Nuestros cronistas Anaís Marichal y Carlos Bello emprendieron su camino hacia la frontera entre Venezuela y Colombia para cubrir el concierto #VenezuelaAidLive y el ingreso de la ayuda humanitaria al país. La travesía comenzó la madrugada del jueves 21 de febrero con el desplazamiento por tierra hacia el estado Táchira, por más de dieciséis horas. Aquí mostramos la bitácora del viaje en su registro de #HistoriasDeVoluntarios.
Por Carlos Bello y Anais Marichal
[Día 1]
Ayuda
—¿Quién durmió más de dos horas? -pregunta la organizadora del viaje montarse en el autobús.
Se dirige a las personas que van en el vehículo de Caracas a San Antonio del Táchira y esperan llegar a Cúcuta, Colombia, para participar como voluntarios en la entrada de la ayuda humanitaria a Venezuela.
Son las seis y media de la mañana y la duda es solo una.
—¿Si nos paran y preguntan pará dónde vamos, qué vamos a decir? —se repiten todos.
—Bueno, que vamos para la playa —comenta en tono jocoso uno de los pasajeros.
—Que vamos a ver a la tía. La tía de todos nosotros —responden desde el fondo.
—No vale —interumpe con mucha seriedad una mujer—. Decimos que vamos para el concierto. Que vamos a ver a Omar Acedo.
Todos comienzan a reír.
Hasta que la mujer que tuvo la idea de la visita a la tía lee una noticia en su teléfono: «Tomas satelitales muestran que Nicolás Maduro, mueve misiles antiaéreos a la frontera con Colombia».
—Sí, eso leí y que Capacho (un pueblo venezolano cerca de la frontera en el estado Táchira) está bloqueado por la Guardia Nacional Bolivariana —dice frunciendo el ceño otra mujer. Sin embargo, luego relaja el rostro y culmina—. Yo no sé ustedes pero yo ya me veo cargando las cajas de la ayuda humanitaria.
¡¿Quiénes somos?!
¡Voluntarios!
¡¿Qué queremos?!
¡Ayudar!
Gritan eufóricos a coro.
Entre Cojedes y Barinas
El trayecto transcurre en decidir si seguir hoy mismo hacia San Antonio del Táchira o parar en San Cristóbal y pasar la noche.
Llamadas telefónicas, amigos que atienden y ponen a disposición unas cuantas camas y hasta la llave de la casa.
—Me dice que podemos quedarnos ahí esta noche, que ella no va a estar, pero que nos dejará la llave de su casa —comenta parada en medio del carro, quien durante todo el camino ha ido cuadrando la logística.
El vehículo baja la velocidad y casi se estaciona detrás de un camión. La chica se sienta de golpe tras un halón de brazo de su compañera de asiento. El chofer abre la ventana. Desde afuera, un ceño fruncido bajo una gorra verde oliva observa a quienes pasan para decidir a quién parar.
El camión avanza y nosotros también. Los chalecos naranja fluorescentes quedan atrás como tendidos al sol de las diez de la mañana en la vía de Valencia a Cojedes.
—¿Por como se están poniendo las cosas no será mejor continuar? —preguntan desde el carro alguien más— ¿Viajar en la noche para no conseguir tantas alcabalas no sería buena opción?
—¡No!
Responden dos voces en los puestos de adelante.
—Esa zona es muy peligrosa —explica la señora de la derecha.
—Yo estuve viajando todo 2017 a Capacho y la gente nos decía que después de las cinco y media de la tarde no se podía salir para ningún lado —cuenta la mujer que se sienta detrás del conductor y señala que la zona está minada de guerrilleros.
—Exacto, el mayor problema no son las alcabalas, sino que terminemos dándole clases a los hijos de quién sabe quién en quién sabe dónde.
Cerca del Táchira
Llevamos diez horas de viaje, un par de paradas al baño y tres paradas en alcabalas, la carretera se hace infinita.
Puestos de ventas de comida, que se traducen en algunas sillas plásticas con un cartón fluorescente, los precios con marcador y una sombrilla para esconderse del sol. Y silencio.
Lo único que se escucha es la brisa de los carros cuando pasan en la vía contraria. De repente, a lo lejos, suena una corneta.
Otra. Otra y otra. Cada vez más fuerte y más cerca. Ahora se escuchan gritos. En la punta de la vía aparece, como pequeñas mostacillas de colores agrupadas, un grupo de personas con banderas tricolor y de unos partidos políticos. Están apostados en la salida de Pedraza la Vieja, entre Santa Bárbara de Barinas y Socopó.
Unos metros más allá, en la calle del frente, más de cien vehículos hacen cola para cargar combustible. Pasamos la gasolinera en donde una gandola de PDVSA descarga.
Otra cola pero en sentido contrario y de motos. Paramos a la mitad del carril para preguntar si sabían si traía gasoil también.
Haciendo señas con las manos, uno gritó hacia los bomberos: «Pana, ¿y gasoil?». Para no trancar el paso, dimos vuelta en U, atravesamos el otro canal de la carretera y entramos a la estación. Un militar se acercó y dijo que esperáramos a que terminara de descargar.
Aprovechamos y nos bajamos. Esta vez no para estirar las piernas sino para acercarnos al grupo que había quedado más atrás en plena vía. Gritan cada vez que pasa un camión, carro o camioneta. Se unen a la gente del Labo Ciudadano (@labociudadano) y corean consignas. Tienen, además, banderas que agitan, pancartas con mensajes y ganas de ver a Guaidó.
[Día 3]
Puentes de humanidad
Una de las activistas que lideró el grupo de viajeros de Caracas a San Cristóbal, se acercó sola al piquete de la Guardia Nacional Bolivariana, pasadas las diez de la mañana, en Ureña, estado Táchira, pidiendo que se unieran a la defensa de la paz y la democracia. En ese punto, se esperaba el ingreso de parte de la ayuda humanitaria que ingresaría a Venezuela desde Colombia.
—Este es el momento de que sean los verdaderos héroes de la patria. Tienen esa oportunidad hoy —repetía mientras caminaba hacia ellos.
La mujer canosa es conocida por entrompar a la fuerza del Estado en las manifestaciones con sus consignas y reflexiones ciudadanas para dejar la violencia y tender puentes pacíficos. En la frontera repitió lo que ha hecho durante años de oposición al régimen. Esta vez, los miembros de la GNB la protegieron.
En momentos donde todo era confuso, caminó hacia el piquete. Los guardias le pidieron retroceder. Ella, envalentonada, continuó su paso. Los manifestantes que la acompañaban desde atrás comenzaron a gritar. Los guardias hacieron ademanes para que se alejara, entonces, los manifestantes lanzaron objetos contra el piquete.
Un guardia se acercó a la mujer. Ella se zafó porque pensó que sería detenida. Dos guardias más se acercaron y la cubrieron con sus escudos porque los objetos la iban a impactar.
Volvió ilesa al grupo de manifestantes.
La GNB continuó en resguardo de la frontera. Lo que siguió fueron piedras, bombas lacrimógenas, quema de un autobús. Más piedras. Gritos. Confusión. Humo. Desesperación.
Pasadas las once de la mañana, el grupo de activistas del Laboratorio Ciudadano de No Violencia Activa se reguardó en una casa cercana a la zona donde les ofrecieron techo y un poco de agua. Mientras recrudeció el enfrentamiento consideraron la posibilidad de regresar a su sitio de morada, pero permanecieron ahí, cerca del puente de Ureña por donde finalmente intentó avanzar la gandola con la ayuda humanitaria.
[Día 4]
De regreso
Faltan dos horas para que salga el sol y los miembros del @labociudadano están sentados alrededor del vehículo que los devolverá a Caracas, luego de haber participado en la manifestación de apoyo al ingreso de la ayuda humanitaria por el puente binacional Francisco Paula Santander, en Ureña, Táchira.
El silencio impera. Solo se escucha el abrir y cerrar de las puertas del vehículo. El chofer arranca y uno a uno comienzan a quedarse dormidos dentro de la unidad. Dos kilómetros más adelante, en la cuarta alcabala, se escucha el primer «párese ahí, a la derecha». La puerta se abre y entra un oficial de la Guardia Nacional Bolivariana.
—¿De dónde vienen? —pregunta el joven uniformado que sube al autobús. Su gorra oculta sus ojos. -San Cristóbal -dicen el chofer, y las dos mujeres en la primera fila.
Nos mira, inspecciona las esquinas de asientos, los rostros y duda. —Siga. Me hace el favor —dice y cierra la puerta.
Saliendo de la alcabala personas en la vía piden la cola a todos los que pasan por allí. «Hasta ahí, mismo», «no importa que vayamos parados».
Los ojos ardidos por el gas lacrimógeno del día sábado no permitirían ver con claridad la ruta de pétalos amarillos, iluminados por los primeros rayos de sol de la mañana, que nos alejan del fuego, el humo, piedras y sí, los encapuchados y militares de ayer.
Ya amaneció y estamos entrando a Barinas. El camino te permite ver a lo lejos. La leve curvatura del campo que bordea la carretera le da ritmo al viaje de regreso, sus arbustos verdes en medio del pasto amarillo tostado por el sol y su ganando huesudo que busca alimento entre los brotes.
Una mujer de cabello cano rompe el silencio del viaje y dice: «Oigan, declararon toque de queda en Táchira».
La tercera estación de gasolina en el camino de San Antonio del Táchira a Barinas tiene una cola para taxis, otra para carros particulares, una de motos y una para autobuses y gandolas. —Esto va para rato—comentan desde la primera fila del autobús—, así que vamos a desayunar.
Tres pastelitos y una malta, a las nueve y media de la mañana.