La zafra de camarones, lisas y lebranches en la Laguna de Tacarigua -en la costa mirandina de Venezuela- se juntó con el hambre del estómago y del trueque.
Los tacarigüeños dicen que es la primera vez que ven un gentío igual, «más pescadores que peces» en la boca, en ese punto donde se une el agua dulce con el mar de Barlovento. Esta laguna, decretada parque nacional en 1974, es un ecosistema de treinta y nueve mil hectáreas, el más productivo de la costa venezolana y uno de los humedales más importante del mundo.
–¡Una naiboa por una lisa, dos cigarrillos Cónsul por una lisa!– grita un vendedor ambulante al pasar junto a los pescadores que lanzan desesperados sus atarrayas en el espacio que deja libre el de al lado, que también recoge y lanza la red como si compitieran los últimos cien metros de la carrera.
Los peces del género lisa -pez pequeño, un poco más grande que las sardinas-, el lebranche, el róbalo y el camarón son las especialidades de la zona. Y las jaibas (cangrejo de mar).
–Aquí te tengo el kilo de camarones, fresquecitos. Te los doy ya por 400.
-Pero no tengo efectivo. ¿No aceptan transferencia?
–No, mami. Puro efectivo. O te lo cambio por arroz, aceite, harina pan. Lo que tengas.
–¿Y de dónde saco yo esa cantidad de bolívares en efectivo? Ni que fuera banco. ¿No tienes una cuenta y te transfiero enseguida? Si te consigo un arroz, ¿cuántos kilos de camarones me das?
–Por transferencia te pueden cobrar hasta 800.000. Te puedo dar dos kilos de arroz por uno de camarones. Uno por uno de lisas. Dos (paquetes) de harina pan o un litro de aceite grande por uno de camarones. Una canilla (barra de pan) por uno de lisas. Si la canilla es grande, kilo y medio de lisas.
–Ya vengo entonces. Voy a ver qué consigo.
No muy lejos, unos niños juegan a darle golpes con un palo a unas jaibas que intentan cruzar de la laguna hacia el mar. Recogen las más grandes, malheridas, y las colocan en un tobo.
Vienen de Caucagua, Higuerote, del estado Vargas. Familias enteras. Instalan campamentos improvisados en la playa y pasan uno, dos días pescando. Se marchan y regresan pronto. Y así desde hace pocos meses, en plena zafra, que ocurre porque los peces que ya desovaron en la laguna buscan nadar hacia el mar, y los alevines entran a la laguna para crecer y reproducirse. Ambos cardúmenes se cruzan en la boca y hacen fiesta junto a los camarones adultos en su casa natural.
Para aprovechar esa fiesta llegó la familia Suárez aquel sábado de mayo. Viven en San José de Caucagua, otro pueblo en la vía a Higuerote, a unos veinte kilómetros de la laguna. Un pescador con atarraya propia, su esposa -una enfermera desempleada- y su hija de siete años -los otros cinco hijos menores se quedaron con una tía en casa- se instalaron en la orilla con la ilusión de llevar varios kilos de pescado para la cena. Llegaron a las cinco de la madrugada y ya es casi mediodía.
–Venimos dos o tres veces por semana. Cuando no logramos pescar, entonces cambiamos cualquier cosa por un kilo de lisas o por kilo y medio de las Petro-monedas (así llaman jocosamente a las mojarras, un pez diminuto y redondo que se pesca fácilmente en la orilla). Aquí tengo un paquete de cigarros por si acaso mi esposo no saca nada. Pero ojalá saque algo pa’ve’ si lo cambiamos por un litro de aceite.
Las doñitas, adolescentes y madres solteras también llegan a la boca al atardecer con su bolso a cuestas para intercambiar arroz, harina pan o aceite por el pescado o los camarones de la cena. Algunos llevan frascos de ron para el intercambio: un vasito de plástico (tipo café pequeño) por tres lisas. Ya todos saben que este es el mercado del trueque y que cada quien se llevará lo que necesita. No hay normas en ningún cartel. Menos aún horarios de apertura y cierre.
–Supe de una chica que cambió sexo por dos kilos de lebranche. Menos mal que no hemos tenido que llegar a eso– suelta de repente la enfermera antes de gritarle a su hija que no se meta tan adentro en el mar porque hay mucha corriente.
La escasez de efectivo y la hiperinflación -que en Venezuela viaja más rápido que esas lanchas a motor que se llevan el pescado hacia alta mar para venderlo en dólares- es ahora un asunto tan cotidiano entre quienes habitan en este país, que la gente ya ni se molesta en sacar las cuentas de cuán doble o triple aumentan los precios cada día. Tampoco se estresan de más si no hay billetes con qué comprar. La solución es simple, creativa y primitiva: cambiar un producto por otro más o menos equivalente. Y listo.
En el pueblo de Tacarigua de la Laguna viven unos tres mil habitantes. Antes de esta recesión, solía ser un destino vacacional para la clase media -y alta, que iba directo al Club Miami, una playa privada a la que sólo se accede en peñero desde la laguna-.
Ahora parece un pueblo fantasma. La mayor parte de las casas a orilla del mar están abandonadas. Algunas invadidas por familias venidas de otros pueblos. Ya el trencito que paseaba con turistas los fines de semana no pasa, ya no se escucha el reguetón que ensordecía los sábados y domingos. El único movimiento extraño que se nota es ese gentío nómada que llega por varias horas a la laguna a extraer su comida, la intercambia por otro tipo de alimentos o por dinero en efectivo, y se marcha.
El pescador que vino con su esposa e hija desde lejos regresa a la orilla con la atarraya vacía. Luce exhausto, insolado y hambriento. La enfermera saca una arepa con mantequilla del bolso y la caja de cigarros.
–Toma, cruza la laguna pa’ ve’ cuánto pescado te dan por eso.