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Rodrigo Machado es un pez. Su número es el trece. “Es el día más sortario que tengo, nací un trece de marzo a la una de la tarde”. Las 13:00 en hora militar. El día de su cumpleaños número trece lo salvaron de morir ahogado en Playa Grande, Choroní. Desde entonces no bajó la guardia, fue rescatista, pescador y nadador profesional. El tiburón solitario, le llamaban en los rieles. Rodrigo, por supuesto, es del signo Piscis.

Nada, excepto su amor por su padre, presagiaba que de los trece hijos de la familia Machado, sería Rodrigo quien heredaría la cincuentenaria tradición de preparar la guarapita más famosa de Choroní. Su osamenta de 1.86 metros de altura parece pertenecer a otras batallas.

De pie, descamisado y descalzo en el patio de su casa, extiende los brazos en cruz para mostrar las dimensiones del único atún con ínfulas de ballena blanca que se le escapó en la vida: “de este tamaño”. Sus huesos parecen el resultado de las ganas de ir un poco más lejos, de tocar un extremo imposible. Solo el estómago prominente lo delata. “Ya no pesco todos los días”, confiesa.

Desde hace doce años se dedica, con paciencia de pescador, a seleccionar parchitas (maracuyá), lavarlas, herirlas, desmembrarlas, licuarlas y mezclarlas con la medida exacta de alcohol hasta convertirlas en un litro de poción costera embotellada: la guarapita, la bebida favorita para las fiestas y días de playa en las costas venezolanas.

Alida, su esposa por más de cuarenta y cuatro años, asegura que el secreto de la guarapita de Rodrigo es “el cariño, el respeto y la dedicación con que la hace”. Él, más práctico, lo atribuye a que prescinde de la cáscara de la parchita, del agua y de la ayuda de terceros.

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Debajo del almendrón, en el patio central de la casa, se extienden los dominios de la tradición. Una mesa amplia, dos licuadoras, tres ollas grandes, una ponchera, un refrigerador, dos cajas con botellas de vidrio vacías, dos ventiladores estacionados en el encendido porque en el pueblo escasea la electricidad, un banco de madera, una silla de plástico tejido, un perro grande beige, otro pequeño blanquinegro, varios instrumentos de pesca llenando espacios, una red a medio remendar. También está Rodrigo debajo del almendrón. Encorvado sobre sí mismo sostiene la taza diminuta de plástico rojo que usaba su papá para probar el licor mientras lo preparaba. Esa taza no se toca, tampoco el cuchillo para picar, ni la paleta para remover.

Si los objetos tuvieran memoria, estos podrían contar la vez que el padre de Rodrigo, también pescador, preparó las primeras botellas de guarapita para obsequiar a sus amigos hace cincuenta años. Al principio las hacía de limón, luego su invento de usar parchitas comenzó a ganar adeptos. Ya entonces existían la taza roja, el cuchillo y la paleta.

En vacaciones escolares Rodrigo sólo deja a sus nietos lavar las parchitas, “de allí no los dejo meter la mano en más nada”. Nadie quiere una guarapita morada. En una oportunidad le ofrecieron ampliar el negocio, multiplicar la producción, contratar personal, pero eso implicaba corromper el método. Dijo que no. Tampoco piensa en abrir una venta más cerca de la playa. “A mi padre no le gustaba eso. Él decía que quien probara su guarapita no iba a tomar más nada. Yo sigo su tradición”.

Por eso tiene clientes fijos que van a comprar a su casa, en una callecita escondida del pueblo. Los perros sienten llegar a la pareja de turistas antes de que aparezcan tras la reja verde, “¿Esta es la casa del señor Rodrigo?”, preguntan. Alida los atiende con su mística de maestra de escuela ya jubilada. Les da de probar el licor de parchita, luego el de coco. Mientras espera el veredicto apoya las manos en la reja descansando el talón de un pie en el tobillo del otro. A sus sesenta y siete años conserva intacta la elegancia que Rodrigo distinguió en el malecón de Choroní, cuando la vio trasegar con sus maletas esperando una lancha que la llevara hasta su trabajo en Cepe, al otro lado de la orilla. “Tenga paciencia porque el mar está bravo”, le aconsejó él. Un año y medio después se casaron. Tuvieron cinco hijos.

La pareja se decide: una botella de parchita y una de coco. “No, mejor dos de coco”. Esta es la primera venta del día, pero son las tres de la tarde. Fuera de temporada la familia vive de la pesca y de los encargos de licor para bodas o conferencias esporádicas que hacen los hoteles grandes del pueblo. Hubo una época en que se producían guarapitas suficientes para llenar cuatro neveras. Ya no. “Choroní es un pueblo humanitario y tranquilo, pero ha cambiado mucho, hay demasiado desorden y no le han invertido nada”.

El atisbo de decepción en la voz del pescador persiste cuando revisa un ejemplar de la revista interna de la empresa Alambres y Cables Venezolanos para quien ganó nadando los quintos Juegos Industriales de Aragua como “El tiburón solitario”, mote que se ganó por no tener patrocinantes. Al centro de la foto que acompaña la nota de prensa aparece erguido con las manos cruzadas en la espalda. Es el más alto de sus compañeros. Este “sensacional deportista”, como lo describe el pie de foto, no pudo escalar hasta la selección regional de natación. Alida cuenta que lo desestimaron por ser nadador de mar y no de piscina. “Tenía 22 años. Nadie lo apoyó”.

Cuando la municipalidad de Girardot no le reconoció los quince años de servicio como salvavidas para aplicar al Seguro Social, se sintió aún peor. De esa experiencia le quedaron los conocimientos en primeros auxilios, las técnicas de rescate que aprendió por su cuenta para luego enseñárselas a los novatos y un recuerdo de los que pone la piel de gallina.

Era Semana Santa en el pozo El Lajao, uno de los más bonitos pero peligrosos del sector. El agua turbia que traía la corriente desde la montaña resbalaba por los toboganes naturales formando un remolino en la cuenca del pozo antes de seguir su camino hacia el mar. Habían llamado a los rescatistas de la playa para buscar a una persona desaparecida, probablemente muerta.

En el primer intento, uno de los salvavidas casi se ahoga arrastrado por la corriente. El trabajo lo continuaron Rodrigo y su primo Kerosén, otro nadador experimentado. “Bajábamos profundo, pero no se veía nada”. Amarilla la tierra, amarilla el agua, amarillo el cuerpo, Rodrigo no pudo reconocer al cadáver atrapado en los manglares hasta que lo tuvo a menos de un metro de distancia.

Impresionado, volvió a la superficie a buscar aire. Por aquellos días él y Kerosén lograban nadar a pulmón a más de catorce metros de profundidad sacando guaruras para comer, eran jóvenes, conocían el mar y el río, pero nunca habían visto a un muerto. Cuando Rodrigo volvió a por el cuerpo, el río le jugó pesado, en su ascenso a la superficie sintió cómo, por efecto de la corriente, un brazo sin vida le rodeaba los hombros. Esa noche le quitó dos botellas de guarapita a su papá y se las bebió con Kerosén en el malecón. No les hicieron ningún efecto.

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Hoy,  a sus sesenta y siete años, con un azabache guindándole del cuello, pareciera no temerle a nada.

—Una noche se me apareció el diablo. Vi a un hombre cruzar una esquina hacía la calle real y cuando me acerqué ya no lo vi más.

—¿Cómo sabes que era el diablo?

—Porque mi madre me dijo: hijo, ese era el diablo.

Su mamá murió dos años después que su papá. El primer diciembre sin ambos Rodrigo recibió el año nuevo al lado de su tumba en el cementerio. Su casa aún conserva la disposición, los árboles y los objetos que enaltecen su memoria, incluyendo el ritual de preparación de la guarapita. Una de las pocas mejoras incorporadas fue una lona de plástico que protege de la lluvia a la mesa de trabajo. Apenas el cielo suelta las primeras gotas Alida ofrece guarapo de café y Rodrigo, en su elemento, grita “agua».

Foto Alexander López

Este texto forma parte del proyecto periodístico «Rostros de Choroní» y forma parte de la compilación «Historias que laten en Choroní» publicada por la Fundación Casa Nacional de las Letras Andrés Bello (2013).