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Los habitué dicen que es la entrada del verano, los días largos y radiantes de solsticio recién llegado en junio, la libertad en el cuerpo que da la poca ropa. Es cierto, sí, en los países de cuatro estaciones, en los de inviernos rudos, oscuros y nevados, la llegada del sol que calienta en serio cambia los ánimos, los eleva.  Pero yo que venía de afuera pensé que nos llevábamos de maravilla, los neoyorkinos y yo, porque sí, porque nos entendíamos a un nivel profundo.

Iba con la cámara como toda guiri. Foto aquí, foto allá. De las limosinas. La madera desteñida del suelo del puente de Brooklyn. Las bocas de los túneles –de  ladrillo– de Central Park (después del saxofonista que con sus notas embrujó a dos niños menores de tres años). Un marciano dibujado en la calzada en la Cuarta Avenida. Las banderas de Puerto Rico y Estados Unidos enmarañadas en el Spanish Harlem. El agujero que lleva a los sótanos de los edificios que tienen en sus fachadas esas escaleras de emergencia que sirven para treparlos en las películas. Soy psíquica y te leo la mano. To Coney Island, One way, Don’t block the box o te multamos, Peatón, no cruces, Si vas por la izquierda, debes cruzar a la izquierda. La aguja del Empire State y dos niñas patinando de la mano frente al MET. Letreros en chino sin traducción muy cerca de la Pequeña Italia. Carritos de helado que son camiones de dibujos animados. La mujer casi en el medio de la vía que estira la mano, como acto reflejo, mientras mira su Iphone, para atajar el primer taxi amarillo que esté libre. Vinilos de Ray Coniff y libros de segunda mano en la entrada de Strands. Un mimo con nombre de perla y traje de ángel en la estación de Union Square. Y las luces que sólo son posibles en las noches de esa ciudad.

Digo que es que nos llevábamos bien naturalmente los neoyorquinos y yo, como de toda la vida, porque así, de la nada, cinco personas en tres momentos y sitios distintos me pidieron lo mismo: Tómame una foto. Incluso con el honey como apostilla.

Primero fueron ellos, en la 23. Los que quedaron registrados en la imagen número treinta y ocho. La foto quedó borrosa porque llegaba la noche de verano y no supe cómo manejar el tema de la luz. Se abrazaron –posaron–, click.

El domingo al mediodía, el día del desfile que celebraba a Puerto Rico, fue él, motorizado por discapacidad. Iba por una acera de la Lexington, por East Harlem, una bombona de oxígeno bañando sus pulmones desde la nariz –un enfisema–, Kenny por Keneth, su nombre completo. Una crineja surcándole el cráneo de este a oeste, Michael Jackson inmortal en su radio portátil. Que extraña al rey del pop, me dijo, que era un buen muchacho, que se fue muy rápido . “Stay safe today”, se despidió, después de la foto y la conversa.

Más tarde, fueron ellos dos, en castellano puertorro, en Central Park con los restos del desfile. Piropos caribe y agua gratis.

Así que el día que iba a llegar a Brooklyn por su kilómetro y tanto de puente, no quise perder lo que ya se me hacía costumbre, esa conexión íntima que ya teníamos los neoyorquinos y yo. Me tocó entonces pedírselo a los recién desposados –¿o a punto de desposarse?–, vestidos para la ocasión, que posaban para las imágenes oficiales de la boda con el monumento colgante de fondo. May I take you a picture?, les pregunté.

Dijeron que sí, dijeron cheese.