a hacer estos exámenes y hay que comprar unos medicamentos —dice William, y me entrega un montón de papeles de reciclaje—. ¿Saben dónde los van a hacer?

Y no, obviamente no sabemos. En un día feriado a las once y media de la noche en el centro de Caracas uno no sabe donde se hace nada, e incluso si lo supieras, seguramente no tendrías ganas de ir. Sin luz, sin personas, con todos los negocios cerrados. Es una gran tentación para la segunda ciudad más peligrosa de Latinoamérica: la probabilidad de pasar a formar parte de las estadísticas de actos delictivos a mano armada en algún cruce o semáforo es muy alta. Ese es el modus operandi más popular.

—Bueno, yo voy con ustedes. Vamos a la Clínica La Arboleda —dice William.

Le sonrío de vuelta sin muchas ganas, y me deslizo hacia el otro puesto de pasajero. Junto los papeles y se los doy a Bárbara, mi prima, que comienza a revisarlos. Son una versión de bajo presupuesto de récipes médicos, y cada uno tiene una lista de insumos. Esperar algo más del Hospital Dr. José María Vargas de Caracas, al que mi abuelo fue transferido en calidad de emergencia médica, sería inocente. Según el doctor Tirso Silva, director del centro de salud, los recursos alcanzan a duras penas para limpiar las manchas de sangre que quedan en las sillas de la sala de espera.

Oswald Mouthon, su novio, un sociólogo de veintinueve años, pone en marcha el vehículo. El chery X1 avanza como un punto rojo y solitario, que zigzaguea entre las calles del barrio Cotiza para llegar a la avenida Panteón. El velocímetro no baja de setenta kilómetros por hora. (El tío) William da las indicaciones. “Cruza aquí. Pasa por allá. Métete en esta”.

—¿Eso no es flecha? —pregunta Oswald.

Baja la velocidad por primera vez, con mucha precaución, antes de cruzar a la avenida Cajigal.

—No, vale. Eso es doble vía —responde (el tío) William.

—No, no. Mire el piso, es sentido único.

Olvidó poner la luz de cruce, y la persona que iba detrás de ella no vio las señales. No jugó el juego mental. Una chevrolet sport wagon destrozó la puerta izquierda del pasajero. Mi hermana y yo íbamos en la parte traseras

—Métete, que a esta hora igual no hay nadie. ¿Qué policía te va a estar multando a esta hora?

—¿Y si viene un carro?

—¿Tú ves algún otro carro?La discusión termina allí. Oswald dobla a la derecha y maneja en sentido contrario al indicado hasta llegar a la Policlínica La Arboleda. Unos cuantos metros nada más. Se estaciona justo frente al edificio. La entrada del centro de salud está cerrada, pero hay un guardia de seguridad sentado junto a una puertecilla de metal que da acceso a los laboratorios. Todo lo demás en la avenida está cerrado y el contorno de las aceras se pierde en la oscuridad.

—Entren, pues. Pregunten cuánto se demoran los exámenes. Apúrense —dice Oswald, cuando Bárbara y yo nos bajamos del vehículo—. Nosotros vamos a dar vueltas hasta que salgan.

En el año 2017 el Observatorio Venezolano de Violencia registró un aumento de 12% en casos de robos de automóviles a mano armada. La mayoría de estos casos se producían mientras el conductor de vehículo bajaba la velocidad en una intersección o semáforo. La misma organización en su informe de 2019 reportó más de 16.000 muertes violentas, de las que 36% tuvieron como móvil el robo. Debido a esto, la velocidad, la improvisación y el movimiento constante se convirtieron en la única “garantía” de seguridad al manejar.

—Dale, te aviso cuando estemos pagando —digo, y nos acercamos a la puerta de metal.

Oswald espera que estemos dentro para arrancar. Avanza en dirección contraria a lo largo de la avenida. Cruza en una esquina y se pierde en la oscuridad. Estoy casi segura de que esa calle no es doble vía, y que va, una vez más, va comiéndose la flecha.

Y mientras tanto, no hay verde ni rojo. Por alguna razón, los semáforos de esa zona se quedaron congelados en amarillo, y titilan.

Precaución, cuidado. Peligro.

Amarillo: ciertas condiciones aplican

—Manejar es un juego mental —suele decir mi mamá.

Cada vez que lo hace, pienso en cómo solía manejar cuando yo era pequeña. Tengo un recuerdo muy claro de ella, sosteniendo el volante con ambas manos, zigzagueando entre los carros y aprovechando el espacio que dejaban los camiones y las gandolas para adelantar la cola. En aquella época, cuando yo tan sólo tenía ocho o quizá nueve años, me parecía algo normal. Vivíamos en la zona residencial de Nueva Segovia, en la isla de Margarita, y estábamos bastante lejos de la ciudad de Porlamar. Lejos del trabajo y del colegio, lejos del supermercado, lejos de los bancos. Lejos, en general.

—Tienes que estar atenta a las señales que da el otro carro, hija, y reaccionar. Todo se trata de ver las señales.

Luego, tuvo un accidente.

Sucedió en la redoma de Los Robles, en el año 2006. Olvidó poner la luz de cruce, y la persona que iba detrás de ella no vio las señales. No jugó el juego mental. Una chevrolet sport wagon destrozó la puerta izquierda del pasajero. Mi hermana y yo íbamos en la parte trasera.

Pasa en casi todas las otras 330 intersecciones del municipio Libertador de la ciudad de Caracas. Más de la mitad de los 2.100 semáforos instalados no funciona.

Según el Observatorio de Seguridad Vial de Caracas, hubo un total de 1.024 personas involucradas en 425 accidentes —oficialmente registrados— a lo largo de 2016, últimos datos actualizados. En promedio, hubo uno o más accidentes por día durante todo el año, con dos o más personas involucradas en cada uno, y 67% de esos siniestros se debió a imprudencias o al incumplimiento de las normas de tránsito. Aun así, se mantiene vivo el mito.

El juego mental

 

—Eso se llama Anomia —dice Oswald, mirando fijamente el carro que está delante de él—. Ante el vacío de autoridad o las sanciones necesarias, la gente hace sus propias normas informales.

—Ay, no. Ya se van a poner mongólicos ustedes dos otra vez —se queja Bárbara, y saca la cabeza por la ventana.

Comienza el lunes, después de un fin de semana largo que ninguno de los Pacheco disfrutó. El abuelo lleva cuatro días internado en el Hospital Vargas, y cada minuto es una lucha contra el reloj, la paciencia y las finanzas. Insumos médicos para recolectar, alimentos que preparar, turnos de vigilancia, comisiones de búsqueda de medicamentos. Y cuentas, muchas cuentas. Del dinero que se gasta, del dinero que se recibe, del dinero que queda.

Durante todo el fin de semana, las calles de Caracas parecían un entorno amigable. Pocos vehículos en circulación. Pocas personas en las calles. Hoy, que es lunes, todo es distinto. La ciudad se mueve, respira agitadamente, suda. Grita “amarillos los plátanos”, grita “en la parada”.

El chery X1 avanza por la avenida Panteón en dirección hacia la avenida Presidente Medina ocupado por la misma tripulación, pero mucho más cansada que el viernes. La búsqueda de los medicamentos continúa. Bárbara habla poco y tiene la vista fija en el celular. Oswald y yo nos distraemos conversando de temas al azar y comentando los nombres de los establecimientos comerciales de la avenida. El sonido de las cornetas de los vehículos suena con mucha más fuerza debajo del elevado. Las voces del mar de gente, que cruza desde la estación del metro hasta el de Mercado La Hoyada a las diez de la mañana, también.

Los vehículos, apretados y emitiendo su calor y sus olores, se empujan unos a otros sin tocarse. Pasan, se colean, se atraviesan. Entran en la fila para volver a salir, y salen de la fila para volverse a meter, unos metros más adelante. Y la gente, la gente no deja de pasar. El flujo es constante, como el de un río, a pesar de que la luz de este semáforo sí cambia: verde, amarillo y rojo.

Bárbara, exasperada, saca la cabeza por la ventana.

—¡COÑO! TENEMOS UNA EMERGENCIA MÉDICA, ¿NO VEN QUE ESTÁ EN VERDE? —grita al río de gente, que no deja de fluir.

El semáforo se pone amarillo. Oswald toma la iniciativa, tan pronto se abre una abertura. Avanza lentamente.

—¡PERMISO, QUE HOY ES LUNES Y ATROPELLAMOS GENTE! —sigue diciendo Bárbara.

Vuelve a meter la cabeza dentro del carro y se echa en su asiento una vez pasado el cruce. Oswald comienza a avanzar a más velocidad, y se abre paso en el tráfico entrando al canal especial construido para el uso exclusivo de la ruta del Buscaracas. Delante de él, otros tantos le imitan.

—La gente sí es sinvergüenza, pana, ¿no ven que nos tocaba pasar a nosotros? —dice Bárbara, con la cara otra vez metida en el celular—. Por eso es que estamos como estamos.

 

Rojo: Alto

Manuel Pacheco solía tener un taller; ahora conduce una vespa de 1997. Con cuarenta y siete años, hace entregas en el centro de Madrid, España. Pizza. Repuestos para vehículos. Tareas escolares. Es veloz, preciso y puntual. Solía, además, llamarse Pucho. Los amigos y familia le decían —le decíamos— así cuando vivía en Venezuela.

Él, su esposa y sus dos hijos se mudaron a España hace poco más de un año. Los niños —Sofía, de once años, y Jean Manuel, de cuatro— ya van a la escuela y tienen amigos. Para Manuel (Pucho), por otro lado, la cosa no ha sido tan sencilla, pero se esfuerza. Un Pacheco siempre se esfuerza.

Y un Pacheco siempre está pendiente de los suyos, además. 

Son alrededor de las siete de la mañana, y Pucho debería estar haciendo unas entregas en la Calle Alcalá. Pero, allí está, sentado en su Vespa apagada, mirando la pantalla del celular. Una burbujita verde sobre la aplicación de WhatsApp le indica que tiene varios mensajes por leer. La mayoría son del “Grupo de la Familia”. Hace dos años, cuando los Pacheco comenzaron a esparcirse por el mundo —otra triste historia de la diáspora venezolana—, los más jóvenes de la familia crearon un grupo y añadieron a todos, para estar siempre en contacto.

Pucho no suele mirar o enviar mensajes por el grupo. Lo hace sentir triste, dice. Sin embargo, hoy la cuestión es distinta. El abuelo Pacheco lleva, hoy, cinco días en el Hospital y dos en la sala de Trauma-Shock. Pucho pone el dedo sobre la aplicación, pero cuando se abre su lista de chats, apaga la pantalla y se guarda el celular en el bolsillo. Alcanza a ver que el Grupo de la Familia está de primero en la lista, y que tiene más de diez mensajes pendientes.

Verde.

Pucho enciende la Vespa y comienza a rodar por las calles de Madrid.

Amarillo.

Su mente está en otro lugar. En ese chat que decidió no abrir.

Rojo

Se detiene sin siquiera pensarlo, aunque no viene nadie cruzando en dirección contraria. Hace algunos años, se hubiese llamado a sí mismo pendejo. Para él, era como si los semáforos no existieran. Como si toda la Ley de Tránsito no existiera, en realidad. La última vez que pagó una multa en Venezuela, hace unos cuatro años, tuvo problemas para encontrar un billete de denominación lo suficientemente baja para hacer el depósito.

Pero en Madrid, la cosa cambia. Una multa por incumplimiento de las normas de tránsito le costaría al menos 90 euros y pondría en riesgo su muy reciente licencia de conducir. Nadie está para perder 90 euros. 90 euros que podría enviar a Venezuela para contribuir con el tratamiento del viejo Pacheco. 90 euros que no serán de mucha ayuda, sin embargo, porque el viejo Pacheco murió hace aproximadamente una hora.

En el año 2017 el Observatorio Venezolano de Violencia registró un aumento de 12% en casos de robos de automóviles a mano armada

El chery X1 está más negro que rojo. Avanza por la avenida Principal del Cafetal, con destino al Cementerio del Este. Oswald —¡cómo le duelen las rodillas!— sigue al volante. Él y su copiloto, Bárbara, tienen los ojos rojos e hinchados. Mi puesto sigue siendo el asiento trasero, aunque ahora lo comparto con otras dos personas: mi abuela, la viuda de Pacheco, y mi mamá. El tráfico es ligero y los vehículos alrededor van a una velocidad considerable, entre los cuarenta y sesenta kilómetros por hora.

Se aproxima a esa velocidad, sin disminuir, y se dispone a cruzar. Entonces, una corneta. Un sonido largo y chillón, seguido de una sombra veloz y un “frena, güevón”. Oswald se detiene centímetros antes de chocar con la explorer dorada que pasa frente a él a toda velocidad. La camioneta sigue su camino y toma la salida de la avenida para salir a Los Ruices.

—¿De qué color estaba el semáforo? —pregunta Bárbara, casi susurrando.

—Verde —contesto.