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Ureña se convirtió en un campo de batalla entre los voluntarios que intentaban pasar a Venezuela la ayuda humanitaria proveniente de Colombia y las fuerzas de seguridad desplegadas como un muro impenetrable. Entre los civiles emergió una voz que pedía tregua entre dos fuerzas. Este es el relato de esta protagonista cuya determinación traspasó fronteras, superó riesgos y desafió las armas y escudos que, contradictoriamente, la amenazaron y resguardaron a la vez este 23 de febrero.

Una mirada íntima y sublime que revela cómo la crisis social y política nos afecta a todos.

Foto: Carlos Bello

  

SÍ o SÍ.

Una frase corta pero contundente que nos obliga a pensar en la fuerza: en la que se nos opone para lograr lo que queremos y en la que debe movilizarnos para poder lograrlo.

Entre una y otra fuerza nuestro cuerpo se pone tenso. Un “no” se interpone, siempre hay miedo. La presencia del segundo “sí” nos recoloca en nuestro foco.

Vamos mi gente/gente solidaria/para que la ayuda humanitaria llegue a casa una estrofa potente que canto con mi gente, la que me acompaña en Ureña, a tan solo una cuadra del puente Santander por el que debe llegar la Ayuda Humanitaria desde Colombia.

 Ahí estoy parada entre esas dos fuerzas. Entre bombas, tanquetas, gritos, insultos y el canto acompañado del sonido musical que sale de una perolera. Algo comienza a cambiar en mi cuerpo ya cansado del día anterior. Una larga caminata a través de una trocha, un día de sol inclemente entre miles y miles de venezolanos y colombianos hermanados al otro lado de Tienditas. Más de una decena de kilómetros de caminata sobre el asfalto para llegar al puente que me permitió retornar a mi tierra, y una caída de platanazo por un traspié inexplicable habían dejado mi cuerpo agotado para cumplir la misión del día siguiente, 23 de febrero.

Sin embargo, entre el SÍ o SÍ los neurotansmisores se activan. La adrenalina comienza a fluir.

Este pueblo unido no se detiene/Este pueblo unido no se detiene/No, No, No/No se detiene un coro al que acompaño y al que se van uniendo cada vez más voces, las voces de los lugareños que al vernos llegar se ven alentados por el canto de nuestras estrofas. Sonríen sorprendidos, mientras sacan sus teléfonos para grabar preguntándose de dónde habrá salido esa “gente alegre” que canta en medio del conflicto.

Ahí estoy parada. Entre un SÍ y otro SÍ, con un No intermedio que comienza a desvanecerse, entre una fuerza criminalmente evidente y otra fuerza intangible llamada esperanza.

Mi respiración fluye más fácilmente. Parece que mis fosas nasales se hubiesen abierto de par en par, mi cuerpo cansado deja de estarlo, los dolores de la caída desaparecen. Siento mi sangre fluir mientras avanzo lentamente. A mis espaldas, el ritmo de mis compañeros cambia al canto de “soldado amigo, el pueblo está contigo”.  

Un paso adelante, otro más, ninguno atrás. Escucho en mi frente:

Señora, no avance más.

Veo a mi lado un arma que me apunta mientras que el que la sostiene me dice:

 Señora, usted es una persona mayor, no avance más.

 Yo continúo avanzando. Quien me pide que me frene sólo ve mi caparazón. Lo esencial es invisible a los ojos, le hubiese respondido Saint-Exupery.

Este corazón joven no, no, no se detiene. Quiero llegarle al zorro. Quiero hacerlo mi amigo.

Sé lo que tengo al frente. Piquetes como ese lo he tenido ahí muchas veces, sólo una me agredieron al intentarlo. Siento confianza en poder llegarles.  Pero no sé bien lo que tengo detrás, no lo veo. Es de ahí de donde surge la primera piedra. Alguien cobarde, cubierto por la masa, se creyó libre de pecado, me vio cara de María Magdalena y otros lo siguieron. Siento el riesgo de salir herida o perder mi vida por una piedra que proviene del lado del que salí.

¿SÍ o SÍ? El No reaparece en el medio de los dos, pero no me da tiempo de retroceder. Mucho sucede en fracciones de segundo. El sargento, un hombre de baja estatura, de piel oscura y con sobrepeso, me toma por el brazo. Forcejeo, me zafo y me digo “a mí no me agarran”. Aparece otro guardia, luego otros. Me cubren con sus escudos. Una piedra choca contra el escudo del primer guardia que se adelantó. De no haber estado él ahí la piedra hubiese dado contra mi cabeza. ¡Strike 1! ¡Gracias cátcher!

Todo se llena de humo, una gran cantidad de bombas lacrimógenas no permite ver hacia atrás, hacia donde está mi gente. Ya no los escucho cantar. Miro al frente y ahí estoy, no cerca de ellos, sino con ellos. La adrenalina sigue fluyendo y ni siquiera el efecto de las lacrimógenas frena mi ímpetu por dejarles mi mensaje. La adrenalina sigue fluyendo y no paro de hablarles. Veo las caras de algunos, veo sobretodo la del guardia que puso su escudo y que ahora me lleva abrazada hacia un costado para sacarme de la zona cubierta por los gases. Le sigo hablando, viéndole a los ojos. Está de acuerdo con lo que le digo, me lo dice con su mirada mientras no deja de decirme que me proteja.

El comandante no quiere que su tropa me escuche, me manda a callar una y otra vez. Me amenaza con llevarme detenida. Allí estoy de nuevo entre las dos fuerzas −SÍ o SÍ− pero con mi segundo “sí” cargado de esperanza, más fuerte que nunca. De una manera u otra llegué al lado de ellos, sin violencia. Mi discurso sigue.

Esto es por ustedes también. Les hablo como madre. Dejen pasar la ayuda humanitaria. Piensen en sus madres, en sus viejos, en sus hijos y sus esposas. Esto es por ellos también. Tienen la oportunidad de ser héroes, de ser patriotas, de salvar su dignidad.

El Comandante me vuelve a amenazar.

Llévensela detenida dice.

Ya está, ya lo dije, ya me escucharon. Ya vi sus ojos y puedo interpretar lo que sienten. Me voy. No me agarran, aunque ya lo hicieron.

Antes de irme a mi otra esquina, el sargento me llama.

Váyase y lleve el mensaje.

Retrocedo unos pasos para escuchar su mensaje, pero no me da ninguno. Sin embargo, previamente, cuando me sacaron de la zona de peligro y me llevaron hacia sus filas para protegerme, me había reclamado con evidente molestia, me atrevo a decir que hasta con sentimiento.

Quise ayudarla y usted no me dejó. Quise ayudarla y usted no me dejó.

 Y con la mano golpeándose el pecho me gritó una y otra vez:

—¡Yo también soy venezolano!