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Boca del metro en La Bandera, zona popular, obrera, al suroeste de Caracas: el sur del sur de los sures de esta petrolera capital suramericana. ¿Sudaca? Sudada.

Un río de sudores humanos se desgaja cuesta abajo en la explanada que se desprende hacia el otro y breve lado del valle. El sol es feroz; la acera, avara hasta el milímetro. La calzada se la disputan motos, carros, autobuses, corneteos: esa otra ferocidad que suele ser la urbe. Se avanza al voleo, a los saltos entre puestos de fritangas y basura, entre cemento y asfalto y basura, entre ventas de agua mineral y basura. Lleve su agua, su pincho, su estreptococo. La muchedumbre. La masa.

Extraño: nadie empuja.

Al poco, la calle se ensancha y cabemos ya todos: la basura, las fritangas, el agua mineral, los peatones, la basura. Y ahora, además, la profusa oferta de camisetas, gorras, cintas, colgachos varios. Un motorizado discute el precio de la visera con la imagen de Chávez al centro, Evo y Fidel a los lados. Las hay con el rostro del Che, tricolores con las ocho estrellas, verde olivo con escudo nacional, negras con estrella roja, rojas con puño, rojas con la palabra Venezuela, rojas con Venceremos, rojas con No volverán, rojas con Hasta siempre Comandante, rojas con las consignas más recientes y aun otras que el tiempo olvida. Sin estampados, la única opción es roja. También la más barata. El sol es una fiera.

Calzada y acera cruzan, en son de puente, los vestigios del río El Valle, cuyo caudal se jactaba ochenta años atrás de atravesar a brazada limpia el muy mozo entonces Eduardo Gallegos Mancera, sin todavía saber que en sus márgenes habría de bracear más duro, por seis décadas largas, como médico de pobres y comunista tenaz, para evadir dictaduras y democráticas digepoles y salvar vidas y sembrar un futuro de patria.

El ahora tímido río El Valle. Tímido hasta en su pestilencia de citadina cloaca, en su olvidado nombre. Eso: preguntas, y nadie sabe: ¿río El Valle? ¿Río? ¿Por aquí? ¿Está seguro? Y tan reseñado apenas diez años atrás –enero 3, 2003–, cuando cierta prensa, ciertos periodistas, informaron de tiroteos entre dos manifestaciones opuestas en los que hordas chavistas dejaron, curiosamente, un saldo de 2 muertos, 6 u 8 heridos de bala, cerca de 30 lesionados y más de 70 personas con diversos grados de asfixia por causa de los gases lacrimógenos. Curiosamente, porque los muertos, los heridos, fueron todos chavistas.

Pero lo raro ahora, hoy, con esta muchedumbre, esta masa, es otra cosa distinta al olvido de los cursos de agua o de las curiosidades periodísticas: nadie empuja. Todo mundo tiene prisa y nadie empuja.

Qué rara esta Caracas.

*

Paseo Los Próceres. Dos kilómetros de jardines, caminerías, fuentes, espejos de agua, barrocos adornamientos, monumentalidad pura. Al fondo, cuatro bestiales paralelepípedos: dos verticales, mármol travertino, dos horizontales en mármol negro: 300 toneladas que habrían hecho la delicia de Miguel Ángel Buonarroti. Los pedestres bronces de Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, Rafael Urdaneta, Santiago Mariño, Francisco de Miranda, José Antonio Páez, Manuel Piar, José Félix Ribas, Luis Brión, Juan Bautista Arismendi y José Francisco Bermúdez. En la piedra, los nombres tallados de un centenar de héroes más. El tributo de Venezuela a los forjadores de la independencia.

Pero falta mucho para llegar allí. Falta todavía más para llegar a la Academia Militar, donde hoy, viernes 8, en este preciso momento, una treintena de jefes de Estado, 50 y tantas delegaciones oficiales, dos centenares y más de líderes políticos, han llegado de cuatro continentes para rendir otra clase de tributo, el de la despedida última, al Presidente de un país tan perdido en el globo como esta Venezuela. (Pequeña Venecia, llamóla Américo Vespucio. Sí: pequeña. No vamos ahora a discutir con don Amerigo)

Está Lula entre ellos. Luiz Inácio Lula da Silva, ex presidente de Brasil, quien ya antes de llegar puso en palabra y tinta, ayer, los afectos que aquí lo traen. “Chávez –dijo Lula en artículo reproducido por diversos periódicos del planeta– sabía que las razones para estar en el Gobierno eran hacer que el pueblo de Venezuela se sintiese orgulloso…”.

Orgulloso. ¿Orgulloso, Lula?

*

Los primeros 30-50 metros de Los Próceres son peor. Ya: al tope de ese metraje han cerrado el paso a vehículos; la calzada es estacionamiento, las motos crepitan como el mismo odioso sol. Los tarantines cumplen el milagro de la multiplicación de los peces: más camisetas, más gorras, más fotos, más empanadas. Más música, más decibeles. Más, pero mucha más basura. Agua mineral ya no se vende: la reparten, gratuitamente, en camiones de la Alcaldía.  Se avanza al tanteo: no me pises, no te piso.

Y el sol, dios. El sol no ayuda. En apenas tres semanas de estación seca pura y dura, se ha comido el pasto, la grama de los jardines. Más la gente, claro: es difícil que dos millones de personas dejen aquí en dos días sus pisadas sin hacerlo todo polvo.

Polvo, botellas plásticas, papeles, basura. ¿A qué se refiere Lula cuando habla de orgullo?

*

Caminería. Caminería derecha. No hace falta preguntar, porque a pocos pasos comienza la cola.

–Madre gentamentazón, ¿no?

–Ja. Y no ha visto nada. Anoche llegaba hasta La Bandera.

–¿Y tarda uno mucho en llegar a la Academia?

–Más o menos. Seis o siete horas.

–Guaoooo.

–Pero no se vaya, señor. Mire que ya terminó el acto protocolar, está empezando a avanzar.

–Sí, sí, doy un vistacito y vuelvo.

Un vistazo. Los periodistas hacemos eso, ¿no? Damos vistazos. Si se trata de ser serios, vemos, observamos, escudriñamos. Y anotamos, cierto. Anotamos y grabamos profusamente. Y si queremos ser buenos, entonces además olemos, palpamos, degustamos. A veces también oímos. A veces.

*

El centro de la calle, el circuito que bordea la fuente, es tanto más gentil: se puede mirarlo todo sin apretujones. Sin más sudor que el propio, y no demasiado: la gorra habrá sido barata, pero protege. Y cada tres pasos te regalan una botella de agua, un pote de jugo, una naranja. Cualquiera podría llevarse suficiente para abastecer una bodeguita. Si te hace falta, te tiendes en las camillas de los bomberos y hasta viene una enfermera a verte.

Pero hay que mirar. Y hay qué mirar.

En el año 1998, el primer gran mitin de Chávez en Caracas fue el del cierre de campaña. Se aventuró con la Avenida Bolívar, reto entonces de audaces, y la llenó de punta a cabo. Fue un asombro (y la certeza de que ganaría esa su primera elección), pero el asombro verdadero, el estupor, fue la gente que allí estaba. El tipo de gente: una que podías ver apenas salías de “la ciudad” –del invisible gueto de la ciudadanía–, apenas te adentrabas en la ranchería de Carapita o subías a Roca Tarpeya o te volvías loco y entrabas en Cartanal. Pero jamás en un acto político. O digámoslo de manera más gentil, ya que al medio de la calzada andamos: nunca, grupalmente nunca, ni aun entre estudiantes, ni aun entre los más revoltosos estudiantes de años sesenta para acá.

El negrerío. La Venezuela oscura. Más carbón, más chocolate, más café, más café con leche, más ya casi “trigueña” (ahhh, qué palabrita linda inventamos los venezolanos), pero de nariz gruesa, de facciones duras, de pelo cerrero o rebelde siquiera, de cuerpo duro y endurecido, de ropaje tan decididamente otro: esa no-Venezuela que te asustaba si te la topabas de noche en una calle. Esa que no te acompañaba ni en los cines.

Y te asustabas, eh. Te asustabas.

*

Al centro de la calzada y a sus lados, hoy, viernes 8, quince años después, paseo de Los Próceres, la Venezuela morena. Hernán Méndez Castellano, otro médico y comunista, creador de Fundacredesa, habría dicho claro, mijo, si eso somos los venezolanos, un solo y mismo ADN –mírate estos laboratorios, estos 17 años de rigurosos estudios–, de Barlovento a Santiago de Los Caballeros de Mérida, del blanco leche a la caoba: la misma mismísima sangre. Eso del azul déjaselo a los pendejos borbones.

Predominan este viernes en la calzada y sus derredores la caoba y sus mil gradaciones. La blanquitud es la viceversa de la peca: el vitiligo, el ocasional albinismo. Pero no desentonas, eh. Nadie se fija. Tú tampoco.

Seis haitianos –cinco ellos, una ella, azabache relucido todos– cantan en creole o en patuá. Imposible saber qué. Las cintas o badanas dicen en la sien: Chávez soy yo. Un chamo con un perro –o más bien: tremendo y precioso husky siberiano con un chamo al otro extremo de la cadena– los interrumpe para comprarles un helado. Pasa rauda entre ellos, sobre patines, rulos salvajes, una morenaza de infarto.

El miedo existe, eh. La otredad. No hay que olvidarlo, no hay que ser ingenuos: vete de catire fino y husky a Caucagüita, ve de pelo chicha y bermuda a Prados del Este, y lo sabes.

Pero aquí no está. No está aquí en ninguna parte. No está. Para nadie.

*

Al centro de la calzada, ese señor está allí parado y sin más. Sin más que su cansancio de setenta y dele de años y el gran letrero que porta a guisa de estandarte:

Que mi Dios Todopoderoso

haya guardado para ti

el lugar más lindo y hermoso

que pueda haber en el cielo.

–Señor, ¿y usted ya entró?

–Tempranito. Pero no me quiero ir.

Para sorpresa de quien ha leído periódicos durante los últimos 70 días y tanto ha sabido de misas, de oraciones, de Betanias y otras tallas, y aun de babalaos y chamanes y otros tantos respetables evangelios, este señor y su estandarte son las únicas manifestaciones de religiosidad que hoy, viernes 8, post meridiam, cabe ver en la calzada y en el paseo todo. De religiosidad eclesiástica, al menos: ni la sombra de estampitas, de salmos, de padrenuestroqueestásenloscielos.

Porque la comunión, la comunión, se sabe, es otra cosa.

*

Aquí, calzada y caminería, centro y borde y jardín y espejo de agua y gente llana y militar y policía, todo es Caribe. Ana karina rote, etnias aparte: es de una cierta manera de ser que ahora hablamos.

La memoria busca, indaga, hurga: ¿dónde y cuándo pudo haber otro funeral de esta magnitud?

¿El de Lenin, 1924? ¿El de Roosevelt, 1945?¿El de Stalin, 1953? ¿El de Churchill, 1965? ¿El de Perón, 1974? ¿El de Juan Pablo II, 2005? ¿Kim Il Sung, 1994? Se engalanaron las calles de Moscú, qué duda cabe. Las de Washington, las de Londres. Se llenaron de dignatarios las de Roma. Las de Pyongyang… bueno, Pyongyang es otra historia. A dios gracias.

¿Pero hubo antes algún funeral así –este es el tema–, a la vez tan profuso en tributos extranjeros, tan multitudinario en pueblo, y, válgame dios, tan endemoniadamente despreocupado de protocolos, tan caribemente ajeno a solemnidades?

Allá adentro de la Academia Militar, muestran todavía las pantallas, fueron el “Alma Llanera” y “Fiesta en Elorza” y el arpa y las maracas.

Acá, la gente habla, conversa, bosteza, aprovecha cualquier recodo distinto a tierra suelta para sentarse un rato, vuelve a hablar cuando termina el estruendo de la música.

¿Qué quieres decir, Lula, cuando hablas de orgullo?

*

Pie de acera, mitad de la calzada. El sol es ya francamente metalúrgico y uno olvida no sólo arpas y chúrchiles y pyongyanes sino periodismos también, y a duras penas asienta traseros en el reborde de concreto y suelta el maletín entre la basura y el charco y se saca la gorra y se enjuaga –es sólo un verbo– en la manga el sudor, y más de lamento que de saludo desgaja:

–Qué calor de los demonios, ¿no?

Y basta eso –caribes somos– para iniciar la conversa.

Y resulta que ella, piel curtida de tantos soles, de trabajo, de tesón, de hijos y de nietos, es justamente de allá, de San Félix, estado Bolívar, margen sur del Orinoco, la ciudad que el 11 de abril de 1817 le dio al general Manuel Piar la victoria sobre la Guayana y con eso, a Bolívar, el piso donde fundar dos años después otra vez la patria, ahora sí la Grande, Colombia la Grande, la que después desbarataron Páez y los ingleses. San Félix, Matanzas, Sidor: los altos hornos de la siderurgia: donde el hierro se funde en aceros.

Mimda Inegas, 53 años, hace cola desde las 10 de la mañana. Anoche se montó en su autobús –“de pasaje: a mí nadie me pagó el traslado”–, dormitó apenas los 700 kilómetros y las doce horas de camino y se vino a Los Próceres porque era aquí donde tenía que estar. Soltó las maletas donde unas amigas “y aquí estoy”.

–Cuando anunciaron que murió, yo puse mi pabellón a media asta. No es fácil hablar de Chávez. Chávez es todo, todo completo. Ese es un hombre de 20 puntos. Los demás no, a los demás tenemos que verlos, asegurarnos de que cumplan. Nosotros, el pueblo. Chávez, su palabra era ley: lo que decía, lo cumplía.  Se ganó un pueblo, y bien ganado. Ahora tenemos que hacer cumplir su voluntad: poner a Maduro ahí y asegurar que siga la revolución. Con Chávez se apagó una luz, pero queda una estrella que nos guiará.

Lleva franela roja y un orgullo recio: “No, yo no he recibido ningún beneficio personal del Gobierno ni de nadie”. Vive en una vivienda de alquiler. Y vaya que quisiera recibir un apartamento de la Gran Misión Vivienda –“no regalado: uno tiene que trabajar para ganarse lo que es de uno”–, pero “desde noviembre aprobaron los recursos para las viviendas de Villa Olímpica y todavía ni han tocado el terreno”.

Ningún beneficio. ¿Y qué hay de las políticas que benefician a tales o cuales sectores o a tantos o miles  o cientos de miles de venezolanos?

¿De qué orgullo hablas, Lula? ¿De éste?

*

Pies en la basura, maletín encharcado, libreta olvidada, uno procura desechar malos periodismos y oír. Oír.

–¿Vio que a la gente le reparten agua? –pregunta ella–. ¿Antes cuándo? Antes la única agua que una veía entre tanta gente así era la de la ballena: el chorrazo de agua que te lanzaba la policía.

Oswaldo Saracual, pareja de Inegas, tuvo el año pasado un fuerte dolor en el pecho. Fueron “a un CDI”, un centro de diagnóstico integral de la Misión Barrio Adentro. Un electrocardiograma determinó de inmediato que había un infarto en ciernes.

–Tres meses lo tuvieron en terapia intensiva. Tres meses los médicos cubanos ahí pegados al pie de su cama. Y ahí está ahora, vivito. ¿Cuándo antes, ah? ¿Cuándo uno iba a tener eso?

¿Y no era que “ningún beneficio”?

Pero no da tiempo de preguntar, porque Erika Guerra, 31 años, madre de tres niños, hija de Inegas, se desprende de su turno en la cola y viene a sumarse a la conversación.

–Hay gente que dice que el país se está cayendo y viaja tres veces al año al exterior y tiene tremendo carro y tremenda casa. Que el país está jodido. Jodida estoy yo, y no me quejo.

Erika Guerra vive con sus tres hijos (de 13, 10 y 7 años) en una habitación alquilada, y dice que acaba de renunciar a su trabajo, en una empresa privada, “porque a mí no me pisotea nadie”. Erika Guerra no puede negar su sangre: hay orgullo en su voz cuando añade, poco después, que nunca ha tenido beca ni está interesada en tenerla: “Lo mío es trabajar”.

–Mira, ese hombre está ahí (en la Academia Militar, en capilla ardiente) por nosotros. Nos enseñó lo más importante: a estar orgullosos de ser venezolanos. Y para estar orgulloso de algo, hay que amarlo. Ahora nos toca a nosotros seguir.

No llora: se le emocionan los ojos. Con fuerza, con brillo que se diría lágrima.

El hijo menor de Erika, el de siete, lector desde los cinco, llegó un día muy contento de clases:

–Mami, yo tengo derecho a la recreación.

–¿Ah, sí? ¿Y quién te dijo eso?

–La maestra. Hoy nos hablaron de los derechos de los niños.

–¿Y de los deberes no? Primero tienen que hablarles de sus deberes.

–No. Para que podamos cumplir nuestros deberes, primero tenemos que saber cuáles son nuestros derechos. De los deberes nos hablará mañana.

–Ahhhhhhhhh.

Lula.

*

Poco más allá de los descomunales mármoles de Los Próceres, vencido ya el sopor del sol, medio centenar de muchachos y muchachas del 23 de Enero llegan en piquete y al trote y entre banderas y consignas de grito colectivo al segundo puesto de control, donde se reordena la fila para avanzar, ya sin tumultos en derredor, hacia la Academia Militar.

Es zona fiera el 23. Tanto o más que el sol. En los años duros, la misma policía política, la Disip, se lo pensaba dos veces antes de entrar allí. Los muchachos del 23, por su parte, siempre entraron donde les dio la gana. A la fuerza del empuje. De O’Higgins olvidaron aquello de “por la razón” y ejercieron siempre el “por la fuerza”.

Los agentes de custodia los contienen, conversan: no pueden saltarse la cola. Las consignas, los gritos, reivindican lo que pareciera querer ser un derecho de paso, o quizá de corso: el revolucionario abolengo del 23.

Los guardias conversan, explican, alegan. Uno hasta extraña el rolazo, la peinilla. Pero no: se dialoga.

Los muchachos del 23 dan media vuelta. Aguerridos siempre, al trote, hacia el final de la cola.

*

Comienza a caer el sol y nadie ha asaltado los puestos donde se reparten jugos, a nadie se ve llevándose los sacos de naranjas. El único arremolinamiento es en torno a un camión que avanza, lento, y reparte, dios, sí: reparte libros. Uno: Unidad, lucha, batalla y victoria. Palabras del Presidente: 7, 8 y 9 de diciembre. Todos quieren un ejemplar.

Pero hasta el camión debe apartarse porque el estruendo es inequívoco: los motorizados han logrado que les den paso o se lo han abierto a la O’Higgins. Son cien, son doscientas, son quinientas motocicletas. ¿Mil? ¿Dos mil? La gente –las madres, los niños, los ancianos, los minusválidos– corre hacia los lados. El estruendo: el de los motores y el de las cornetas. El zigzagueo. La velocidad digamos suicida. Porque seguramente no hay intención franca de matar a nadie, sino de rendir un cierto homenaje muy al estilo de la grey.

–¿No hay quién les dé un planazo a esos desgraciados?

Lo grita un hombre muy serio y muy indignado y cien viseras concuerdan.

Aunque no es “desgraciados” la palabra que utiliza.

*

Cuesta arriba hacia La Bandera, de regreso al metro, dos camaradas del Partido Comunista vienen repartiendo una edición extraordinaria de Tribuna Popular, el semanario que fundó Gustavo Machado y dirigió más tarde Gallegos Mancera.

A mitad del siglo XIX (1848), los dos grandes forjadores del materialismo histórico, de la revolución socialista y comunista, llamaron revolución a la ruptura del modo de producción capitalista, a la abolición de la explotación del hombre por el hombre, a la instauración de una sociedad sin explotados ni explotadores. En Venezuela, por esos tiempos, se le daba ese nombre a cualquier revuelta de más de treinta peones.

Cuesta arriba hacia La Bandera, una chica que baja corta el hilo al pensamiento:

–Mi amor, regálame esa gorra.

Ya casi llego, ya casi al sol no le quedan metales, y es bella la sonrisa de la chica.

–Gracias, mi amor.

“No somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”, dijo Bolívar. Somos otra cosa. Y quizá, ante todo, otra estética. Eso, claro, no lo es todo, pero sin entenderlo así, sin captar los escenarios, el país es un enigma.

*

“Chávez sabía que las razones para estar en el Gobierno eran hacer que el pueblo de Venezuela se sintiese orgulloso, que pasase a tener derechos, trabajo, salud y la posibilidad de estudiar. Obviamente, enfrentó una oposición muy férrea, como todos la enfrentamos en América Latina. Todos los gobiernos progresistas se enfrentan a muchas adversidades. Pero creo que el paso del compañero Chávez por el Gobierno de Venezuela valió la pena. Valió la pena no sólo por las conquistas; valió la pena por el símbolo de lo que hizo en defensa de su país: recuperó la autoestima de un pueblo, de los niños, y provocó que su pueblo pasase a creer que Venezuela era mucho más grande de lo que las élites intentaron hacerles creer”.

Eso es, de lo que escribió Luiz Inácio Lula da Silva, tal vez lo más conmovedor.

Y tal vez acierta Lula, que no es marxista.