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En esta sala no hay sino luto. Hay una viuda que se retuerce y se lanza sobre el ataúd de cuando en cuando. Hay dos comadres que la consuelan con abanicos y lociones mentoladas. Hay una rueda de mujeres, todas de negro, que le piden al Señor que le dé el descanso eterno al finado y piden para él el brillo de la Luz perpetua.

Las doñas se dan duro con su luto y por nada del mundo dejarían de rezar, no vaya a ser cosa que el muerto necesite ese empujón para llegar directo al Cielo. Ni siquiera levantan la cabeza para mirar hacia la ventana por la que entra todo ese ruido tan fuera de lugar, tan antivelorio. Pocos metros más allá está el origen de la bulla: un grupo de hombres que lanza unas perfectas carcajadas caribeñas. Aplauden, se limpian las lágrimas de la cara y gritan ¡qué vaina tan buena! Uno, dos, tres buches más de la botella de ron que rueda entre ellos y otra vez a morirse de la risa. Entre chiste y chiste ni se asoman a ver al muerto que vinieron a velar. Su show se lo está robando Chivolito, el bufón de velorios.

Así lo anota Alberto Salcedo Ramos en su libreta. Cuando no está privado de la risa, escribe que Chivolito está en el centro del círculo al ataque con todos sus chistes y morisquetas. El periodista se ríe tan duro como los demás y agrega a sus apuntes que la gorra del comediante, con la que después recogerá el dinero que vale su comedia para los dolientes, es verde. Su grabadora, con la lucecita roja prendida, agarra el chiste que celebran por igual él y los hombres del pueblo caribeño.

Dos esposos llevaban 30 años sin hablarse. Una tarde el tipo fue al médico y se enteró de que se iba a morir al día siguiente. Entonces llamó a la mujer: «Fíjate, Susana, desperdiciamos treinta años odiándonos y ya mañana me van a comer los gusanos. No quiero irme a la tumba sin reconciliarme contigo. Te propongo lo siguiente: primero nos damos un abrazo y después nos vamos a cenar. Entramos a cine, tomamos vino y rematamos la noche en un motel». Y le responde la esposa: «Nada de eso, malparido, recuerda que yo tengo que madrugar a preparar el entierro».

Ahora, cuatro o cinco años después, Salcedo Ramos todavía se queda loco con el personaje que retrató. Seguro vuelve a lanzar una carcajada, pero sus palabras son más de alguien maravillado que de alguien entretenido. “Un tipo que se gana la vida contando chistes en los velorios, en presencia del ataúd del muerto, es algo increíble”, dice. “Claro que lo es, pero lo creemos completico porque no se le ocurrió a ningún fabulador, sino a la realidad misma, y la realidad suele escribir mejor que nosotros. He dicho varias veces que el escritor de ficción crea lo sorprendente mientras que el escritor de no ficción descubre lo sorprendente”.

En eso ha estado el cronista colombiano durante muchos de sus 48 años. Un árbitro colombiano que expulsó a Pelé, ¡sorpresa! Un guerrillero de las FARC que tiene un hermano luchando en las Autodefensas Unidas de Colombia, ¡sorpresa! Un equipo de fútbol cuyos once jugadores son travestis, ¡sorpresa! Las torturas y asesinatos que cometieron los paramilitares al ritmo de gaitas y tambores, ¡sorpresa! Un grupo de ocho toreros enanos, ¡sorpresa!

Con ésas y otras extrañezas hechas historias ¾publicadas en revistas colombianas, venezolanas, ecuatorianas, alemanas, peruanas, mexicanas y francesas¾ el barranquillero se ha ganado unos cuantos premios. Entre ellos, cuatro veces el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (Colombia), el Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa y el Premio Internacional de Periodismo Rey de España. También está en su vitrina otro reconocimiento que no tiene título de tal pero sí la esencia: ser maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano creada por Gabriel García Márquez. Y cuando a un colombiano que esté enterado del asunto se le pregunte a quemarropa ¿cuáles son los mejores cronistas de tu país?, hay muchas probabilidades de que Salcedo Ramos aparezca en el podio bañado de champán.

Nada de melcochas, ni de paños de lágrimas, ni de palabras escogidas de afán en los basureros del diccionario. Se trataba de contar historias. De cantarle a la tierra mojada; al cruce de los novillos por el playón; a la leche espumosa que se apura al pie de la ubre; al compadre resentido por el bautizo aplazado; al sacerdote que pontifica aunque se haya robado los trastos de la parroquia; a la pezuña que deja una huella en forma de corazón; al lucero que es más alto que el hombre; al enamorado que espera hallar a la novia perdida, mediante el recurso cándido de describir sus cejas encontradas; al sol, que es viejísimo pero todavía alumbra; a la hembra que mueve el caderaje para que Dios se sienta engreído; a la víspera de Año Nuevo, estando la noche serena; a la hamaca que es más grande que el Cerro de Maco; al jornalero que apenas tiene una camisa, pero sabe usar la brisa como sombrero.

Así escribió sobre Emiliano Zuleta, compositor de La gota fría y rock star del vallenato. Esas líneas hablan sobre las historias que Zuleta cuenta con fondo de acordeón, pero es como si Salcedo Ramos le hubiese puesto un espejo frente a su propia obra.

Porque ni se rebusca a la hora de elegir las palabras que escribe ni le da por contar las historias que todos están contando. Por eso donde puede escribir muerto nunca escribirá occiso; los vasos de agua que anota en su libreta nunca serán de líquido vital sino de agua; las mujeres que observa tendrán curvas y tetas y caderas antes de tener montes y colinas prodigiosas hechas por Dios para desafiar al hombre y siempre que pueda deletrear alcalde preferirá hacerlo antes que teclear burgomaestre.

Y por su libreta no han pasado demasiados senadores, terratenientes, expresidentes y jefes de la guerrilla pero sí muchos boxeadores venidos a menos, perdedores por naturaleza, mutilados absolutamente anónimos y los peores equipos de segunda división. Por eso él nunca se interesó en hacerle un perfil a Ingrid Betancourt sino al enfermero desconocido que curó sus heridas y las de los otros secuestrados.

***

El Skype de Salcedo Ramos está malo, así que la conversa es por chat. Después de casi dos minutos de Alberto está escribiendo aparecen en la pantalla cuatro o cinco líneas de respuesta. Se nota que se esmera, que le pone cuidado al asunto: si en su mente la oración tiene dos comas, un guión y dos puntos, así aparece en la ventanita del chat. Y cada cierto tiempo hay un error de tecleo que corrige en seguida. “Perdón, hermano: «suele» ser: en singular. Por error lo puse en plural”.

Escribe sobre Sísifo, el rey mitológico griego que estuvo condenado a cargar una pesada piedra cuesta arriba durante su estancia en el infierno. Justo cuando estaba por llegar al tope de la montaña, siempre se le caía y tenía que volver a empezar. Escribe sobre él porque aparece dos veces en su libro precisamente en el momento en que la piedrota se le está resbalando de las manos. Dice que como el personaje griego, muchas de las personas que él retrata están condenadas a cargar la misma piedra pesada y dejarla caer cuando llegarán a la cima. “Es un rasgo de los perdedores, y ya verás que he escrito mucho sobre estos seres”.

Allí en sus páginas están los boxeadores que ganaron todo para después desbarrancarse, los que nunca ganaron y los futbolistas que no pierden el sueño pensando en Ronaldinho mientras viajan dieciséis horas en autobús para su próximo partido. En otras entrevistas el barranquillero ha dicho que le gusta contar sobre ellos porque no muestran una imagen sino una realidad. Ahora dice que sí, que es exactamente así. “El perdedor no se maquilla. El perdedor no me pide que lo espere mientras se peina. Suele mostrarme una desnudez que es la que me interesa a mí como narrador de historias. El perdedor no tiene un manager celoso que le administre la imagen y le diga cuál es el ángulo que debe mostrarme. Los perdedores tienen los conflictos que a mí me excitan como cronista: la adversidad, el fracaso, la resistencia. La prensa nuestra es el testimonio superficial de los vencedores: ministros, divas, empresarios, futbolistas de moda. A mí me interesan muchos de esos personajes que desfilan por allí justamente cuando dejan de interesarles a los editores de esos periódicos: cuando empiezan a caer en el ostracismo y, en consecuencia, se vuelven más humanos”.

Y también están los perdedores sistemáticos, los que no necesitan una pelota o un par de guantes para no ganar nunca. Los mutilados, secuestrados y asesinados que no están cerca de la capital colombiana y que por eso, dice Salcedo Ramos, no son invitados regulares de los titulares de prensa. “En Colombia, los gritos que no se dan desde Bogotá difícilmente se escuchan. Este es un país centralista. La violencia solo fue un problema cuando empezó a tocar a ciertas élites de Bogotá. Entonces, esa descentralización de mis historias es apenas un acto de justicia”.

Sucede que los asesinos —advierto de pronto, mientras camino frente al árbol donde fue colgada una de las sesenta y seis víctimas— nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto ni en los catálogos de turismo. Porque, dígame usted, y perdone que sea tan crudo, si no fuera por esa masacre, ¿cuántos bogotanos o pastusos sabrían siquiera que en el departamento de Bolívar, en la costa Caribe de Colombia, hay un pueblo llamado El Salado? Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen.

Pero que no se confunda nadie, parecería decir Salcedo Ramos. Que no vayan a pensar que él está, en ese preciso momento, dándose golpes de pecho virtuales y escribiendo en el chat, con mayúscula sostenida, ¡VOZ PARA LOS QUE NO LA TIENEN!

Su militancia está en otro lugar. El barranquillero insiste en ello y escribe que se niega rotundamente a darles a sus crónicas una justificación mesiánica. Dice que cuenta las historias que le nacen contar y que le apasionan, y que su impulso no es el de un redentor sino el de un narrador.

Ese es su rol durante las cuatrocientas y pico páginas de la recopilación de sus crónicas que acaba de lanzar, La eterna parranda. Retratar su país. Contar su cotidianidad y poner a rodar su lado B. Echar su cuento y ya. Porque, además, siempre le ha gustado echarlos y escucharlos. “En realidad”, escribe, “lo que siempre he sido yo es un vampiro de historias: voy por ahí chupándole la sangre a todo el que tenga una historia que contarme. Cuando era niño, me la contaron las telenovelas venezolanas que la televisión emitía. Me las vi todas, viejo, desde Esmeralda hasta Mariana de la noche pasando por Una muchacha llamada Milagros”.

Ahí nació, dice, su amor por las historias. Jura que sus musas principiantes fueron criollas y también jura por todo lo sagrado que no es demagogia grancolombiana. Y en seguida surge el tema de su otro vínculo con la hermana patria. “Cuando yo hablo con mis amigos de Venezuela me sorprendo con la cantidad de palabras y problemas comunes que tenemos. A mí me han publicado varias historias en tu país. Hay mucha gente de Venezuela que me escribe a propósito de los textos. Es como una química especial que yo atribuyo a los temas que manejo. Digo, también son temas que podrían presentarse allá. Supongo que porque tenemos realidades sociales muy parecidas”.

Y eso hace que las historias de un país y el otro sean las mismas. Las libretas de Salcedo Ramos están llenas de los mismos hombres y las mismas mujeres que pueblan los rincones venezolanos. Donde él escribe el nombre del boxeador Rocky Valdez, cualquier cronista venezolano podría escribir el de Morochito Hernández. Donde él coloca al Kid Pambelé con su gloria y su fracaso cabe a la perfección Ugeth Urbina. Los cuentos de horrores y tragedias y muertos y lamentos cambian de victimario pero las víctimas son igualitas. Así, la foto que Alberto Salcedo Ramos le tomó a Colombia se parece tanto a Venezuela que da hasta miedo. Las mismas piernas, la misma nariz, la mirada idéntica.

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Ahora vuelven a aparecer líneas sobre la misión del cronista. Ahora se apoya en Flaubert, el escritor francés, para volver a insistir en aquel punto de que no escribe para ser un superhéroe. Cuenta que el autor hacía una analogía entre el escritor y el náufrago que se aferra a la única roca que encuentra en el mar. “Yo no ando con la pretensión de que mi periodismo le va a salvar la vida a nadie: me basta con encontrar esa roca y salvarme”.

Con todo y eso, algo de redención ha habido. Salcedo Ramos aclara que aunque su intención nunca ha sido que le hagan un busto a cargo popular en una avenida principal de Bogotá, algún granito de arena ha empujado con su teclado y su libreta: muchos de los protagonistas de sus crónica han obtenido algún mejoramiento en su calidad de vida. Muchísimos, dice, pero en la pantalla no se lee arrogancia ni afán de que lo adulen. Nada indica que el subtexto de su aclaratoria sea “yo sí soy un periodista arrecho que transforma la sociedad con su trabajo, carajo”.

Son más las ganas de echarle una flor a la palabra que las de inflar su propio pecho.

Terminada la chicha, Sierra Ipuana pide un vaso de agua para hacer buches y sacarse los granos de maíz que se le quedaron atrancados entre los dientes. Después dice que no se cansa de agradecer el poder transformador de la palabra. Una palabra bien dicha desarma al enemigo, acerca al que se encuentra lejos, abre las puertas clausuradas, alegra al que está triste y apaga los incendios alevosos. En cambio, cuando pronuncias una palabra altanera las palomas se vuelven halcones, los ríos se salen de madre, los mares se enfurecen y hasta el problema más inútil adquiere de repente la fuerza suficiente para destruirte.

Juan Sierra Ipuana, el de la chicha, es un palabrero wayúu: una especia de juez de paz de esa comunidad indígena que se encarga de mediar entre familias y resolver conflictos utilizando sólo su labia. Y su historia retrata perfectamente, dice Salcedo Ramos, el poder del lenguaje.

Para que no quede como que la cosa es una manía suya, Salcedo Ramos llama a un bateador emergente. Es Mircia Eliade, un escritor rumano. “Hay una cita suya que me hizo sentir orgullosísimo de mi oficio. Es esta: en los campos de concentración rusos los prisioneros que tenían la suerte de contar con un narrador de historias en su barracón, han sobrevivido en mayor número. Escuchar historias les ayudó a atravesar el infierno. La palabra tiene un poder tremendo, viejo”.

Suficiente poder para, con ella y en sólo cuatrocientas y pico páginas, retratar países repletos de sombras y contrastes y hacerle un atentado a la desmemoria que los sobrepuebla. “Porque la crónica”, aparece de pronto en la pantalla al lado del nombre Alberto, “es lo que pasa a la realidad cuando hace el tránsito a la memoria. Es una lucha contra el olvido”. 

NOTA: Todos los extractos en cursiva provienen de alguna de las crónicas escritas por Alberto Salcedo Ramos publicadas en La eterna parranda: Crónicas 1997-2011