Detrás de la línea amarilla hay una mujer. Es joven, alta y se ve cansada. En su espalda carga un morral que no cierra. Su mano izquierda sujeta un envase vacío y una colchoneta, su mano derecha sostiene una mano mucho más pequeña, la de una niña de unos cinco años que hace un baile extraño y muestra una expresión de dolor:
–Mami, quiero hacer pipí.
–Claro que no, eso es mental. Todo está en tu cabeza, acuérdate que eso lo dijo el psicólogo.
–Pero mami, pipí.
–Aguanta que ya estamos en Plaza Venezuela, sólo nos faltan unas nueve estaciones más. Piensa en otra cosa. ¿Qué le vas a decir a tú tío cuando lo veas salir de la cárcel?
–Que me de plata.
–Ah, puej. ¿Cómo te va a dar plata si está pelando más que nosotras? Tienes que abrazarlo y decirle que lo extrañaste mucho. ¿Oíste?
–Mami, pipí –la niña aprieta con fuerzas sus piernas e intenta no moverse.
–¿Qué hacemos si llegamos a casa y no hay agua?
El metro llega y abre sus puertas. La mujer le dice a la niña que aguante y avance mientras le da la colchoneta y el envase vacío. Agarra el morral y lo aprieta contra su pecho, lo abraza y en su brazo izquierdo se puede leer uno de sus tatuajes: “Solo Dios puede juzgarme”.
*
Una gota de sudor le recorre la frente. Él –piel tostada, corte de moda, camisa a cuadros, bolso en la espalda y pantalones doblados en los tobillos– desliza lentamente sus manos desde el final del suéter gris hacia el apretado pantalón de flores rosadas que cubre los muslos de una muchacha de tez blanca y cabello marrón. Sus palmas rodean el cuello del joven, mientras sus dedos juegan con los pequeños túneles que adornan sus orejas. Se acaban de bajar del tren. Con la fuerza de quienes no llegan a los 21 años, se halan hacía sí. Pecho con pecho, se presionan. Y comienza la acción.
Allí, en medio del pasillo más concurrido del Metro de Caracas, en la entrada hacia la transferencia donde la gente choca y tropieza, ellos –con ímpetu joven y sin pudor– juntan sus bocas. Sus narices se rozan. Comenzó con un «piquito», una caricia sencilla, pero ahora es un «zampe», un «latazo», un beso más complejo. Sus labios se tocan, se oprimen el uno al otro. Ahí, a las 8:45 de la noche de un miércoles, donde los perdidos preguntan y donde los carteles señalan las direcciones, ellos se encuentran. No es hora pico, pero hay muchas personas para lo tarde que resulta ser la hora en una ciudad como ésta, una de las más violentas del mundo. A su alrededor, la gente corre.
Impacientes por llegar a sus destinos, las personas transitan a su lado: los ven de reojo y siguen de largo.
Para ellos, lo demás no existe. No les importa la estela de calor que dejan los cuerpos al pasar. No les importa que casi los empujen. No les importa que el aire acondicionado no funcione. Tampoco que detrás de sí ratones recorran los rieles. Ellos –ojos cerrados, cuerpos casi inmóviles y labios activos– siguen allí, detenidos en el tiempo intercambiando hasta 80 millones de bacterias. Transpiran. Se besan. Una, dos, tres y cuatro veces. Sus lenguas se prueban, se cruzan. Sus salivas se fusionan mientras sus labios superiores e inferiores se turnan para succionarse con pasión y con sonido. Sus manos no dejan de recorrerse. Hasta que se separan. Tras más de 30 segundos de mimos, se abrazan con fuerza.
Sin decirse nada, se limpian el sudor, dibujan unas sonrisas, luego se voltean y caminan en direcciones opuestas.