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Creo, sin temor a equivocarme, que la mayoría de mis colegas tuvo alguna vez un intercambio de palabras con el presidente Hugo Chávez. En alguna rueda de prensa o entrevista, un Aló Presidente o en aquellos tiempos cuando todavía podíamos pasar al Palacio de Miraflores y llamarlo para alguna declaración furtiva: ¡Presidente, Presidente! Y sí, casi todas las veces venía  con una sonrisilla preparando el dardo efectivísimo que era su verbo.

Tras el vértigo que se desató con el anuncio de su muerte, yo recuerdo ese primer encuentro. Estudiaba Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello y el Centro de Estudiantes de mi escuela invitó al recién indultado teniente coronel Hugo Chávez a conversar con nosotros y algunos profesores. Recuerdo claramente la presencia de Maryclen Stelling, profesora de Comunicación Política.

Entonces llegó, de liqui-liqui, flaco y puntiagudo, muy moreno, con un librito repetido que repartió a todos los presentes, el primer Plan de la Nación Simón Bolívar. Cuatro hojas tamaño carta, seguro reproducidas en stencil, dobladas y engrapadas con las ideas gruesas de lo que repetiría toda su vida como un mantra. Pero en esos tiempos no hablaba como ahora, no era el Chávez político. Todavía era demasiado desgarbado y con el discurso de la utopía a flor de labios. Hablaba muy rápido y se atropellaba a sí mismo con algunas ideas. Fue la primera vez que vi su sonrisilla, esa, su escudo amable o socarrón. Quería destacar y convencer, pero sobre todo miraba nuestras reacciones. Callaba cuando le tocaba. Nos analizaba.

No costó mucho que las opiniones de los estudiantes –con esa clásica y fabulosa arrogancia de quienes no saben nada y creen que se las saben todas, sobre todo si quieren ser periodistas– destrozaran sus tesis políticas: el abstencionismo, la toma del poder por las armas para la instalación final de un centralismo que pondría fin a todos nuestros males. Sobre todo los de la gente pobre, los del campo, los excluidos. El Estado los salvaría. No tenía un plan concreto, solo quería rescatarlos, pero no sabía cómo. El tiempo deja claro que intentó lo que pudo, pero no pudo, pero eso es cuento de otro cuento.

En ese momento no sabíamos que estos catorce años pasarían.

Ese día de 1996, hasta la profesora Stelling, que hoy se muestra como una de las más fervorosas defensoras de su causa, le dio con el palo de la refinación de conceptos, lo interpeló con el látigo de la realidad. No la inspiró a ella y a ninguno, creo. Cada minuto que pasaba sentíamos que perdíamos el tiempo, “para qué habré venido a escuchar a este tipo, lo único bueno que dijo fue el ‘por ahora’”, pensaba yo. Sin embargo, quedamos hasta al final de la charla, la curiosidad sobre el personaje sobrepasaba cierto hastío. Sin duda, ejercía un cierto magnetismo. Él, sabiéndose abatido por una cuerda de insolentes, se despidió de cada uno de nosotros con la sonrisilla y un pequeño mensaje. No sé qué le dijo a los otros, pero a mí me dijo, palabras más o menos: “Hasta luego, son muy agudos ustedes y aunque esta vez no supe bien qué decir, algún día se acordarán de mí”.

El apretón de manos me sacudió. Era fuerte para ser tan flaco. Le puse off a mi cerebro y preferí olvidar que perdí esa tarde hablando con “ese gafo”, aunque guardé durante años el famoso plan “Simón Bolívar”.

***

 

Dos años después, una mañana de 1998, Chávez me sorprendió en su escenario favorito, la televisión, lanzando su candidatura, enfundado en una camisa blanca y un caluroso pulóver azul marino, citando frases de Walt Whitman. La voz era la misma, pero envolviendo a otro ser. Casi se me cae el cereal de la impresión, “¿quién es este? ¿Es él?”

Algo lo agarró en el camino en esos dos años que lo sacó de la pendejada abstencionista (poco después leeríamos que fue un trabajo agotador entre su hermano Adán y Luis Miquilena) y lo enseñó a parecerse a un político, a concatenar ideas y mostrar rutas más concretas para su desvelo, quién sabe si la salvación de la patria, llegar a la Presidencia, o ambas.

Tampoco me gustó entonces demasiado. Se veía pequeño burgués, transmutado para ganar votos, pseudoacadémico, la sonrisilla intacta, eso sí. La verdad es que a los jóvenes no nos gustaba nada, o yo era demasiado fastidiosa. Pero empecé a escucharlo con cuidado, y a no desdeñar tan simplemente sus palabras. Empezaba a trabajar como periodista para la revista Primicia y a ensayar aquello de ser capaz de ver todo y escuchar todo.

Se lanzó y ganó.

***

 

No tuve más contacto con él sino hasta 2001, cuando trabajando para el diario TalCual me enviaron a la Academia Militar, “porque el Presidente va para allá y Dubraska no vino”. Dubraska Romero era la reportera de la fuente militar. Yo me moría de miedo. Tenía en el diarismo algo así como tres semanas. Qué se yo para qué lo iba a buscar, en el TalCual de entonces las palabras de la fuente eran tanto o menos importante que el detalle, “eso” que no ven los demás.  Allí lo esperé con todos los otros reporteros –cuando todavía podíamos entrar este edificio–, y llegó con su caravana. Se bajó del carro y al grito de los periodistas acudió, con su sonrisilla, y respondió cualquier cosa que preguntamos. Incluso a yo lo hice; se me había quitado el miedo.

Ya satisfechos con las grabadoras llenas se dispersó el enjambre que éramos. El presidente Chávez se disponía a irse cuando de repente se volteó y me llamó: “Epa, muchacha, ¿tú estabas en la Católica cuando yo fui, verdad?” El cerebro, que había guardado aquel apretón de manos en quien sabe cuál recodo, apenas reaccionó. “Sí, Presidente, los estudiantes de Comunicación Social”. Casi nada quedaba del hombre del liqui-liqui. Ya no era tan flaco, ni tan huesudo, ni tan moreno y, decididamente, nada “gafo”, como pensé cuando me puso la mano en el hombro y me dijo: “¿Viste, que todos se iban a acordar de mí?”.