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I

Manipulado por Erre [1], ese mueble diseñado para el sexo oral que llaman “el potro” –forro imitación de de piel de vaca, asientos que se miran de frente, manijas a cada lado– pierde toda interpretación erótica. Aquí en la habitación cincuenta y siete, ese cacharro donde se pierde el juicio se ve ante ella como un simple objeto inanimado, un obstáculo que le impide cumplir con su deber: por eso lo levanta con una sola mano por las empuñaduras y lo rueda como si el mueble pesara toneladas y ella hubiera adquirido una súbita fuerza hercúlea, con una seriedad de ceño fruncido en el rostro.

Y una vez que lo aparta de su camino, toma la escoba y barre.

En poco más de dos horas, Erre terminará su turno. Es la camarera más antigua de este hotel de paso que cobra cuarenta mil bolívares por el rato de amor en habitación sencilla. El cincuenta y siete es el séptimo cuarto que asea. Si fuera viernes o sábado, a estas alturas habría limpiado quizás –y más de una vez– las cuarenta y nueve piezas del motel (numeradas desde el diez hasta el cincuenta y nueve), pero hoy es miércoles por la tarde y el ritmo de trabajo no es vertiginoso.

Por eso ha tenido tiempo para cambiar la ropa de las camas y las toallas de los baños aunque no parezcan sucias, y hasta para comenzar a restregar a fondo uno de los cuartos: a cada mucama de este motel le corresponde la limpieza en profundidad de diez habitaciones por semana y Erre completará hoy cinco con la suite del jacuzzi, la cincuenta y ocho. Tiene que terminar la cuota antes del viernes, “porque lo que es sábado y domingo hay demasiado trabajo”.

A primera vista la cincuenta y siete, la pieza con el potro, parece otra candidata para la limpieza profunda de la semana, pero no toca. Aun así, Erre la hará parecer reluciente. En instantes deshace lo que unos amantes acaban de desordenar: con la maestría del prestidigitador, convierte las sábanas aún tibias en una masa de tela blanca, abre la ventana para que la corriente disipe el tufo espeso a cigarrillo y alcohol y retira con los dedos los desperdicios de un empaque de condones dejados sobre el rellano del corcel amatorio.

Pronto la habitación olerá a concentrado de lavanda, porque Erre riega el detergente con presteza y, enseguida, con la escoba envuelta en un paño enjuagado en el lavamanos, echa hacia el rincón, junto a la puerta, los restos de la cópula.

La interrumpe el timbre del intercomunicador por el que la recepcionista suele avisar a las parejas que terminó su tiempo. Erre limpia el auricular con una de las toallas usadas en la habitación y responde con desgano, mientras mira al suelo:

–Dime.

Del otro lado se oye un murmullo y Erre responde sólo con cifras: cinco cinco, cinco ocho. Son los números de las habitaciones que terminó de limpiar hace minutos­ y que ya están disponibles para las parejas que aguardan en la taquilla.

Cuelga.

Hace de la toalla usada un trapo y recoge con ella las colillas del cenicero. Con once años en el oficio, ya sabe lo que es limpiar toda clase de fluidos, aun los más repulsivos. Pero no es sólo por eso que lo hace a mano desnuda: hace tiempo que la gerencia del motel no le da guantes a las mucamas, dice.

El interfono vuelve a interrumpirla y ella repite ese “dime” perezoso. Debe llevar dos cervezas a la pareja de la cinco nueve, le informa la recepcionista.

II

Erre es mulata, pequeña y fornida. Usa unos zarcillos rosa que resplandecen bajo su cabello crespo alisado con químicos y teñido de negro. El delineador de sus ojos hace pensar en los de Cleopatra.

Lleva puesta una bata a cuadros blancos y verde oscuro que llega hasta las rodillas de sus pantalones holgados. Las chancletas plásticas que usa para trabajar le quedan muy grandes y acentúan su andar de palmípedo: a unos amigos de su tío se las dieron en una promoción de McDonald’s y ellos se las cedieron a Erre. Si acelera el paso, como ahora, cuando se apura para buscar las cervezas del pedido en la nevera del lavandero, los dedos de sus pies se contraen, tratando de sujetarse a las chanclas gigantes.

Erre sale en seguida del lavandero como una malabarista, una jarra llena de hielo en una mano y una bandeja con tres vasos y dos latas en la otra.

Camina hacia la cincuenta y nueve y toca la puerta.

–¿Ya las canceló? –pregunta ella cuando abren y entrega el par de cervezas bajas en calorías.

–Sí –responde un hombre que apenas se deja ver–. Gracias.

Es el mismo joven de lentes oscuros y bolsa de chucherías en mano que tropezamos en la escalera hace un rato y que evitó mirar a Erre cuando le pasó cerca. Que procuró no mirar a nadie, como la mayoría de los clientes del motel.

III

La camarera regresa a la habitación cincuenta y siete para completar lo que dejó a medias. Termina de fregar el baño con el desinfectante que huele a lavanda, vierte un chorro en el WC, limpia el lavamanos con la toalla que en sus manos es un trapo, cambia las toallas por otras limpias.

Con el mismo paño, Erre se deshace de las huellas que un par de dedos dejaron al deslizarse por el espejo semicircular del espaldar de la cama. Sigue el rastro y roza así a la Eva en el Edén que está allí dibujada: los senos a medio cubrir con su propio cabello rubio, el pubis tapado con un triángulo pintado de marrón.

No se mira en ese espejo mientras lo limpia, no se mirará en los ciento ochenta grados de espejo que rodean el jacuzzi de la cincuenta y ocho cuando restriegue la porcelana, no se mira en espejo alguno de este motel, tan lleno de espejos, mientras está trabajando.

Friega en completo silencio, con profunda concentración. No canta, no tararea ninguna de las baladas románticas que escupen las cornetas del hilo musical.

Tiende la cama con sábanas limpias, con rigor de cuartel, sin un doblez fuera de sitio, las almohadas en línea recta. El sobrecama es un émulo de seda azul ajado por el tiempo y el uso.

El rellano del potro, sobre el que quizás reposaron, instantes atrás, unos pies descalzos, acaso unas nalgas desnudas, es ahora depositario temporal de la botella de whisky barato que venden en el motel, el empaque abierto de preservativo que Erre encontró sobre la mesa y todas las telas de esa habitación que ahora son despojos.

“A veces, usted sabe, una deja la misma toalla y la misma sábana si no están sucias, así se hayan usado. Sobre todo los fines de semana, que hay mucha gente y no hay mucha ropa”, aprovecha para explicar una parte de su oficio y su voz adquiere una inflexión pedagógica. En un motel como éste, el fin de semana comienza el jueves por el día y termina el domingo en el ocaso; la afluencia de clientes aumenta en forma considerable y se intensifica los dos últimos días. La carga de trabajo para las mucamas es tan alta que apenas tienen tiempo de ordenar los cuartos cuando los amantes los dejan libres. En esas condiciones, Erre usa sólo diez minutos para comer, en la cocina o en cualquier habitación, mientras la asea, y pasa la jornada subiendo y bajando las escaleras con bebidas para los clientes, botellas de detergente y escobas, palas y haraganes sujetados con los puños.

Ni pensar en la cuota de limpieza a fondo durante esos cuatro días. “Pero el jacuzzi sí se limpia cada vez que se usa”, salva Erre.

En su casa, la pieza que alquila con su marido –cocinero en un restaurante de Sabana Grande– en el barrio Agricultura de Petare, las reglas higiénicas no se relajan. “Yo cambio mi sábana dos veces a la semana”, sonríe Erre y muestra el diente prominente que le destaca los labios sobre la barbilla.

Sale y cierra la puerta. Lleva en el regazo los desechos del acto sexual reciente.

La cincuenta y siete está lista. Como si nadie la hubiera usado.

IV

“Aquí me voy a demorar más”, advierte Erre, parada en medio de la suite con jacuzzi de setenta mil bolívares, a la que toca el fregado en profundidad.

Sábanas fuera. Detergente líquido antiséptico regado por todo el suelo del cuarto y el baño, y al interior de la bañera redonda. La camarera cepilla el piso con la escoba y el agua jabonosa arrastra cabellos muertos, restos de papel de regalo, colillas de cigarrillo, empaques de golosinas y del jabón del hotel. Ella los saca fuera de la puerta.

Con una esponja cargada con detergente y cloro restriega las paredes de la ducha de arriba abajo, mientras deja correr el agua, y limpia la manguera que se usa para asear las partes íntimas.

Entra en el jacuzzi y frota sus bordes con la misma esponja. Usa otro cepillo para el fondo de la bañera, en cuclillas. Antes saca de allí una concha de pistacho. Llena la bañera hasta la mitad, la deja reposar. La vacía, la vuelve a llenar. Hará lo mismo otras dos veces.

Vuelve al suelo del cuarto y el baño. Restriega como si barriera el agua.

Con la toalla que usaron los amantes seca las paredes de la bañera y el lavamanos, después de enjuagar y exprimir la mopa en él.

Limpia el piso con la mopa. Dos veces.

Camina en puntas de pie para no deshacer el trabajo. Viste la cama buscando la perfección, como en las otras.

Vuelve al jacuzzi, ya casi seco, y con el limpiavidrios dibuja garabatos en los espejos. Seca.

Usa otra escoba para barrer restos de suciedad del piso y coletea por última vez.

Limpiar a fondo esta habitación le tomó a Erre cerca de treinta minutos.

V

Así habla Erre de sí misma, en tercera persona del femenino y del singular, como si se refiriera a una mujer extraña:

“Una casi no tiene tiempo para almorzar”.

“Claro que una se cansa, pero qué se le va a hacer”.

“Una no tiene nada que ver con el cliente”.

Ella –cincuenta años, diecisiete de casada en segundas nupcias, un hijo de veinte años, una niña de doce– gana quinientos doce mil bolívares mensuales (el salario mínimo) por ocho horas diarias de trabajo, de diez de la mañana a seis de la tarde. El martes es su día libre, los lunes hace la jornada matutina. Los fines de semana son para Erre días hábiles. No recibe bonos ni otro beneficio que el seguro social obligatorio. Le pagan en efectivo cada quincena.

“De gustarme esto, no. Pero una tiene que ganarse la vida. No estudié, este es mi trabajo y de eso mantengo a mis hijos”, comenta, y en su explicación hay una mezcla de dignidad y resignación.

Para Erre, no hay “nada anormal” en su oficio ni en el lugar en el que lo desempeña. “Aquí han venido compañeras a las que no les ha gustado porque esto es un hotel. Pero si una viene a trabajar, pues es a trabajar. La verdad es que una ni piensa en nada de eso, una no se está imaginando esas cosas –se refiere al sexo–. Entro, limpio y ya”, dice, atildada, con un afán por parecer muy educada en la pronunciación de las eses.

Pero a esta camarera le tomó por lo menos un año perder la vergüenza que sintió durante los primeros meses, cuando oía los gemidos desde los pasillos o cuando entraba al motel para comenzar su jornada.

“Los primeros días me daba pena al entrar, porque hay gente que se imagina que usted no viene a trabajar sino que viene a otra cosa. Pero un día un mismo cliente me dijo: ‘Mire, mujer, no le dé vergüenza así usted pase coleto, porque no se gana la vida como se la ganan las mujeres de la vida’. Y aquí vienen muchas de esas”.

VI

Diez escalones. El descanso. Cinco, seis, siete. El rellano. Diez, once, doce, trece. Otro descanso. Siete escalones más.

Es lo que Erre sube y baja desde la recepción hasta el segundo y último piso del hotel, y la mitad de eso de un piso a otro, y todo eso multiplicado por todas las veces que sea necesario. Ella trabaja en un motel sin ascensores.

Pero casi nunca va apurada, es más bien ceremoniosa. Quizás porque conoce bien el sitio, porque sabe de memoria los números de las habitaciones y su ubicación, porque está al tanto de los rincones y los atajos y siempre lleva consigo un mazo de llaves de todos los cuartos y los recorre como por instinto.

De la cincuenta y cuatro a la cuarenta para revisar –por petición de la recepcionista– que su compañera, mucho más joven y menos experimentada, haya hecho los arreglos correctos. De seguidas a la cuarenta y uno para hacer otra inspección, rehacer la cama y poner en el baño un rollo nuevo de papel higiénico.

De la cuarenta a la treinta y siete y luego a la cincuenta y cinco, en búsqueda del obrero del motel –que acaba de pintar las paredes de los pasillos, color melón mustio, sin mover de su sitio los afiches colgados de una mujer voluptuosa de bikini y un par de niños candorosos con globos de helio–, para pedirle que saque a un cliente de uno de los cuartos, porque expiró su tiempo y no quiere irse.

Después a la cuarenta y cuatro para darse cuenta de que esta habitación está recién abandonada, el televisor todavía encendido en el canal dos, y dejar la puerta abierta “para que se vayan los malos olores”.

Camino a la cuarenta y nueve, donde pasará revista, la mucama se topa con una pareja muy joven, quizás adolescente, que acaba de terminar lo que vino a hacer.

–¿Me das la llave, mamita, porfa? –pide Erre a la muchacha, que responde dejándole el llavero sobre el muro.

“Debe tener quince años”, murmura cuando ve irse a la joven. “Vienen prácticamente niños. Si les piden la cédula, no los dejan entrar. El hombre es el que pasa por recepción, deja a la muchacha en el carro y luego entran por detrás”, continúa, con la autoridad que le da su antigüedad en el oficio.

Tal vez piensa fugazmente en su hija preadolescente, que el próximo domingo hará la primera comunión en Maracay –donde estudia y vive con su hermano mayor y su abuela materna–, y quien también ha visitado este motel, pero para acompañar a su madre mientras trabaja.

Erre, su marido y sus dos hijos vivían antes en el barrio San Blas de Petare, en Caracas, pero decidieron irse a aquella ciudad, a hora y media en autobús, y comprar una casa, para evitar los peligros de la violencia callejera de la capital. Resultó difícil para la pareja encontrar trabajo, así que regresaron a Petare y dejaron a sus hijos estudiando en Maracay, bajo el cuidado de la abuela. Los lunes, Erre entra a su trabajo a las siete de la mañana y se va a las tres de la tarde para viajar hasta allá. Vuelve los miércoles muy temprano.

Cuando trae a su hija con ella al hotel, la deja durante toda la jornada en cualquier habitación disponible, le enciende el televisor y le hace prometer que no lo cambiará de estación, para que no se tope con las escenas del único canal porno que se ve desde los cuartos. Cierra la puerta con llave y se asoma cada tanto, inesperadamente, para comprobar que le ha obedecido. Almuerzan juntas en la habitación, y si el día no está tan apretado, Erre pasa más rato con su niña.

“No me ha dicho si ha escuchado cosas. Ella me pregunta por esto y yo le digo: ‘No, mamita, vienen las personas que están de viaje o que se van a operar y se quedan aquí”.

VII

Los adolescentes estaban en la cincuenta y tres. Erre repite la operación: deshace en instantes las ruinas del acto amatorio para levantar su propia obra en los siguientes minutos.

Mientras recoge del suelo restos de papel higiénico usado, encuentra un condón sin usar, intacto en su empaque, y lo echa en el bolsillo de su bata a cuadros. “Una lo agarra porque a veces algún cliente necesita uno solo. Una le avisa a la recepcionista que se lo consiguió y se lo venden a dos mil o tres mil bolívares, depende del preservativo”.

Al poco sale de la habitación y deja tras de sí otra pieza de apariencia reluciente con limpieza superficial.

En el recorrido por el pasillo se oye el sonido de una regadera, que sale de una ventanilla, y en segundo plano, un gemido largo, un grito, un ah sostenido.

Erre sigue su camino, imperturbable, como quien ve llover.

Y así de inalterable parece ser la relación de esta camarera con su propia intimidad, según cuenta. “Con mi esposo veo el sexo como un momento normal. A veces lo hacemos con la luz apagada, a veces no”.

La última y única vez que fue a un hotel con su esposo para hacer el amor fue “la noche de bodas, claro”, hace diecisiete años. “Era un hotel en El Marqués, un hotel familiar. Uno va a hoteles cuando se va de viaje. Nunca me imaginé limpiando uno como éste. Y así como lo veo, menos me provoca ir”.

Sobre sexo no conversa con sus hijos. “Usted sabe que en el colegio les hablan de todo eso”, dice. Ni siquiera ha tocado el tema con el varón, que ahora es un adulto. “Una vez me preguntó que por dónde nacían los bebés, entonces le compré un libro donde salía todo y se lo di. Me da como pena ponerme a explicar esas cosas”.

VIII

Va ya a soltar los aperos de la limpieza, su turno termina. Pero antes Erre tiene que hacer un inventario del día. Son las seis y cinco.

En el cuarto de la lencería agrupa todas las sábanas y toallas sucias que sacó de las habitaciones; tiene que contarlas. Extiende una primera en el suelo y sobre ella amontona las que enumera mentalmente, blancas, no muy sucias a simple vista, todas iguales, a excepción de la que tiene la huella de un zapato, otra que deja caer un nuevo preservativo sin uso y una más que suelta cenizas. Cuando termina el conteo, amarra las telas con la sábana que sirvió de base y hace un bulto. Lo arrastra por el pasillo con una sola mano.

Regresa al cuartucho y hace lo mismo con las toallas, mojadas, curtidas –trapos– y luego con las fundas de las almohadas.

Lanza los bultos por las escaleras alfombradas y con ellos, uno por uno, atraviesa la recepción. Ve pasar una pareja, llave de habitación en mano, que viste el mismo uniforme de oficina. Cruza miradas con la recepcionista, sentada detrás de un vidrio, y se detiene en el cuarto del servicio, que es también una cocina. Allí está su ropa, colgada, impecable, allí están su cartera y su lonchera, allí está su único espacio semiprivado en el trabajo.

Treinta y seis sábanas, treinta y seis fundas y cuarenta y seis toallas sucias y reemplazadas por otras limpias. En una hoja formateada como tabla, Erre anota esas cifras y la hora aproximada en que limpió cada una de las trece habitaciones de la jornada. Un día regular.

“Cansada, cansada”, alcanzo a escuchar a Franco de Vita en el hilo musical que también se escucha aquí, tan cerca del estacionamiento.

La camarera aprovecha que la pieza de enfrente está desocupada: va a usarla como su propio vestier, hoy no se va a cambiar la ropa en ese baño minúsculo y va a poder ducharse. Abre la puerta, regula la luz, deja sus pertenencias sobre la cama. Hace suya esa habitación, la diez. Cierra la puerta.

“Qué lástima, pero adiós. Me despido de ti y me voy”, canta ahora Julieta Venegas.

Erre demora exactamente once minutos y sale, elegante. Usa un conjunto gris de blusa y pantalón de poliéster, con bordados en el pecho. El maquillaje retocado en los ojos, los labios brillantes, el cabello impecable, los mismos zarcillos. Huele a crema hidratante. En el cuarto de servicio se calza unas sandalias negras de tacón alto y talón descubierto. También le van grandes. “No compro los zapatos justos porque tengo los dedos chiquitos fracturados; uno por una caída y el otro me lo agarré con una puerta“.

Antes de salir, pide en la recepción un adelanto de veinte mil bolívares de su sueldo, cuatro billetes de cinco mil que quedarán registrados en un vale con su firma.

Un hombre de aspecto candoroso espera por su cita al pie de la escalera, mientras sostiene un ramo de rosas frescas. Dice en voz alta que no aparece esa mujer, que va a tratar de localizarla por el celular. Erre no lo mira.

IX

Antes de tomar el metro en dirección a Petare, Erre echa un vistazo a las tiendas de Chacaíto, porquebusca para su hija el traje de primera comunión para el próximo domingo, un vestido con tirantes, nada muy pomposo, tampoco demasiado sencillo. Discreto, eso sí, porque no le gustaría ver a su niña de doce años con escotes, afirma mientras mira las vitrinas.

“Ella es como una niña todavía. No me gusta vestirla con blusitas pegaditas y escotaditas, ni que se maquille. O será que yo soy anticuada, no sé. Entonces a ella le gusta su ropa normal, le gusta su blusita de tirantes, pero no estar mostrándolo todo”, comenta, ya en la cuarta boutique que visita.

Al fin y al cabo, le transmite a su hija sus propios valores. Erre quiere que su hija conserve la virginidad hasta el matrimonio, como ella.

Decide irse a casa, no encuentra el vestido que busca. Se dirige hacia el metro, se pierde entre la muchedumbre que desciende a la estación. Cuando llegue a Petare, caminará hacia la redoma, tomará el rústico colectivo que sale desde la parada de la farmacia y que sube al barrio. Bajará en la primera entrada, y llegará a su casa por el callejón, con suerte, antes de las ocho. Hará la cena para ella y su marido. Mañana estará de pie a las seis para prepararle el desayuno a su esposo; saldrá más temprano que de costumbre para buscar el vestido de su hija en Sabana Grande y llegar a tiempo, a las diez, a su trabajo.

Y entrará al motel sin vergüenza alguna.

 


[1] La verdadera identidad de la mucama está en reserva. Usamos sólo la inicial de su primer nombre para protegerla.

Texto presentado para el taller “El pulso y el alma de la crónica”, auspiciado por la Cigarrera Bigott y  dictado por Alberto Salcedo Ramos. Elaborado en junio de 2006, publicado en marzo de 2007.