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A la memoria de Chen Min Juan

No fue su culpa, pero tampoco la mía. El punto es que nos conocimos de una manera estrellada: salgo de la mini tienda de una de las tantas callejuelas de Yanchang Lu, en la cual antes solía comprar el té con leche de la semana, los huevos, el agua mineral y una botella de soya. Llevo par de bolsas en ambas manos. Antes de cruzar la vía siempre miro a los lados, porque en Shanghai hacer el papel de peatón es peligroso, ya que nadie respeta las leyes de tránsito: ni quienes manejan vehículos automotores o velocípedos, ni quienes andan a pie. Como observo que no vienen carros, decido cruzar la calle relajado. De repente, como de la nada, aparece Chen Min Juan, montada en una bicicleta destartalada, y me atropella.

Se rompen los huevos y la botella de soya. Ella se cae de la bicicleta y a mí, como de costumbre, no me pasa nada. De inmediato, la ayudo a levantarse del piso. Ella se disculpa con una cadena interminable de palabras en shanghainés. No entiendo lo que dice, ya que yo estudio putonghua (mandarín estándar), pero por su expresión de preocupación y vergüenza supongo que se está excusando. Le digo que no hay problema y le explico además que entiendo muy poco el dialecto de la ciudad. Ella recoge su Ipod, el cual también cayó al piso, y yo levanto lo que queda de mi compra. Mete la mano en su cartera (una perfecta imitación de Dolce Gabbana, color verde), y me dice –ahora en putonghua– que me quiere pagar por los daños. Le digo que no es necesario. Ella insiste, pero yo le propongo que mejor seamos amigos, que me ayude a practicar el idioma y, si dispone de algún tiempo libre, me enseñe la verdadera cara de la ciudad. Agrego que soy estudiante de chino. Ella entonces acepta y se ríe, no por lo que nos pasó, sino por lo fatal de mi pronunciación. Nos damos la mano y me confiesa, con las mejillas ruborizadas por la pena, que es la primera vez que atropella a alguien.

Intercambiamos los números de teléfono y empezamos nuestra amistad en noviembre de 2006. Para esa fecha ella tiene recién cumplidos veintiséis años. Con Chen Min Juan empiezo a probar verdadera comida china, aunque confieso que aún no tengo el coraje ni el estomago necesarios para comer platos que un occidental podría considerar raros, tipo carne de rana, cocodrilo o burro, culebras o, en el último de los casos, perro. Pero sí baozi (panecillos rellenos de carne o vegetales), qingcai (vegetales), suanlatang (sopa), qiezibao (berenjenas con cerdo), gong bao ji ding (pollo), el verdadero dan chaofan y otras delicias de la cocina tradicional china, a veces picante, otras veces con un toque dulzón y, eso sí, mucho aceite.

“El té que me gusta se llama wulongcha”, me dijo una vez Chen Min Juan. Lo probé de inmediato y la sensación en el paladar fue maravillosa: al principio amargo, pero pasados unos segundos, extrañamente dulce. Me volví adicto a este tipo de té en apenas semanas, y aunque su precio no es barato, si se compara con otros de los cientos de variedades que hay en China, vale la pena comprarlo y beberlo. Buena parte de los chinos habitualmente beben té y suelen tener a mano un pequeño beizi (o termo). Porque aquí el té es como agua sagrada.

Cada fin de semana (pasado un tiempo después de nuestro venturoso accidente) me acostumbré a recorrer las calles de la ciudad de la mano de Chen Min Juan. Ella fue como mi Beatriz en el paraíso de Shanghai. A veces a pie, otras en bicicleta, autobús o metro. Y encontré que la ciudad, así como otras urbes de la China de mil doscientos sesenta y nueve millones de habitantes, se retrata a partir de evidentes y muy marcados contrastes. Por una parte se encuentra Pudong, la zona de los grandes rascacielos (entre ellos la Torre Jin Mao, la Perla de Oriente y el ya casi terminado Shanghai World Financial Center), con sus largas y lujosas avenidas en las que transitan los Porsche, Maserati y Mercedes Benz, y sus elegantes zonas con enormes centros comerciales, en los cuales se puede observar a miles de blanquecinas y delgaditas chinas vestidas con piezas o accesorios Louis Vuitton, Gucci o Christian Dior.

Pero también se hallan en la ciudad espacios de arquitectura tradicional, como el caso de los bellos bazares y jardines de Yu Yuan Garden (con baratijas y productos del mercado tradicional chino: jarrones, teteras, piezas de seda, estatuas de Buda, jade, objetos decorativos y té, mucho té); los cada vez más extintos hutongs (vecindarios de muy pequeñas casas de dos pisos); miles de chinos que pedalean bicicletas en todas direcciones, a todas horas del día; hombres que escupen por doquier en las aceras; viejos jugando mahjong en las calles (sobre todo en primavera y verano); en fin, una amplia gama bipolar de imágenes que hacen de Shanghai una interesante ciudad de seis mil trescientos cuarenta kilómetros cuadrados y alrededor de dieciocho millones de habitantes. Chen Min Juan me confesó que, de las dos caras de su urbe natal, prefería la nueva Shanghai, coloridamente fashion, variopinta en su imaginario y con el aire propio de una ciudad del futuro.

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Chen Min Juan trabajaba como vendedora en uno de los locales del mall Hong Kong Plaza, ubicado en Huai Hai Lu, con cuatro pisos en los que se puede adquirir todo tipo de objetos electrónicos, desde computadoras portátiles, teléfonos y televisores, pasando por cámaras y Ipod, hasta equipos GPS y toda suerte de videojuegos. Comprar allí me resultó en las primeras veces una tarea difícil, debido a que hay demasiados objetos, muchos precios, muchos compradores recreando el arte del regateo, y muchos chinos tratando de convencerte –todos al mismo tiempo– de que compres en su tienda. Muchos extranjeros de todas partes del mundo llegan al Hong Kong Plaza a comprar de todo. Allí, en una tarde cualquiera, el acto de regatear es interpretado magistralmente –una y otra vez– por vendedores y compradores, algunos de los cuales hablan entre sí en inglés, italiano, francés, alemán, portugués, español, japonés, árabe, ruso o yoruba. Todos querrán lograr el precio más barato del portátil, el reproductor de MP3 o la cámara fotográfica de último modelo en esta suerte de mercado de Babel. Aunque el chino, en materia de negocios, es un espécimen difícil de doblegar (digamos que demasiado habilidoso): siempre tendrá la última palabra en la venta, por supuesto en mandarín o en inglés, ya que buena parte de los ciudadanos de Shanghai pueden pronunciarlo modestamente.

Los vendedores chinos son muy persistentes, a veces hasta la obstinación. Sin embargo, Chen Min Juan es de hablar pausado y algo tímida en la expresión. Sabe que trabaja mucho y gana poco. Que uno de sus planes a corto plazo es cambiar de empleo, aunque de la misma manera dice que eso cuesta mucho en una ciudad tan grande y superpoblada como Shanghai.

Una tarde, mientras estaba en la tienda de electrónicos, le pregunté: “¿Crees en Dios?”. Me respondió que no. “Creo que en mí misma”, fue su respuesta. Después me explicó que algunos chinos tienen la creencia de que Dios vive en el corazón de los hombres. Es decir, que Dios está adentro, no afuera. Aquella imagen me pareció interesante, aunque al final de esa pequeña conversación terminamos hablando de otros diversos temas, quizás menos divinos. Recuerdo, entre otras cosas, que dijo: “Qian sheng qian”, lo que significa “el dinero crea dinero”. A ella (¿y a quién no?) parecía gustarle mucho la idea de tener dinero en grandes cantidades. Llegué a pensar (sin prejuicios ni ideas preconcebidas de mi parte) que era su verdadero Dios y por él luchaba día a día. En aquella ocasión también me contó que su carácter chino favorito era meng, cuya traducción es “soñar”. Lo escribió en la parte de atrás del facturero de la tienda y me dijo: “Mira, dentro del carácter meng se encuentra otro carácter más pequeño llamado lin, que significa bosque”. Desde ese día, yo entendí que para los chinos soñar es ir al bosque durante la noche.

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Otro día, era viernes si mal no recuerdo, le dije a Chen Min Juan que me llevara a visitar un bar típico de Shanghai. “¿Estás loco?”, respondió indignada. “Yo no voy a bares”, remató con ese tono gritado que emplean los chinos, que no denota pelea, pero sí cierta voz de autoridad. Al final terminé convenciéndola. Y fuimos a Babe Face, ubicado en una de las avenidas cercanas a Renmin Guangchang o punto central de la metrópoli. Se trataba del antro por excelencia de la movida nocturna de la ciudad. Entrar allí fue todo un espectáculo. Desfile de féminas –la mayoría adolescentes– perfumadas y trajeadas muy fashion (todas muy delgadas y todas muy bonitas); varones con peinados rarísimos, lentes oscuros y cigarrillos sin descanso; mucho whisky (que se suele servir mezclado con té de varios sabores y hielo) y dos ambientes para bailar: uno de música electrónica y otro que deja sonar los ritmos del hip hop. Esa noche vi otra cara de Shanghai, la de la rumba loca, la de los jóvenes de la China del siglo XXI, pendientes de la diversión que ofrece una ciudad que, como Nueva York, nunca duerme. Salimos del sitio a las cuatro de la mañana. Ella estaba muy cansada, pero pude notar que Babe Face la había impresionado positivamente. Porque su mayor escena de diversión, antes de atropellarme y conocerme por accidente, había sido ir a cantar en un karaoke (famosos en toda China) junto con sus amigas y su esposo, o a cenar en familia. Los chinos de clase media, los que trabajan mucho y salen poco, parecen estar muy acostumbrados a transitar la ruta que va desde la casa a la oficina y viceversa, sin paradas sorpresa. De hecho, conocen muy poco la ciudad donde viven. Siempre están demasiado ocupados, estudiando o trabajando. Y divertirse es cosa de otro matiz, distinta a lo que como tal se conoce en el seno de la sociedad latinoamericana; quizás con menos alboroto, menos locura y menos alcohol. Después, con el pasar de los días, visité otros sitios populares de la fiesta nocturna en Shanghai: Bar Rouge, Attica, Park 97, Zapatas y Bon Bon, todos con estilos de música diferentes, pero al final con más o menos los mismos personajes: chinos y extranjeros que beben, ríen y bailan al ritmo de lo que ponga el DJ de turno.

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Quienes no conocen Chinasuelen tener una idea errada de este milenario país. Eso lo constaté en carne propia, luego de pasar los primeros seis meses de vida en Shanghai. La China del siglo veintiuno, gracias a los cada vez más cercanos Juegos Olímpicos, y a la apertura comercial y cultural que ha experimentado la sociedad asiática en los últimos años con respecto a Occidente, ha empezado a establecer unas reglas de juego social con características más internacionales. Esto se puede constatar en las principales ciudades del país (Beijing, Shanghai, Guangzhou, Hangzhou, Suzhou, Tianjin, Qingdao, Shenzhen, Ningbo y Dongwan). Además, cada vez parece haber mayores campañas para estimular el aprendizaje del inglés como segunda lengua, y el tema de los Olímpicos le dio al país, sin duda alguna, la oportunidad de cambiar viejos por nuevos y ostentosos trajes y, por otro lado, crear nuevos héroes dentro de su imaginario social.

Por ejemplo: dos de los más destacados ídolos chinos del momento nacieron del “ahora” muy desarrollado sector deportivo. Ambos son nativos de Shanghai y los dos son tan altos como alta es el Shanghai World Financial Center. Hablamos de Xiang Liu, récord olímpico en ciento diez metros con vallas, y de Yao Ming, espigada estrella de los Houston Rockets en la NBA. Sus rostros están en buena parte de los afiches, vallas, spots televisivos y espacios publicitarios de todo el país, sin importar la marca promocionada (Nike, Adidas, Coca Cola, Nokia, Lenovo, Visa o Master Card). Xiang Liu y Yao Ming lograron elevarse entre el colectivo –por circunstancias meramente deportivas– y ahora sus figuras ya casi tocan el techo del cielo de Asia, en lo que a popularidad se refiere. Ambos son una síntesis de la nueva imagen del pueblo chino, que busca, entre otras cosas, reconocimiento de su ya cada vez más evidente éxito y poderío cultural y económico.

Sin embargo, en el camino olímpico hacia la inauguración de los juegos, todo no ha sido color rojo (el color de la buena fortuna para los chinos), ya que el Gobierno del presidente Hu Jintao ha tenido que enfrentar la tormenta generada por la opinión pública internacional en relación con varios sucesos, entre ellos, el conflicto acaecido en Lhasa, capital de la región del Tíbet; las hostilidades vividas con Taiwán –país reclamado por China–; el tema de la política china en relación con Sudán y la agitada zona de Darfur; las fuertes críticas recibidas por los altos niveles de polución de Beijing; y la renuncia de varios atletas y colaboradores en la organización de los juegos, como el corredor etíope Haile Gebrselassie y el director de cine Steven Spielberg. Y la tragedia más reciente: el potente terremoto que devastó, el trece de mayo, la provincia de Sichuan y mató, según cifras oficiales, a cincuenta y cinco mil personas. A pesar de todo esto, los chinos (en el 2008, año que consideran de muy buena suerte y progreso) se han mantenido firmes y proactivos en la preparación de lo que se espera sean los Juegos Olímpicos más espectaculares y hermosos de toda la historia. Por supuesto, eso estará por verse, pronto, el ocho de agosto de 2008, cuando el reloj marque las ocho de la noche.

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Dejé de ver a Chen Min Juan a finales de septiembre de 2007. Las razones fueron múltiples: los exámenes de suficiencia del mandarín se tornaron cada vez más complejos, lo cual significó que tuve que invertir mayores horas encerrado en mi habitación escribiendo planas interminables de hanzi (caracteres chinos), y además ella cambió de empleo y su tiempo, a la vez, se tornó cada vez más escaso. Así que le perdí el rastro a mi primera y muy excelente guía y anfitriona en la Shanghai del siglo veintiuno. No obstante, mantuvimos el contacto, vía telefónica, hasta noviembre de 2007. A finales de enero de 2008, justo cuando el invierno golpeaba ferozmente buena parte de la inmensidad del territorio chino, recibí una inesperada noticia sobre su paradero, que había desconocido por casi dos meses.

El suceso lo relató en mi desafortunado oído –por teléfono– su esposo, Gu Shi Cai, con el que también alcancé a establecer una pequeña pero bonita relación de amistad. “Fue un lunes, en horas de la mañana: Chen Min Juan salió como de costumbre en su vieja bicicleta, en dirección hacia la oficina. Dos cuadras antes de llegar a su destino, en una esquina transitada de la ciudad, entre las siete y cuarenta y cinco y las siete y cincuenta de la mañana, aproximadamente, un camión que pasaba a toda velocidad, y que no pudo frenar a tiempo, la atropelló”. “No puede ser”, respondí con la voz más triste del mundo. “Murió en la cabina de la ambulancia, antes de llegar al hospital”, terminó de contarme quien había sido su esposo por cuatro años.

Traté de visitar a su familia y obtener mayor información sobre esta tragedia de dos ruedas, pero no tuve ningún éxito. No encontré algo más de aquello que había conocido de ella, durante el tiempo que duró nuestra amistad. Chen Min Juan tenía apenas veintisiete años cuando abandonó Shanghai para siempre; amaba recorrer las calles y avenidas de la ciudad montada sobre su viejo velocípedo, y su animal regente en el antiguo horóscopo chino, según me contó el mismo día que la conocí, era el mono.