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Con su escoba, su rastrillo, su pala, su “papel” y su uniforme de blue jean y camisa de botones, Ricardo Mejías sale de lunes a viernes a trabajar, poco antes de las 7:00 de la mañana. Cuando camina, da pasos toscos: casi no levanta los pies. Con las manos va rozando las paredes, como acariciándolas. Si se topa con algún carro estacionado que esté muy sucio, también le pasa la mano y después se mira, con asombro, los dedos llenos de polvo.
Antes de llegar a la Plaza Bolívar de El Hatillo, a tres cuadras de su casa, ya ha saludado a una veintena de personas: “¡Adiós, Ricardo!”, “¡Epa, Tulula!”. A todos, él contesta con un “¡Eh!” o un “¡Hoda!”, y levanta el brazo derecho mientras sonríe.
Ricardo es Tulula. Los vecinos le dicen así desde hace 25 años, cuando a la Alcaldía del pueblo se le ocurrió probarlo y luego contratarlo para que se encargara de limpiar la plaza y mantenerla bonita. Tulula porque le gusta la música. Tulula porque no puede decir la palabra “música”. Tulula porque cuando intenta hablar de música, en su particular lenguaje, emula el sonar de las trompetas con un alegre “tururú”, o “tululú”, o “turura”, mientras achina sus ojos. Y en una mezcla de esos tres sonidos, consecuencia de sus notables limitantes en el habla, Ricardo se quedó “Tulula”, un apodo que su familia aprendió a aceptar, aunque poco les guste.
No es fácil entenderlo cuando se expresa. A menos que seas su madre, una señora de 94 años que parece de 70; o su padre, un agricultor retirado pero aún muy querido en el pueblo y quien a sus 92 años hace un gran esfuerzo con su hijo, porque sus oídos ya casi no dan más.
Sus tres compañeros de trabajo también han logrado comprender parte de su dialecto. Lo conocen hace 15 años, cuando los incorporaron para hacerle compañía en la Plaza Bolívar, ese lugar que aseguran, “quiere más que a su propia casa” y donde hace 8 años ocurrió una tragedia, que él intentó advertir: un árbol cayó y se cobró la vida de una persona que estaba sentada en uno de los banquitos. Tulula llevaba una semana señalándolo y diciendo: “Do no sive, papá, no sive”, recuerdan. Notó que las ramas más pesadas no estaban como deberían y que el tronco se iba doblando, pero no supo cómo explicarlo bien para alertar a los demás.
—A Ricardo hay que buscarle un traductor–, dice tajante José Arellano, otro de los guardianes de la plaza.

Luego reconoce que el tiempo lo ha ayudado a entenderlo al hablar: cuando quiere silencio, dice “pica nini”; cuando anuncia que alguien del pueblo ha muerto, dice “oto más pa’ allá adiva, papá”, con una mano en el hombro, para después señalar hacia el cielo; y a las “cervecitas” que se toma religiosamente los fines de semana, después de la primera misa del día, donde además recoge las ofrendas, las llama “tititas”. Ese último es, precisamente, uno de los dolores de cabeza de Josefina, su madre.
—Bueno y sano él es una cosa, pero sábados y domingos es otra. Y eso a mí me hace sufrir amargamente–, confiesa la señora, sentada en la sala de su casa y acompañada por tres de sus hijos, un sábado por la tarde.
Justo cuando Tulula acaba de llegar de la licorería, tambaleante, sonriente y con ganas de intentar hablar hasta por los codos, aunque no le salga bien, es ella quien habla por él. Cuenta por qué es cómo es, diferente, y explica que cuando tenía siete años y estaba en el Instituto Avepane, reconocido por brindar atención pedagógica a niños, jóvenes y adultos con discapacidad, decidió, junto a su marido, que era hora de tirar la toalla: el pequeño nunca aprendió a hablar bien y no pudo empezar a leer ni a escribir. Entonces no lo mandaron más al colegio.
—Desde muy chiquito lo llevamos a médicos y el diagnóstico fue que tenía un retraso, pero a estas alturas no sabemos más detalles ni qué tan avanzado es lo que tiene exactamente. Lo dejamos y nos acostumbramos a que así era él.
Y así ha pasado casi la mitad de su vida este hombre de 57 años, a quien también llaman “el embajador de El Hatillo”, por esa popularidad que le ha endosado varios reconocimientos de instituciones, con diplomas, botones y placas que exhiben las paredes de su casa.
Tulula, que despierta antes de que salga el sol, se duerme antes de las 9:00 pm, come en demasía y siempre está pendiente de su ropa y de que esté planchada para el día siguiente; es asombrosamente metódico, ordenado y responsable con lo que hace. Tanto como para preocuparse cada vez que le dan vacaciones, porque siempre quiere regresar antes de tiempo.
—A veces parece que no tuviera noción, se le olvida que está en sus días de descanso y quiere volver a la plaza porque cree que lo van a botar. Debe ser una combinación de ambas cosas: de lo dedicado que es y de su condición–, cuenta la madre, cuando él ya ha intentado interrumpirla cinco veces en la conversación, riendo a carcajadas, tratando de completarle las frases con un elevado, acentuado y exasperado “siiiiiii”, hasta que ella lo ataja, apenada: “Ah, no, chico. Te me callas y me dejas hablar”, y le da una palmada en la pierna, que responde con un refunfuño indescifrable.

***

La señora Josefina tiene razón cuando acota aquello del doble rol de su hijo menor: cuando está sobrio y cuando no, como es lógico. Pero al menos ese sábado, su hijo parecía otra persona, distinta a la que a diario recorre la plaza con parsimonia, rodando su carretilla, arrastrando los pies, saludando a todo el mundo a su manera, y lanzando miradas tipo escáner y piropos a las mujeres que pasan y llaman su atención. Algunas le responden con risas, otras simplemente siguen de largo, dicen tres señores que frecuentan la plaza y a quienes Tulula ya saludó. Esto también lo sabe su madre:
—Él nunca ha tenido una novia, pero se enamora solo casi todos los días. Eso nunca ha sido un problema. En cambio, su carácter volátil para enfrentar otras cosas, pues sí…–, y se ríe, notablemente nerviosa.

Con los años, los Mejías entendieron que Tulula, el último de cinco hermanos y el segundo con una discapacidad, no podía manejar sus finanzas solo. Es como un niño atrapado en el cuerpo de un hombre –a quien tienen que vigilar constantemente por várices y sobrepeso– bajo el azar del universo. Por eso, y para cuidarlo, su hermana mayor es quien cobra la quincena y se la entrega a su madre, quien hace las veces de administradora y le va soltando el dinero poco a poco. Y ahí es cuando se pone bravo y grita, si pide más de lo necesario y no es complacido.
También pierde el control si lo molestan o le llevan la contraria en la calle, como ocurrió cuando uno de sus gruesos puños fue a dar contra el vidrio de un carro que volvió añicos, mientras unos liceístas se burlaban de él. Otras veces, en la plaza le han nombrado al fallecido Hugo Chávez o le han dicho que se parece al presidente Nicolás Maduro, aunque su bigote sea gris y no negro. Con estos asuntos que no tolera, llega al límite de su capacidad emocional, al punto de darse golpes en la frente con un poste de luz, hasta que alguien de confianza se le acerca y logra calmarlo.
—No es fácil –reconoce Aracelis, su hermana mayor–. Aun cuando sabemos que en algunas circunstancias no controla sus emociones, no nos parece buena idea dominarlo tanto o no dejarlo salir de la casa porque él es de la calle, le gusta salir, estar libre, con la gente. Es inteligente, y sí, tiene sus limitaciones, pero también es rebelde.
Pese a la despectiva forma en la que algunos se refieran a él como “el loquito de la plaza”, Tulula se ha ganado el cariño de la mayoría de los habitantes de El Hatillo por su simpatía, por el amor que le tiene a su pueblo y por la responsabilidad que ha asumido con el trabajo durante estos años. Lo toleran, lo ayudan, lo protegen y también lo entienden como es: una persona con discapacidad que ha demostrado cuán útil puede ser a una comunidad, luciendo con orgullo el uniforme “tul”, su color favorito, como el cielo, y sacando basura y hojas que sueltan los árboles y que vacía en bolsas negras, a las que él llama “papel”, porque en su imaginario esa es la palabra que aprendió a construir para ese objeto, y la que le encaja mejor.