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551 kilómetros. Tres parroquias. Un municipio. La misma dolencia: los pueblos de Cruz Salmerón Acosta en el estado Sucre sufren el azote de la desatención en un entorno semidesértico. Con las condiciones geográficas para ser potencia en turismo y en producción de sal, este vasto lugar en el oriente de Venezuela se mantiene anclado en la precariedad. Pero sus lugareños son tercos: insisten en su día a día entre las erosiones del clima que los arropa. Esta es la primera crónica de una serie dedicada a las #HistoriasDeLaPenínsula

Fotos Alejandro Solé

La Palita

Hay un solo carro particular estacionado en la cola para ir a Araya en “la Palita” desde el muelle de Puerto Sucre en Cumaná, la primogénita del país y capital del estado Sucre. Son casi las seis de la mañana de un viernes y comienzan a despertar choferes y acompañantes de los camiones y gandolas que esperan en el sitio desde la madrugada. Con botellas plásticas llenas de agua cepillan sus dientes y lavan sus caras mientras el sol va pintando de colores el amanecer con la luna aun de testigo.

Araya es una de las tres parroquias del municipio Cruz Salmerón Acosta de la península en el extremo noreste de la entidad oriental. La mayoría de los que están en fila en el muelle van hacia Margarita, estado Nueva Esparta. Un solo camión llegó antes del amanecer para ir a la península, pero estaba estacionado lejos del lugar de espera para que no le tiren “un quieto”. Tocó un “buen día”.

En la taquilla de la empresa Naviarca hay dos ventanas para comprar pasajes: una para Araya y otra para Margarita. Minutos después del despertar de los choferes, como si se tratara de una sincronización, los encargados de la venta deciden dividir la cola de Margarita:

—Los que van a confirmar pasaje vayan por al lado —espetan desde lo interno de la oficina de boletería y en ese momento solo resuelven los viajes de quienes van hacia el estado Nueva Esparta.

—¿Hay pasaje para Araya? —preguntan desde la cola.
—¿Tienes carro? —fue el regaño que respondieron.
—Sí.
—Te tienes que poner con tu carro al fondo en la última fila.

Hay que permanecer en el lugar indicado para esperar “al jefe” que verifica si “hay cupo”. Todavía no ha pasado una hora y los choferes de carga sacan su vianda para desayunar arepas en el estacionamiento que hiede a esfínteres mientras siguen esperando su turno de zarpar.

—Antes hacían tres viajes al día y desde hace cinco meses hacen uno solo. Ahora (desde septiembre) hacen dos viajes: uno a las diez de la mañana y el otro a las dos de la tarde —cuenta Henry Antonio Figuera, reconocido como “pepsicola”.

Él lleva siete años “arreglando” la cola en el muelle de Cumaná porque tuvo un accidente que lesionó uno de sus brazos y no pudo seguir trabajando como obrero en una empresa privada. Del lado izquierdo de las filas de carros, Henry tiene un container que le sirve de oficina, a la sombra de un árbol donde amarra su chinchorro. Explica el funcionamiento del transporte marítimo mientras comienzan a llegar carros y personas.

—La Palita carga como ciento cincuenta personas. Tiene una plataforma de setenta metros para los vehículos. Máximo lleva tres gandolas por viaje —dice mientras barre y echa cuentos de sus tiempos como corredor.

Se distrae, prefiere recordar sus aventuras de muchacho deportista que seguir explicando el transporte hacia Araya. Vuelve.

—Se llama la Palita, no sé por qué. No es un ferry ni una chalana, es la Palita.

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Fotos por: Alejandro Sole

A un cuarto para las diez de la mañana comienza el embarque. Primero los pasajeros sin vehículos. Diez minutos después entran los tres camiones, el 350 y una gandola. Les toca a las siete camionetas. De último los cuatro carros livianos. Después de arreglados verifican que cabe más y dan paso a un cuarto camión, casi jugando legos para lograr que encaje. Cerraron la compuerta. Hora de la salida.

En “la Palita”, según Henry, a veces hay tanta gente esperando “que meten casi el doble de lo que cabe”. Al final de la plataforma para los vehículos se abre un espacio cuadrado con dos pisos para las personas. Arriba del lado izquierdo: cinco bancos de madera, uno detrás del otro, donde caben entre tres y cinco personas, dependiendo de qué tanto se puedan amuñuñar. Del lado derecho la misma distribución. En el medio del segundo piso dispusieron dos bancos adicionales más largos y una escalera muy estrecha donde se sientan personas que casi hacen imposible la circulación. Antes de zarpar, los vendedores ambulantes ofrecen empanadas, merey, cotufas, caramelos, papelón. Los que llegaron tarde deben hacer el recorrido en la platabanda entre los carros recibiendo sol y uno que otro salpicón.

Así, apretados y con el calor de la costa, se navegan durante más de cuarenta minutos los casi quince kilómetros de agua salada que separan a los muelles. La Real Fortaleza de Santiago de Arroyo, el castillo, da la bienvenida a las tierras semiáridas de Araya, la parroquia con 169 kilómetros cuadrados que albergan a cerca de 20 mil personas (casi 60% de habitantes del municipio según el Censo 2011 del Instituto Nacional de Estadísticas). El lujo histórico de esa fortificación colonial en ruinas anclada en las corrientes esmeralda dan la bienvenida al pueblo. Las santamarías abajo y las paredes desteñidas también. La flor bonita que crece en el hostil semidesierto de la península es la voluntad.

Una maestra

La maestra Kenya Bermúdez dejó de trabajar en la escuela donde quisiera seguir en El Rincón, otro pueblo, porque no tiene cómo llegar desde Manicuare, la parroquia más modesta del municipio con 95 kilómetros cuadrados y 6.954 ciudadanos según el INE.

—Si yo tuviera carro seguiría yendo a dar clases. Una vez me tuve que ir en un camión encima de unos sacos de maíz. Llegué muy tarde y muy cansada, sin contar el riesgo que representa viajar así —cuenta.

Antes de la crisis de transporte que comenzó en 2017 y se agudizó después de las protestas de ese año, ir a la escuela era una rutina con un tiempo estimado. Los imprevistos eran reducidos:

—Para llegar antes de las siete de la mañana salía a diez para las seis de mi casa. Tomaba el bus para Araya, de ahí otro en Punta de Araya que me llevaba a El Rincón. Menos de una hora. Desde el año pasado tenía que salir poco después de las cinco y sin la seguridad de encontrar cómo ir. A veces eran las nueve de la mañana y estaba todavía a mitad de camino —rezonga con nostalgia.

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Fotos por: Alejandro Sole

En el Distrito y la Zona Escolar —suelta la maestra— están aprobando los cambios de lugares de trabajo de los docentes para sus zonas de residencia por la “grave crisis de transporte”.  Ahora está a cargo de un proyecto educativo de formadores en el Centro de Investigación y Formación del Magisterio de Manicuare.

En ese liceo, a pesar de no tener recursos para mantener las pinturas de las paredes a salvo del salitre, ni los aires acondicionado funcionando o las piezas de metal como cerraduras y  lámparas, un grupo de danza repite una y otra vez la coreografía guiado por su instructor un sábado en la tarde. Deciden bailar sin sonido porque, según el profesor, deben memorizar los tempos y el ritmo “por si se va la luz en pleno acto”.

Además de las imposibilidades de desplazamiento entre los pueblos, a Kenya también le ha tocado lidiar —entre lágrimas ajenas y propias— con las necesidades alimenticias de los niños, que en muchos casos han cambiado sus cuadernos y creyones por redes y anzuelos.

Mapa por: Anaís Marichal

Churuata y empanadas

Entre los poblados de Salazar y Taguapire un astillero muestra la cáscara de una de las embarcaciones de Conferry —empresa privada de transporte marítimo que fue expropiada por el gobierno nacional— siendo arrasada por el descuido y la feroz inclemencia del clima. Las carreteras son invadidas por enormes huecos que incomunican a sus habitantes. El transporte es cada vez más insuficiente.

Allá están rodeados de una vegetación xerofítica, con relieve formado por un sistema de lomas y colinas bajas de rocas donde solo conviven reptiles y aves, según Orlando Cabrera, especialista en geomorfología costera.

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Fotos por: Alejandro Sole

Luego de casi una hora de navegación para llegar desde Cumaná hasta Araya, el sol aprieta al mediodía. Después de tres lugares cerrados, finalmente en la calle La Marina está el único restaurante abierto un viernes. La Churuata de Miguel es propiedad de un cumanés hijo de sirios que lleva más de diez años levantando (o al menos intentándolo) un negocio frente a la playa El Castillo.

—La idea era convertir esto en una posada con restaurante, pero la crisis económica he hecho que todo se paralice y que deje de construir. Además este año me robaron y eso retrasó mucho más todo —lamenta Kabbabe.

Cuenta que fue a Cumaná a comprar mercancía y lo que se suponía que era viaje “ida por vuelta” se convirtió en una larga peregrinación de dos días buscando un puesto en “la Palita” para regresar. En el interín, algunos vecinos mañosos supieron de su ausencia y aprovecharon de hurtar lo que pudieron.

—Estamos sobreviviendo. Ya no percibimos ganancias. Hacemos lo que podemos con lo que tenemos —dijo después de haber ofrecido corocoro y atún, pero tuvo que rectificar porque solo le queda la segunda opción.

En ese mediodía de sol intenso, los abuelos con sus lomos encorvados asistidos por familiares para mantenerse en pie, ayudados por sus bastones, buscando pedacitos de sombras, esperan en las afueras del único Banco Bicentenario de Araya. Esperan en plena calle, sin asientos, sin consideraciones especiales, sin atención inmediata ni preferencial. Se aglomeran cada tanto en las puertas cerradas de la entidad financiera para saber si podrán cobrar la pensión, en medio de la crisis de efectivo que mantiene a la población desprovista de suficientes billetes en un proceso hiperinflacionario.

Temperaturas elevadas, suelos secos, poca humedad y escasas precipitaciones. Así son los días y las noches en los pueblos de Cruz Salmerón Acosta. En esas condiciones que parecen inhóspitas la cotidianidad sufre los embates y es difícil recoger cosechas —productivas, financieras, comerciales— en tierras semiáridas. Pareciera que hasta esa flor bonita se marchita.

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Fotos por: Alejandro Sole

Pero todas las madrugadas una empanadera comienza a freír el menú en su carrito de lata a la puerta de su casa en una de las bocacalles que salen del sector El Boulevard en la calle La Marina. Niños vecinos van por sus encargos. “Tres de pescado”, “cinco para mi casa”, “mi mamá dice que te paga mañana”. La mujer, de piel mustia, confiesa que lleva su vida con ese oficio pero cada vez se le hace más complicado disfrutar los frutos de su esfuerzo. La habilidad con la que amasa, rellena y tira la preparación al aceite hirviendo confirma que no miente.

—Solo recibo efectivo, porque el bachaquero es lo único que acepta. ¿Y cómo hago? Si no es así no puedo seguir trabajando —se queja.

En medio de esas aguas tranquilas de azul rebosante ha sido cuesta arriba mantener la operatividad de los servicios públicos, privados, de producción, de transporte, financieros.

El sol y el salitre parecen devorar hasta el mínimo impulso.

Oro blanco

A finales del siglo XVI los españoles levantaron los muros de una fortaleza para proteger el oro blanco —la sal— de las lagunas de Araya. Dos siglos después explotaron sus cimientos y quedan las ruinas, pero el tesoro permanece en el siglo XXI sin generar las riquezas que desde que se supo de su existencia han estado esperando.

El legado de la colonia española que hace más de cinco siglos protegía el territorio venezolano de la avanzada pirata holandesa que buscaba asaltar las costas, en lugar de ser hoy un baluarte turístico está a la disposición de la intemperie en su máxima expresión.Un par de postes interrumpen abruptamente su esencia histórica y muestran el fracaso de las iniciativas por conservar la estructura.

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Fotos por: Alejandro Sole

Hace sesenta años se estrenaba en Venezuela Araya, la película dirigida por Margot Benacerraf que exhibe el funcionamiento de la salina de la península que desde hace siglos es la promesa incumplida de la prosperidad y el desarrollo. Después de seis décadas, un premio en Cannes y muchas gestiones públicas y privadas, lo que relata el largometraje ha cambiado en forma pero no en fondo. El recurso natural sigue ahí; las múltiples gerencias no han logrado monetizar su potencial. Sobre todo, los arayeros no han recibido las bondades que les corresponden por ser habitantes de una tierra rica. Ya contaba el dramaturgo y cronista José Ignacio Cabrujas, en la galardonada producción, que los obreros saboreaban la explotación aspirando a grandes recompensas que no llegaban.

Después de seis décadas de documentar el proceso se ha refinado la maquinaria pero el modus operandis es el mismo. La expectativa de finales de 2018 es que vendría un inversionista brasilero que echaría a andar la producción con una empresa mixta en la que el Estado venezolano tendría 51% de participación. Gustavo López, el gerente general que asumió el cargo en septiembre de 2018, asegura que la meta es dejar de importar sal, para distribuir la producida en la península a nivel nacional.

Para inicios de 2019 la Empresa Nacional Salinera (ENASAL) tiene en su haber a 468 empleados. Todos mantienen y alimentan la esperanza de mejores condiciones, mejores recompensas, mejores producciones. Pareciera que todos cantan, en silencio y sin saberlo, la reconocida letra de Héctor Lavoe: “Sé que antes de mi muerte/ seguro que mi suerte cambiará”. Quieren que cambie la suerte de ellos, de la salina, de Araya. Todos anhelan una mejor ventura para el municipio.

Julio Hernández, concejal de Cruz Salmerón Acosta y cultor de Manicuare, dice que la actividad productiva de los habitantes del municipio es equitativa: 20% dedicado a la sal, 20% empleado público en otro sector, 5-10% dedicado al arte de la loza y 20% desempleado. El resto está abocado a la pesca.

—Frente a la grave crisis económica se ha roto la comunidad y los buenos vecinos para abrir paso al comercio desinteresado que busca soluciones inmediatas y ganar dinero a costa de lo que sea —reprocha el concejal.

El dirigente denuncia que es un municipio desasistido y abandonado de tierras áridas, donde hubo una tímida mejora en las condiciones de vida pero se echó por la borda ese avance y han vuelto atrás.

Los pescadores

Son casi las cuatro de la tarde del viernes en Manicuare y cada vez se hace menos probable abordar algún tipo de transporte. Un grupo nutrido de personas aglomerados en lo que parece una parada de autobús maldicen, mientan improperios y demandan transporte digno que les permitan movilizarse con normalidad. Entonces, aparece un camión de empresas Polar. El logotipo y su buen estado delatan su proveniencia. El chofer dirige un ademán al tumulto que pelea por un “pedacito” de sombra. La multitud emprende una feroz carrera para encaramarse en el vehículo. Los que no logran entrar a la cava se regresan vociferando groserías y con menos esperanza de llegar a sus destinos.

Son precarias las maneras de transitar sus tierras.

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Fotos por: Alejandro Sole

Trasladarse representa una inminente travesía. Para llegar a la península hay dos opciones: largas horas de madrugada para embarcar un bote o “la Palita” o largas horas de carretera en las condiciones críticas del pavimento y retando la inseguridad criminal que acompaña el recorrido. Lo común de las alternativas: mucho tiempo de traslado, incertidumbre y riesgo. El destino: un paraíso natural que no explota su posibilidad de ser potencia turística.

Millo es pescador artesanal, vive en Guayacán, después Taguapire, lejos de Manicuare. El pueblo forma parte de Chacopata, la parroquia más grande en superficie con 287 kilómetros cuadrados pero con apenas poco más de ocho mil lugareños (según el INE). Su nombre es Luis Emilio León, tiene 50 años, es miembro de un equipo de bolas criollas del pueblo y pesca desde que tiene memoria. Llegar a su casa es igual de complicado por tierra que por mar. Está en el extremo norte de la península y desde la orilla de su playa, la que pisa cuando abre la puerta trasera de su vivienda, se ve la serranía de la isla de Coche, estado Nueva Esparta.

—Cuando era pequeño mi abuelo me llevaba al bote. Hay una diferencia entre trabajar y amar lo que haces. Yo amo ser pescador, no lo hago por dinero. Es lo que me gusta hacer. No quiero ser dueño de bote ni capitán de embarcación. Quiero pescar hasta que el cuerpo aguante.

Cuando la temporada es mala emigra a otros lugares para trabajar en construcción. A Millo lo agarraron los piratas hace menos de un año en el perímetro y estuvo a la deriva como diez horas. Dice, sin dudar, que seguirá pescando.

En su casa la rutina del pueblo se dibuja a cualquier hora. La fiesta comienza antes de que el sol se oculte el sábado. Los pescadores, sus parejas, los familiares y los vecinos se reúnen. Comienzan a desamontonarse las sillas plásticas. Todos son primos, todos son mi tío, todos se piden y se dan la bendición. Se pasan el turno, unos van a dormir mientras otros llegan y se emparejan al festín. Siempre hay un pescado que puedan lanzar al caldero para calmar el hambre. Nadie sabe si sigue siendo sábado o si ya es domingo. Y no importa. Cuentos y más cuentos. Ron y más ron. El sol sale y sigue el ritmo: unos llegan y otros se van a dormir, pero el espacio de reunión permanece concurrido. Quienes se incorporan en el amanecer se van haciendo cargo del café y el desayuno. Ya en domingo unos van al bote y descansan en la playa. Millo prefiere quedarse en casa y otros también.

Pronto comenzarán una nueva faena de pesca.

Este trabajo periodístico se realizó en alianza con el Observatorio de Derechos Humanos del estado Sucre.

Esta es la primera de una serie de crónicas que muestra un mosaico de los pueblos que conforman el municipio Cruz Salmerón Acosta, estado Sucre, y la cotidianidad de su gente.