En esta melodía alguien tocó una nota que no estaba en la partitura. De repente, la tonada fue atravesada por un chirrido: abrieron una puerta oxidada, rodaron una silla de hierro por un piso de baldosas y un hombre apareció con un mensaje de fragilidad. Augusto Salas fue el chofer de Simón Díaz y su familia durante tantos años que nadie sabe cuántos. Fue él quien manejó el carro en el que Bettsimar, hija de Simón, llegó a la fiesta vestida de quinceañera. Después de haberle perdido la pista durante un buen rato, ella y su hermano Simón Jr. lo contactaron para que hablara en esta nota. Y apenas lo llamaron, no dudó en ir a visitar a Simón en su casa. El encuentro fue entrañable: el padre al piano, cantando para recibir al viejo amigo, abrazos, añoranzas y todos los elementos de los reencuentros consensuados.
Tres días después, cuando se suponía que Augusto iba a contar los detalles de su vida junto al músico, fue una mujer y no él quien atendió su teléfono celular. “Le dio un ACV”, dijo como si se le evaporaran hasta el cielo de la boca cada una de las tres letras que resumen un accidente cerebro vascular. Augusto, hombre que perteneció al anillo más cercano a Simón y que aún era de los pocos que podían llegar hasta su casa, verlo y tocarlo, estaba en terapia intensiva con todos los cuentos abrigados bajo la sábana. Esta tilde extraviada, este chirrido inesperado, pudo haber convertido la tonada íntima con Simón en una despedida. Pero hay canciones que, aunque bajito, nunca dejan de sonar.
A Simón Narciso Díaz Márquez, se dice, lo precede un designio de buena suerte. Nació a las ocho de la mañana del día ocho del mes ocho de 1928, y es el mayor de los varones entre los ocho hijos de Juan Bautista y María: Margot, Ana, Rafael, Juan Bautista, Joselo, Manolo y Juvencio. Eso sin contar que en 1948 se vino a Caracas y el Grammy honorífico se lo ganó a los ochenta años de edad, en 2008. Él mismo, el gran narrador de su propia vida, escribió en el libro Estampillas venezolanas, de 1994, un resumen de sus años de juventud: “Yo soy de Barbacoas, mi lindo pueblito, pero me crié en San Juan de los Morros y fue allí donde me hice hombre, me alargué los pantalones, me formé y también me inicié como artista, usted no ve que yo me metía en cuanta parranda, serenata y baile se presentara”.
Pero eso era cuando Simón contaba los cuentos de sus caminos. Los destilados de admiración provenientes del mundo entero y, sobre todo, la traducción que de su vida y obras hacen los demás, han terminado siendo la mejor manera de reconstruir la historia del otro gran Simón venezolano. Ahora que su fama ya transoceánica fue premiada con un Grammy honorífico –único venezolano en recibirlo–, faltaron sus palabras silbando por todos lados, recordando a ese muchacho al que a los doce años le tocó ser padre de sus hermanos, luego de la muerte de Don Juan; a ese que fue becerrero y pregonero para ayudar a mantener la familia; ese que comenzó a cantar con micrófono, como suplente, cuando el vocalista del grupo en el que trabajaba como atrilero no iba al toque. Faltaron su guasa silvestre y la llanura de su discurso. El Grammy llegó con un estruendo que hizo más evidente el retiro calmo en que la vejez lo encontró.
Entrar a la casa de los Díaz García para entrevistarlo ya no es posible. Será una deuda contar cómo se mece en la hamaca y hace un tour por el jardín. “El encuentro con Simón es cuesta arriba para mí. La idea es bella, pero no la podemos hacer. Sigamos adelante”, se excusó Bettsimar. Sólo admitió una concesión: una tarde, sin ni siquiera pedírselo, lo puso al teléfono. “Papá, alguien te quiere saludar”, le dijo. Simón atendió y rápidamente armó un verso alegre, de esos con que siempre lisonjeó: “conmuchocariñotesaludatíosimón…”. No más de 30 segundos. Eso fue todo.
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En una montaña al sur de Caracas, en una calle que se llama como él, viven Simón y su esposa, Betty García Urbano. Ahí es donde está el hombre. Es ahí donde está todo el tiempo desde hace más de dos años. “Simón tiene su día cronometrado. Él mismo hizo una programación de su vida. Sale muy poco de la casa, y si me dices que vienes hay que sacarle un tiempo, porque no le gusta que le trastoquen la rutina. Se despierta a las ocho. Va al baño, se lava la cara y se moja la cabeza, como ha hecho toda la vida. Recoge todos los periódicos para irse a la hamaca de la terraza. No sé para qué los lee todos, si dicen lo mismo. Antes de eso, viene a la cama, me da un beso y me dice ‘Amanecí chévere, me siento muy bien”, cuenta su esposa.
En los primeros cinco minutos de esta conversación, Betty recomendó la ensalada de berro fresco para acompañar las caraotas negras (“yo me tomo dos Festal antes”), confesó que se la pasa a dieta y que de noche le da muchísima hambre; dijo que su puddle Bonnie duerme desde hace once años en la misma cama con ella y Simón (“nada como el amor incondicional de un perro”); que su luna de miel fue en San Juan de los Morros, con plaga, calor, baños en ríos (“no nos dio bilharzia porque Dios es grande”) y mucho enamoramiento (“ Me mecía en una hamaca con él y era feliz. Cuando uno se enamora, eso es muy sabroso”).
Para Betty, su compañero de hoy es un Simón sublimado, casi vaporoso, de modos tan suaves como el seseo que dejan las maracas en el aire. “A veces se me arruga el corazón”, dice cuando recuerda las veces en que él se despierta de madrugada y le cuenta que sueña en colores y sobre un escenario y que es muy feliz y que ella es la mujer más hermosa del mundo. “Me dice todo eso de madrugada, muérete, chica”.
Después de pasar la mañana leyendo la prensa y haciendo crucigramas –no le gusta, ni le gustó nunca, leer las páginas de Política ni de Sucesos–, Simón sale de la hamaca a las doce y treinta, directo a almorzar con Betty en el comedor principal. Él tiene un menú serio: almuerza pollo deshuesado a la plancha, con arroz y plátano bien maduro al horno. Pócima de conservación: todos los días se come un plátano horneado a mediodía y otro en la noche. Además, Betty le sustituyó las carnes rojas por lentejas, frijoles y caraotas. “Él tiene un estómago de piedra, pero a los ochenta años ya le sube el colesterol”, explica la esposa y nutricionista ad hoc.
Que Simón ya no coma carne roja, desmanteló una de las tradiciones más celebradas de esa casa: las parrilladas hechas por él mismo a base de costillas de res. El músico español Joan Manuel Serrat era uno de los asiduos visitantes al hogar y también adicto a las costillas a la brasa. “Las mejores parrillas del mundo las hace el viejo. Las costillas más suaves del mundo. He visto argentinos vueltos locos con esa carne. Últimamente no ha hecho más parrilla”, dice Simón Jr, el mayor de los tres hijos de la pareja.
El cantante siempre fue muy cantante, muy artista, muy inquieto.
“Tenía una vida muy acelerada. Habría sido difícil para él no tener a una mujer que lo acompañara en todo. Yo lo celaba hasta del aire, pero él no me daba verdaderos motivos, porque siempre tuvo a su familia como prioridad”, es clara Betty. Ahora que el ritmo de su vida es como el de un bolero, Simón prefiere pasar las tardes jugando dominó. A veces lo hace con y contra Betty –“Yo he aprendido, pero él casi siempre me gana. Es una fiera”–; otras, con amigos y compadres; y en ocasiones, con Mauricio, un trabajador de la casa. “Los panas de mi viejo lo visitan para jugar”, dice Simón Jr. La pareja de esposos nunca está sola: los empleados del servicio se turnan para hacerles siempre compañía y los hijos –a Bettsimar y Simón Jr. se suma Juan Bautista– cumplen el mandamiento de honrarlos algunos mediodías durante la semana y, siempre, sábados y domingos.
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Hace años que Roberto Rodríguez no ve a Simón. No ve al de carne y hueso, porque al calvo de la fotografía lo ve todos los días: tiene en el espejo de su barbería Grecos, en Sabana Grande, una imagen de los dos, en plena faena de afeites. Rodríguez es el barbero de Simón desde 1965. Lo conoció en la barbería Adriática, que era donde acicalaban a los más famosos artistas de la televisión. Cuando comenzó a cortarle el pelo, el músico podía darse el lujo de peinarse de lado porque le quedaba algo de cabellera. “Yo siempre le decía: ‘Te queda poco pelo, Simón. Te estás poniendo viejo”.
Rodríguez –un canario con buena pelambre y edad sin precisión en la mirada– tiene una colección de caricaturas de él, su socio y su hijo, dibujadas todas por Simón. También guarda en una bolsa fotografías y papeles que certifican no sólo su relación con Simón, sino con otro de sus célebres clientes de muy acreditada alopecia: Carlos Andrés Pérez. Del ex presidente no sólo era barbero, sino encargado del vestuario, por lo que viajó con Pérez por buena parte del mundo. En una ocasión, Simón fue invitado por el entonces mandatario a un viaje oficial a México. En la capital mexicana terminaron una noche en el salón de la casa de Cantinflas: Simón, Pérez, su homólogo mexicano Luis Echeverría y las esposas respectivas. Una escena de película que ya habría querido Buñuel.
“Cuando llegaba a la barbería, abría la puerta y decía: ‘Aquí está Tío Simón’. Nunca lo vi molesto, siempre sacaba un chiste de todo”, recuerda Rodríguez. Estaba claro que el que se plantaba bajo el marco era el hombre de televisión, el comediante, el personaje. Era el Tío, no Simón.
“Le encanta compartir, pero es de poco hablar; es un gran observador. Le gusta pasar horas introvertido, dibujando, pintando óleos en un taller que tiene en la casa, haciendo pasatiempos o leyendo. Es muy amigo de sí mismo. Es un hombre de contemplación y no de especulaciones intelectuales”, explica Bettsimar la intimidad del luminoso Tío.
A mediados de los años ochenta, Simón Díaz –quien ya era un reconocido humorista, cantante, compositor y animador de televisión– se convirtió para siempre en Tío Simón, y el resto del país en sus sobrinos. Para ese momento había conducido programas de éxito como La Quinta de Simón y Reina por un Día, pero la escena del hombre sabio y bueno rodeado de niños curiosos fue la que mejor caló en varias generaciones. De hecho, Simón es objeto de estudio en los textos escolares de cuarto grado de educación primaria.
Óscar Serfatty es el responsable de casi todo. En 1981, el productor musical creó –junto con Amador Bendayán– el Festival Infantil de la Canción, en Venevisión. De allí salió Chusmita, quien haría una yunta inseparable con Simón hasta que le creció el bigote. “Estando en la compañía Discos Top Hits, contraté a Simón para grabar en exclusiva. Como había hecho el festival, se me ocurrió que hiciera una canción para Chusmita. Estaba muy ocupado y no me la hacía, hasta que le di un ultimátum. Le expliqué la idea y le gustó”, recuerda Serfatty, quien fue productor ejecutivo y musical de Contesta por Tío Simón.
La idea era poner a Chusmita a preguntar y a Simón a responder. Así nació Contesta por Tío Simón, la cuña de Maltín Polar con la que recorrieron medio país, y también Contesta por Tío Simón, el programa del canal ocho, que duró desde 1986 hasta 1994. Hace más de veinte años, entonces, se perfiló el álter ego luminoso y carismático de ser sencillo, el hombre de la sabana que habló con las garzas y los alcaravanes.
“La gente no lo ha analizado, pero no hay otro artista en el mundo que guste a los adultos y a los niños por igual como Simón. En el canal ocho, de donde lo botó Maripili en el 2000, no se han dado cuenta de que Simón es el personaje más importante que tenemos ahora en Venezuela. Mucho más que Chávez”, asegura Serfatty. Bettsimar apenas se detiene en el hecho: “No creo que no le haya dolido, pero mi papá cree en la vida, en el pueblo, en la naturaleza como una fuerza que siempre busca lo bueno, el equilibrio”.
Serfatty lamenta la poca exposición de Simón. “Es un humorista nato, de primera línea, el mejor que ha existido en el país. Siempre fue conversador, pero últimamente lo tienen en su casa, jugando dominó. Él tiene unos problemas de asma, de la que siempre ha sufrido, y se ha olvidado de algunas cosas. No lo he visto últimamente”.
Ciertamente, Simón se nebuliza a diario, a las tres y treinta pm, para maniobrar con un asma que lo sofoca desde niño.
Hace como tres años dejó Venezuela, Coplas y Canciones, el último programa de radio que hizo, que se transmitía en Radio Nacional de Venezuela. Simón Jr. lo heredó durante un año y finalmente se acabó. “Hace unos años me dijo: ‘Hijo, yo voy a cosechar, me cansé de sembrar’. Por esa época también me comentó: ‘La musa no viene como antes’. Ya no está componiendo”, explica el hijo mayor.
A los setenta y ocho años apareció en Sábado Sensacional junto con Mayré Martínez, la recién nombrada Ídolo Pop latinoamericana; su hijo Simón Jr. al cuatro y Daniel Sarcos diciéndole “tío, tío”. “Yo no soy el mejor cantante del país, pero puedo decir que a mi edad, ayyy, papá”, bromeó antes de arrancar con “La vaca Mariposa”. Cantó perfectamente toda la pieza, con la misma voz de arrullo que tantas faenas ha custodiado, mientras Mayré confundía a los negritos con los pericos.
Durante la corta presentación en vivo habló dos veces sobre su edad. Nadie como él le ha cantado al paso de los años y, telurismos mediante, ha hecho protagonista en varias de sus canciones a la muerte en el llano. “Yo a veces le pregunto: ¿por qué se te olvidan cosas? Y él me dice: ‘Es natural, mi amor: la edad, el desgaste. Dios me ha dado una vejez bellísima. Cuando me muera, tengo todo arreglado con él, voy a ir a un sitio sin problemas’. Tiene arreglado hasta el día que se muera. Es muy organizado”, dice Betty.
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En 1994 y a la distancia. Así comenzó a ensayarse una fórmula de trabajo –con un claro guión de internacionalización– que reinventó la carrera musical de Simón Díaz hasta llegar al Grammy. Su hija Bettsimar –abogado, músico y locutora de voz despejada– estaba estudiando en Nueva York, y un día le hizo al padre una pregunta para la que él no tenía respuesta clara y por la que ella trastocaría su vida. “¿Cómo van las ventas de ‘Caballo viejo’?”, recuerda Bettsimar que le dijo. “Ni idea. Sé que a la canción le va bien”, recuerda que le contestó él. Entonces, sigue ella recordando, le propuso revisar el asunto y fue así como terminó involucrándose en la carrera del padre, recogió sus peroles y regresó a Venezuela.
Padre e hija trabajaron juntos hasta que Simón se bajó del caballo de la vida pública. Y, en la misma medida que su presencia fue desdibujándose de los medios de comunicación, se perfiló la de Bettsimar. “Ciertamente, ahora, a la distancia, me doy cuenta de que sí sacrifiqué algo de mis proyectos personales por trabajar con mi papá, pero en ese momento hacerlo era mi vida, era como un mandato muy importante. Yo aprendí de él como poeta, como músico, como sabio del escenario”, explica la hija.
Dando conciertos en liquiliqui, Simón recorrió Francia, Inglaterra, España, Polonia, Hungría, Irak, Estados Unidos, México, Panamá, Puerto Rico, Ecuador, Chile, Brasil, Cuba y Colombia. “Salir del país no era de sus cosas más queridas, pero creyó que era necesario hacerlo. Yo creo que más disfrutaba cantando en El Sombrero o en Calabozo que en el extranjero”, dice Bettsimar. Eso lo certifica Betty: “Con Simón recorrí toda Venezuela y en cada sitio nos recibía el pueblo entero”.
Podría afirmarse que todo el que tenga cultura musical reconoce la trayectoria de Simón. Por ejemplo, el músico y productor escosés David Byrne. Antes de su presentación de 2005 en Buenos Aires, dijo en una entrevista para el diario Clarín que la música en español que estaba escuchando en ese momento era la de Simón Díaz, “un gran cantautor venezolano”. Al año siguiente, Fito Páez, esta vez en La Nación de Argentina, dijo que lamentaba que la música latinoamericana se hubiera pasteurizado demasiado y completó con unas gotas de añoranza: “Vos escuchás las canciones de Agustín Lara, de Chabuca Granda, de Simón Díaz, los textos, las ideas, los arreglos… Cómo los tipos pensaban eso”. Devendra Banhart, el venezolano radicado en California, admirado por Karl Lagarfeld y novio de Natalie Portman, compra vinilos de colección de Simón por Internet: según le dijo a la revista Todo en Domingo, “Simón Díaz tiene una música narcótica, tengo que escucharlo todo el tiempo”.
Juanes lo dijo, y Juanes es chiquito pero sabe. Cuando dio la rueda de prensa previa al concierto en Caracas, declaró que Simón merecía el Grammy. Pero si él conoce cómo se maneja la trama de los premios, Bettsimar aún no. Ha sido reseñado que el colectivo Venezolanos en Hollywood recibió respaldo de José Luis Rodríguez, Emilio Estefan, María Conchita Alonso, Juan Luis Guerra, Ricardo Montaner, Fito Páez, Ilan Chester, el maestro José Antonio Abreu, Martirio y Plácido Domingo para postular al venezolano. Sin embargo, falta, en el rompecabezas de esfuerzos que se armó para lograr el premio, la identidad de la persona que puso el nombre de Simón sobre la mesa de los “gramofoneables” de 2008. Bettsimar va a ir a buscar ese dato a Miami, porque esta trama todavía no está completa.
Todo lo anterior, animado por el llamado de una música que apela a sentimientos ancestrales, complotó para que el Grammy honrara al llano venezolano. “Mi papá logró esto sin hacer lobby, sentado en su hamaca”, dice la hija.
“Muy bien, ¿qué hay que hacer? ¿Hay que ir hasta allá? Bueno, vamos”, dijo Simón cuando se enteró del premio, que se le entregaría en el Hobby Center for the Performing Arts, en Houston, el 12 de noviembre. “Lo del Grammy fue una alegría muy grande. Entre tantas condecoraciones que él ha recibido, esto es la consolidación de su carrera. Dios ha sido tan misericordioso que a los ochenta años recibió ese reconocimiento”, comenta Betty.
Fue, entonces, Simón de nuevo en un escenario, otra vez su voz, en vivo, sin versiones, sin que nadie conteste por él. “Estoy aquí con todos ustedes. Ustedes están oyendo con cariño y emoción a este viejito que se llama tío Simón”, dijo sobre la tarima. A su lado, siempre Betty. A ella le regaló el Grammy en pleno acto. La esposa se acercó al estrado y agradeció, llorando, en nombre de Venezuela. Esa noche, tal vez Augusto Salas, el chófer, vio a la pareja por televisión mientras la tonada del recuerdo seguía sonando.
Este texto fue el tema de portada de la décima edición impresa de la Revista Marcapasos, publicada en diciembre de 2008.