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Luego de pasar más de 30 años sin estar vinculado a la hacienda cafetalera fundada por su familia en el oriente de Venezuela, Carlos César Ávila decidió regresar al campo para transformar esa siembra en algo glorioso. De cultivar granos para exportar, logró crear una producción para consumo local y rescatar la relevancia de un producto en el que siempre creyeron sus ancestros: el café venezolano.

Ahora sirve café del grano a la taza en la cadena de pastelerías Franca que fundó junto a su esposa, y mantiene su propósito de demostrar que en Venezuela vale la pena quedarse para labrar la tierra.

Fotos de Carlos Bello y Carlos César Ávila

“Siento que mi historia se asemeja a esas películas que narran relatos paralelos que en algún momento se bifurcan. Nací en Maturín y mi primer viaje lo hice apenas a los quince días de nacido. Mi destino era la Hacienda Cocollar, ubicada en Caripe, en el estado Monagas, una región ancestral privilegiada para la producción de café. En ese entonces era una propiedad de mi abuelo, Jesús Ávila, el primer propietario de esas 10.000 plantas de café a las que he estado vinculado, directa o indirectamente, desde que tengo memoria.

Después de mi nacimiento, la relación de mi familia con el lugar no fue tan activa como lo había sido años atrás. Con ellos ocurrió algo que suele pasar en el campo venezolano: las nuevas generaciones no sintieron el mismo interés por continuar con el negocio familiar que los dueños originales. Mi papá y sus hermanos pudieron formarse en el exterior producto de la hacienda, pero al regresar, prácticamente ninguno se ocupó de ella.

Solo el hermano mayor de mi padre sintió interés por trabajar activamente en Cocollar; él tenía un cariño especial por el cultivo y la producción agropecuaria. Pero tuvo la mala fortuna de morir en un accidente cuando apenas tenía 34 años. A partir de ese episodio la hacienda sale de mi historia personal durante un buen período y pasó a ser un tema de lo que se hablaba en la familia como algo distante. También dejó de ser parte de nuestras vacaciones y de nuestra vida financiera.

Hacienda Cocollar. Foto: Carlos César Ávila.

En los tiempos que siguieron, 35 años para ser exactos, quien se encargó de la hacienda fue un primo hermano de mi papá, un hombre muy cercano a mi tío, el que murió en el accidente. Él tenía la convicción de que debía encargarse de la hacienda y prometió hacerlo hasta que otro Ávila volviera a hacerse cargo de ella. Su nombre era León Arbornel y estuvo apoyando en Cocollar casi hasta su muerte. Se comprometió con su preservación en los años más complicados, desde 1982. Prácticamente entregó su vida al trabajo en pro de la hacienda.

Mientras esto ocurría yo iba creciendo en la ciudad. Desde muy joven empecé a tener participación en el mundo de los alimentos y bebidas, particularmente en la administración de restaurantes. Estudié Banca y Finanzas en la Universidad Metropolitana. Luego viajé a San Francisco, en Estados Unidos, para estudiar panadería. Siempre con el propósito de regresar para implementar lo que había aprendido.

Consolidé muchos de mis conocimientos en este ramo cuando me casé con mi actual esposa, Natalia Díaz, con quien fundé Franca hace once años, una cadena de cafeterías que responde al concepto de los coffee and bakery shops de California, que tanta influencia marcaron en mí.

Carlos César Ávila. Foto: Carlos Bello/Historias que laten

Al poco tiempo de haber abierto Franca se inauguró una institución aquí en Caracas, dirigida por Paramaconi Acosta: se llamaba Escuela venezolana del café. Me invitaron a participar en una de sus primeras cohortes y empecé a hacer el curso de barista con la promesa de que iba a lograr mucho más que aprender a hacer café, en palabras del instructor: sería algo que me cambiaría la vida. 

No tenía idea de cuán promisorias eran sus palabras. 

Efectivamente fue un curso muy profundo que me tocó una fibra. Entendí más sobre la relevancia del café venezolano y sobre la magnitud de lo que podía representar para mi negocio. Así que comencé un proceso muy agudo de formación y experimentación en Franca, sobre la elaboración de esta bebida. Sentí que la vida me estaba acercando de nuevo a lo que dio sustento a mis antepasados. 

 

Regreso a la tierra del café

No teníamos problemas para la preparación y la venta, el verdadero desafío era conseguir la materia prima. Para ese momento comprábamos el café en lugares diversos: una familia en Aragua, otra en Mérida y una cooperativa en Lara. Pero todo era complicado, la producción y distribución estaba muy regulada por el Estado y eso dificultaba mucho los traslados de la mercancía, porque los camiones solían ser interceptados en alcabalas policiales. 

Por otro lado, las limitaciones en los precios habían generado un sacrificio importante en la calidad de los productos. Esto ocasionaba que los granos que abundaban en el mercado no fueran buenos. Al menos lo que nosotros estábamos buscando. 

Ante esto, empezamos a desarrollar un sistema de recompensa para los  productores con los que trabajábamos. Dábamos un pago extra que debía compartirse entre los dueños de la tierra y los agricultores. A cambio pedíamos que nos garantizaran un fruto maduro de buena calidad y sin químicos agroindustriales.

Hacienda Cocollar. Foto: Carlos César Ávila.

En ese entonces no pasaba por nuestra mente trabajar en el campo, porque sentíamos que era algo que se alejaba mucho de nuestro negocio principal y que podía ser una complicación. La hacienda productora de café de mi familia todavía no aparecía como una posibilidad. 

Pero un día recibí una llamada de una prima advirtiéndome que alguien estaba ofreciendo comprarla. Sentí que no se trataba de una casualidad. El contacto no solo respondía a un aviso informativo, también era una invitación a que fuera yo quien la adquiriera, en lugar de que pasara a manos de alguien que no fuese de la familia. En ese momento, las historias de mi vida volvieron a entrelazarse y entendí que la única forma de hacer que la materia prima se asemejara a nuestros requerimientos en Franca era que nosotros mismos nos encargásemos de la primera etapa de la producción del café. 

Hacienda Cocollar. Fotos: Carlos César Ávila

Creo que fue una gran fortuna la que se me presentó. Empezar con una hacienda desde cero hubiese sido muy complejo, sobre todo por el tiempo que demanda para su acondicionamiento. Así que tener la oportunidad de iniciar en un lugar que tenía años andando era una posibilidad única. 

Aunque Cocollar estaba dedicada fundamentalmente a la producción de granos de café venezolano para exportar, tenía el equipamiento necesario para transformar su sistema y lograr un producto final que pudiera venderse en el país y fuera de él. Decidí volverla ecológica, para poder competir en los mercados europeos y asiáticos, así que empezamos a trabajar con energías renovables y logramos reducir los índices de contaminación del agua que se generaban. 

De este viraje surgiría Glorias del café. El producto que respondía finalmente a todas nuestras necesidades de calidad y a todo lo que queríamos experimentar. Logramos construir un negocio en el que pudimos participar en la elaboración cafetalera desde el grano hasta que se sirviera la taza de esta infusión en Franca. 

Franca Las Mercedes. Fotos: Carlos Bello/Historias que laten

Me emocionaba que estaba trabajando  en una tierra conocida por mí, acompañado de personas con las que había estado vinculado de alguna u otra forma desde mi niñez. Sentía que los que se habían estado encargando de Cocollar me apoyaban de forma especial por ser nieto de su fundador. Esa cercanía me generó mucha motivación para sacar el proyecto adelante, pese a no tener ninguna formación formal como agrónomo o persona vinculada al campo. 

Cambiar el paradigma 

No veía toda esta aventura como algo exclusivamente para mi beneficio personal. Tenía la convicción de que podía hacer un aporte para todas las personas que estaban vinculadas a la hacienda. Quería profesionalizar los procesos, lo que implicaba también aumentar las oportunidades de formación de nuestros trabajadores y darle mayores beneficios. De alguna manera pensé que podía cambiarles la historia a ellos, al tiempo que cambiaba la mía. 

Mi primer objetivo fue lograr que la gente tuviera confianza en un sector que había sido tan golpeado: sin mano de obra, sin amor por el campo, desencantado por las regulaciones. Pese a ser un cultivo tan importante y una de las principales actividades económicas antes del petróleo, pocos creían en los beneficios del cultivo del café. Así que fue muy importante devolverles el incentivo. 

Cambiarles el paradigma, hacer que soñaran de nuevo. 

Hacienda Cocollar. Fotos: Carlos César Ávila.

Lo que ha pasado en Caripe ha sido una historia similar a lo que ha ocurrido en casi todo el campo venezolano, hablando de lo estrictamente agrícola y pecuario. Ha sido una población golpeada por la migración de su gente hacia otros estados y otros países. Hace muchos años nos convertimos en un país que ofrecía casi exclusivamente comercio y servicios, así que la gente abandonó la tierra buscando oportunidades en la ciudad. 

El punto de partida para empezar a generar arraigo fue ofrecerles a los trabajadores de la hacienda un incentivo salarial que pudiera competir con el de las ciudades, para que no tuviesen la necesidad de partir. Pero sabíamos que, más allá de lo laboral, podíamos ofrecer un cambio de mentalidad a largo plazo si le dábamos educación para que aprendieran a ser más productivos y autosuficientes.  

Llevamos a un ingeniero agrónomo para la formación del equipo. Les empezamos a dar competencias que les permitieran no solo trabajar en la tierra del café, sino montar su propia finquita en caso de que desearan independizarse. 

Cuando tú le das a la gente la posibilidad de soñar con quedarse, de formarse y de progresar a través de un rubro históricamente olvidado, empiezas a notar cambios en la mentalidad. Así nos pasó a nosotros, al poco tiempo de haber empezado, casi todas las personas del pueblo fueron a tocarnos las puertas porque querían trabajar en Cocollar. Muchos de ellos eran hijos de empleados nuestros, nos maravillaba la posibilidad de estar llegando a las nuevas generaciones. 

Empezamos a trabajar en el año 2016 y hemos crecido mucho hasta el momento. Hemos multiplicado los sembradíos y ya llegamos a 100.000 plantaciones de café, que representan el 40% de lo que se produce en la región. Aunque no tenemos la cifra exacta, sabemos que buena parte de los pobladores de Caripe están vinculados con Cocollar. 

 

Una tierra de ensueño para el café venezolano

Para el pueblo, el café había dejado de ser un rubro relevante y nosotros les empezamos a devolver el sueño de poder vivir de eso como lo hacían sus antepasados. El grueso de la genética que está sembrada en Caripe tiene al menos 100 años y le ha dado sustento a muchísimas generaciones.

El clima y la tierra de esta zona del estado Monagas tienen una peculiaridad. Contra su montaña está el océano Atlántico, así que las precipitaciones que se producen están cargadas de minerales del mar. Esto hace que el café tenga elementos insolubles dentro del propio grano. Este elemento es único de este sector del país y resulta difícil conseguir estas características en otros lugares del continente.

Caripe es una tierra sana en la que casi no entran plagas. Una tierra que trabajamos sin componentes artificiales porque queremos que su calidad perdure.

Fotos: Carlos Bello/Historias que laten

No tengo previsto trabajar en este lugar por un plazo corto, quiero trabajar para generar una continuidad del proyecto de mi abuelo y de mi tío. Dejar un campo sano, que no esté envenenado, que pueda quedar como un legado para mis hijos. 

Así como la fe se transmite de generación en generación, mis antepasados me transmitieron el amor por este país. Mis abuelos me hicieron creer que este es el mejor país del mundo. Y curiosamente era el mejor país del mundo porque nada estaba hecho, sino porque estaba todo por hacerse. Mi familia decidió sembrar en mí la visión de que si bien no vivíamos en una nación con gran desarrollo en algunos ámbitos, teníamos oportunidades de construirlo todo nosotros. Tener un lienzo casi en blanco para crear progreso. 

Para mí Venezuela siempre ha sido una tierra de ensueño, llena de oportunidades. Aunque he trabajado en empresas extranjeras y he estudiado fuera, percibo todo eso como oportunidades para formarme y luego cosechar en mi propia tierra los conocimientos adquiridos. 

Los sueños nunca se consiguen a través de las vías fáciles. De hecho, ellos son, en sí mismos, los proveedores de fuerza y motivación para lograr nuestros propósitos durante los momentos difíciles. Así veo mi camino en Venezuela, como un sueño que me permite seguir trabajando, seguir construyendo y seguir ayudando.

Fotos: Carlos Bello/Historias que laten