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Ilustración Betania Díaz

«Ya hace varios días de la recepción de tu correo y yo aún, de forma ingrata, no le doy respuesta. Lo leí, me contentó saber que te encuentras bien, que la tuberculosis, perdón, el COVID-19 no ha tocado a tu puerta, que tu memoria sigue intachable y que recuerdas cómo corrías a caballo blanco por la bella Barinas. También me complace saber que el confinamiento de estos tiempos no ha menguado tu espíritu, aunque te dé ‘fastidio’ salir. ‘Fastidio’ qué extraña palabra para nuestros tiempos de cartas. Yo, por mi parte, sigo en el confinamiento de mi hogar. Hacía años no me detenía por tanto tiempo seguido en él y, aunque me ha llenado el espíritu, el calor de estas tierras ¡harán que me derrita!».

Fue divertido escribir esas pocas líneas pero quedé exhausta. En mi cabeza no sonaba mi voz mientras escribía, sino la de un hombre. Me metí en el personaje y la época hasta que me dio calor y tuve que levantarme de la silla del escritorio.

Vivo en Guarenas y aquí, en mi casa, no hay señal. Mi único medio de comunicación fluido y relativamente constante –actualmente– es por correo electrónico, pero siento que le mando cartas escritas con tintas y llevadas por un mensajero a mis amigos porque no siempre se envían al momento que los escribo –por problemas con la conexión a internet– y, por lo general, la respuesta tampoco es inmediata.

Para mí mandar un correo era algo formal, puntual, preciso. Pero cuando, empezando la cuarentena, me quedé sin wifi, con una señal terrible en el teléfono y sin poder comunicarme con quienes quería, recurrí a este método. «En algún momento el internet volverá y se enviará. Es seguro porque siempre llega el mensaje, aunque después se pierda en la bandeja de entrada», pensaba.

Escribir un correo es un proceso totalmente diferente al que me había acostumbrado con las notas de voz de WhatsApp, los mensajes cortos, los emojis y stickers, la foto instantánea. A diferencia de eso, puedo pasar horas escribiendo un e-mail condensado, extenso, en donde cuento mi primera experiencia haciendo brownies, en el que digo que trato todas las mañanas de hacer ejercicio, que estoy leyendo sobre diseño de interiores y fotografía. Pero sé que en una semana o, con suerte, en tres días tendré una respuesta.

Me desconecto del presente y pienso en lo que le quiero contar y preguntar. Recuerdo adjuntar aquel enlace que había guardado para mostrarle, y poco a poco voy vaciando sobre el papel en blanco de la computadora todo lo que pensaba decir y dejo fluir lo que va saliendo en el momento palabra tras palabra. 

Esta comunicación por correspondencia electrónica es particular. Pausada, evocativa, descriptiva y profunda. Un día puse punto y final en 20 mil caracteres sin darme cuenta. Solo sentía la vista seca y llena de arena.

El intercambio de correos es como leer una novela. Es largo, pero siempre estás deseando más y te desvelas porque quieres saber qué viene en la siguiente página. Me hace pensar en Ana Frank con sus cuentos de convivencia y encierro en plena Segunda Guerra Mundial.

Y aunque la Ana de los años 1942 al 1944 le escribía a una «Kitty», yo, la Anaís de 2020, le escribo a una «Gabi», a una «Ara», a un «Vic» a un “Pa”, una “Lucy” o a una «Bani» en plena cuarentena por la pandemia de COVID-19, y con cada uno es distinto el tono al escribir. 

«¿Qué voz escuchas cuando me lees? ¿La mía? ¿Una voz predeterminada en tu cabeza? ¿O una mezcla de ambas y la mía se acentúa con ciertas frases? El otro día leí el tuit de alguien que decía que las cartas tienen voces, y que leer la carta de un ser querido es como escucharlo», recibí en un correo hace unas semanas. La verdad es que la voz en mi cabeza se mezcla entre lo conocido y muy cercano, que viene acompañado con una imagen de alguna risa compartida o de un comentario similar, y aquella otra desconocida que suena sin personalidad.

Con ese coro en mi cabeza me he enterado del nacimiento del primito de Gabi, que ya hizo su primer viaje de la maternidad en Caracas a Los Valles del Tuy para regresar a su casa; y de una salida fugaz de Arantxa para buscar una cocina eléctrica prestada por haberse quedado sin gas; y de tanta cotidianidad, sentimientos, sueños y hasta pesadillas que me hacen sentirlos cerca, presente. 

Pienso en las relaciones de antes. En las amistades y amores que se mantenían por correspondencia y puedo entender por qué eran posibles. Mandar una carta, en mi caso correo, es tener el deseo de compartir y esperar con ilusión que al remitente le pase lo mismo y, que además, tenga la voluntad de meterse en el buzón del correo electrónico y tomarse el tiempo de escribir. Que la relación comienza desde que decides compartir algo, que estamos juntos aunque no estemos en el mismo lugar, que hay una “correspondencia” con el cariño.

Al igual que para Ana, a sus 14 años, con su diario, escribir para mí, a los 24, ha sido terapéutico en este encierro, y me ha ayudado a buscar «la cordura entre letras», como me dijeron en un correo hace ya un mes, y construir la memoria de esta nueva cotidianidad.

Con este ejercicio divertido reafirmo lo mucho que me gusta escribir, más que hablar por teléfono, por ejemplo. Me hace mantenerme al día con los chistes y temas de Twitter, los nuevos memes que circulan, y sobre todo sabiendo que, a pesar de la distancia, al otro lado de estas cartas alguien me lee, alguien espera saber de mí, tanto como yo de ellos. Tanto como todos los abrazos que espero, con paciencia mientras escribo, volver a dar.

«Se despide por hoy y espera a leerte pronto»,

Anaís.