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Introdúzcase el lector en un túnel del tiempo hacia un sitio cualquiera sin relojes ni calendarios. Digamos que el Tolón Fashion Mall de los más tempranísimos años sesenta, que por entonces –ríanse– se llamaba Centro Simón Bolívar.

Piénsese en un chamo que de lunes a viernes –una pm, siete am, vuelta e ida a la escuela en Chapellín– pasa cada día dos veces, a pocos pasos del Teatro Municipal, por un estudio fotográfico del que sólo muy luego, tan luego como en la adultez, se enterará de que era el de las grandes estrellas de ese entonces.

Tiene el chamo once años recién cumplidos y la pelota, la pandilla, el patín, el sempiterno moneo de matas de mango le impiden saber no solamente quiénes son esos que están allí en las fotos –Héctor Cabrera, Estelita, la Tongolele– sino, muy especialmente, comprender qué carajo es lo que le ocurre a su precaria endocrinología cuando su mirada se la arrebata la que está allá, en el medio de todas en la vitrina.

Hasta que un buen día por fin se decide y vence su timidez toda y entra y pregunta: “Señor, perdone, ¿quién es esa que está ahí?”. Y el hombre, el fotógrafo, el dependiente, vaya uno a saber qué era, responde, condescendiente, comprensivo, quién coño no iba a entender lo que a ese chamo le pasaba:

– ¿Esa? Esa es Lila Morillo, hijo.

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Lila tal vez no lo sepa, pero Víctor Hugo deliró por Sarah Bernhardt. Arthur Miller sucumbió a los encantos de Marilyn Monroe. Julio Cortázar se lanzó con un cuento increíble para exorcizar su deslumbramiento por Glenda Jackson. La diminuta y salvadoreña Consuelo Suncín inspiró celosos suicidios y hasta El Principito de Saint Exupéry. Por la nostalgia de Greta Garbo languideció Marlene Dietrich. José Roberto Duque confiesa su desbarajuste hormonal ante la figura de Cindy Crawford. Alberto Salcedo Ramos sueña públicamente con morir en la cama de Hallie Berry. Y hay todavía quien suspira por las lentejuelas de Cher y quien más actualizadamente crepita por Shakira, por Beyoncé, por la Britney, incluso. O hasta la Hilton. Cuidado si Aristóteles no fue fan de Safo.

Yo de verdad no entiendo por qué tanta gente me mira de esa manera cuando afirmo admirado que diva, lo que se llama diva –y sex-symbol además–, sólo hay y ha habido una en Venezuela y se llama Lila Morillo.

Claro, uno no es Miller ni Cortázar ni Hugo ni peripatético siquiera; uno apenas es pana del exaltado Duque y agradecido lector de Salcedo Ramos. Pero igual me sorprendo una y otra vez con esto que se ha hecho premeditado experimento: digo Lila y digo diva y la gente sonríe, como a la espera del chiste que vendrá. Las mujeres, las muy jóvenes, ensayan luego una mueca que no sea mueca alguna: conmiscerativas que son. Los hombres, los muy cultos –jeje–, cambian de tema o se retiran con cara de “¿y dónde fue que conocí yo a este loco?”. Porque no hay chiste. Es del todo en serio que va.

Pero he dicho “la gente”. Rectifico: cierta gente. Los demás no. Todos los demás –millones– saben exactamente de qué hablo.

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Ya: Lila quizá no lo sepa o sabiamente decida no enterarse, pero no se califica impunemente de diva –no en esta emtivizada tierra– a una mujer que igual canta “El moñongo” como entona un salmo y te bendice; no se acusa sin sospecha de sex-symbol a una dama que de seguidas habla enternecida de su nieta. Y aunque haya sus excepciones, porque cualquier testosterona piensa en las sesentosas y duras piernas de Tina Turner, admitamos la muy aparente imprudencia y convoquemos entonces al lector a situarse con las cosas en su tiempo, que ya se reacomodará luego cada quien donde mejor le plazca o le convenga.

Cuarenta y dos mil trescientas entradas responden en Goo­gle al llamado de “lila morillo”. No son el millón novecientos cuarenta mil de la cuasipúber Hilary Duff, pero se cuentan entre ellas algunas tan llamativas como telenovelusky.blog.cz, donde en la lengua de Hasek y Kundera se habla de la “venezuelská herečka Lila Morillo”, o Forums-viewtopic-Mamadshah008, página un tanto incomprensible y tailandesa (que ya no se encuentra), o chinesefreewebs.com, extraño sitio donde la medida de lo apetecible no parece ser precisamente voz y rostro. Nada mal frente a las ochocientas y tantas entradas de Dayra Lambis, de Annarella Bono y de otras rutilantes y bien envalladas “chicas Polar”. Nada mal, en todo caso, para alguien cuyos quince andywarholianos minutos de gloria se inscribieron en una historia escrita cuando el webmaster de estos predios se llamaba Amador Bendayán. Quince minutos bondadosamente largos, a decir verdad: ya casi cincuenta años están durando.

Como en Historia de O, aquel clásico de la novela (y el cine) erótico que firmó Pauline Régae, esta historia bien puede iniciarse bucólicamente en el viejo mercado de Maracaibo, con una niña-mujer que aún no pisaba los siete y ya se ganaba el pan vendiendo coquitos y des-soñando insomnios. O también prescindir de toda remembranza romántica y comenzar en la Caracas de Marcos Pérez Jiménez, con la mujer-niña de catorce años que de ese cerro que aún no se llamaba 23 de Enero baja un día cualquiera hacia La Silsa y descubre, en los rostros de aquí y de allá, que no sólo su cuerpo sino también su voz es melosa y seductora y arrebata.

“Había hecho ya mi primera grabación, con Juan Vicente Torrealba, pero no había escuchado el disco. Un día bajé a la zapatería de mi tío porque necesitaba unos zapatos, y al llegar al mercado oí una voz que me era familiar. Sonaba por todas partes. ‘¡Pero si ese tema lo grabé yo!’, pensé, todavía sin reconocerme. Cuando me di cuenta de que era mi voz me devolví sin los zapatos, de pura emoción”. Son las tres de la tarde de un jueves de mayo de 2007; han pasado unas cuantas décadas y un avión la espera para llevarla a Miami, pero igual me lo cuenta como si hubiera ocurrido ayer, como en un temblor del que todavía no se recuperara: fue esa la primera vez que supo de los efectos que entre la gente podía tener su canto. Del impacto que podía tener su cuerpo, ya la niña-mujer, mujer-niña, se había enterado bastante antes.

Dice la leyenda, y ella lo repite, que a Lila Morillo la “descubrió” Mario Suárez. Suárez más bien se deslumbró. Se enamoró perdidamente de aquella indiecita marabina que un día lo estuvo esperando hasta media noche sólo para hacerse escuchar por él. Y la puso en la televisión y en presentaciones privadas y en todas partes lo mismo: “La gente veía a la guajirita y decía: que cante la bonita”.

Porque la bonita, “la Morillito”, no sólo cantaba como los ángeles. “Yo me convertí en mujer muy rápido. De niña, a los ocho o nueve años, me acostaba y no dormía pensando en los problemas de mi casa. Yo maduré muy pronto. Y luego, después de los once años, se hizo voluptuoso mi cuerpo”. Y vaya que sí.

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Lo recuerda ella perfectamente: mucho antes que la Lupe, que es como decir antes que nadie, Lila Morillo cantó y bailó descalza, y de sus pies a sus encendidos muslos un estremecimiento recorrió los escenarios. Era la época de las grandes divas latinas, pero ninguna se había atrevido a tanto ante las cámaras. Del México de la doña María Félix la llamaron a filmar Black Power. De la Argentina de Mirtha Legrand la invitaron a formar cartel con la grande Olga Guillot.

“A Buenos Aires llegué sin haber grabado un disco siquiera, sólo por un programa de televisión, y aun así me reconocían en la calle. Olga Guillot quería cerrar, me consultaron y yo por supuesto dije que sí. Pero cuando le llegó el turno tuvo que esperar, porque el público seguía pidiendo a la Lilita”.

Pues sí: otros tiempos. Los Beatles no lograban del todo competir con los Darts o los Impala y Mary Quant no terminaba aún de ensayar su invento en la delgadísima Twiggy cuando ya en Caracas la minifalda y el escándalo se estrenaban de la mano –o la cadera, si se ha de ser precisos– de Morillo. Al poco, en la cartelera nacional se anunciaba el filme Twist y crimen, y circulaba también la banda sonora en LP. En la carátula estaba Lila. Sentada en la grama, hubiérase dicho que era la mismísima María Lionza recién bajada de la danta. Fue el acabóse y así lo hicieron constar en acta las madres y tías y abuelas. “¿Símbolo sexual, yo? No, sexual no”. Pero eso lo dice ella.

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Lila podrá no haberlo oído nunca o no creerlo, pero incluso entre su fanaticada más fiel se comenta que su mayor error ha sido no creer lo suficiente en sí misma. Extraña afirmación, dirigida a una mujer que desde siempre ha embestido hacia un mismo futuro, y que para forjarlo no ha dudado en enfrentarse a disqueras y televisoras. (Cosas veredes, Sancho: de RCTV la botaron “por no ser adeca”; del mismísimo Sábado Sensacional salió despedida por negarse a excluir de su repertorio, mire usted qué cosas, justamente “El moñongo”).

Pero algo de razón ha de tener la grey. Y no es sólo cosa de que en algún momento de su carrera haya creído que un buen cantante de boleros súbitamente devenido en pop star podía ser mejor que ella. Eso, haberse ex profeso opacado para cimentar la fama del Puma, es pecado que hoy, desinflado y desvenezolanizado el felino, pocos en su culto le perdonan. Lo del error, sin embargo, apunta en otra dirección. Y viene de otra parte, también. De unos pocos melómanos que recuerdan haberla escuchado en el Teatro Nacional cantar zarzuelas. De quienes le oyeron una de las dos mejores versiones de “Alfonsina y el mar”. De aquellos que citan a la autoridad consagrada –Aldemaro Romero, para quien guste– al reafirmar su criterio de que la de Lila Morillo es la voz más refinada que haya parido el canto popular venezolano.

Porque de eso se trata, en definitiva: ¿por qué? ¿Por qué nunca cantó “otra cosa”? Es falso que nunca hubiera cantado “otra cosa”, pero igual la respuesta puede encontrarse, digamos, en un foro que todavía cuelga de Internet (http://groups.msn.com/viejasfotosactuales) y en el que no menos de trescientas personas confluyeron para compartir una misma devoción.

Extraña devoción, dirán algunos. “La reina de la rocola”, “la reina de la (carretera) Lara-Zulia”, “la dueña del despecho”. Así y por esos nombres la llaman. Pero no con la sardónica ironía de cierto cultismo que la acusa de cursi, como si la cursilería fuera algo ajeno a ese cosmopolitismo pedante y soso.

“Tengo mucho sentido de la cursilería, pero no soy cursi. No he escondido lo que tengo, y Dios me lo dio en grande. Poder mostrarlo cuando estaba hermoso ha sido, junto con la posibilidad de cantar con mi familia, mi más grande orgullo. Yo nunca me creí una diva, siempre he tenido mis pies sobre la tierra. Y parte de mi secreto ha sido no perder nunca mi origen ni la humildad”.

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Lila con toda seguridad no lo sabe, pero ella, su nombre, el mito, es un compendio de sociología contemporánea. Es la imagen misma de Venezuela, incluida aquella que ya nunca podrá entenderla –emtivizada como está–, pero también esa otra que, reconociéndose secretamente en su mirada pícara, cree poder esconder así nomás ese afán de escapar a cualquier precio de los insomnios de la miseria y la pobreza.

Rasgúñese apenas la venezolanidad actual, lo que sea que esto fuere, y ahí estará ella, la Morillito, la indiecita –indiecita caribe, caribe mucho más que guajira o que wayúu, ana karina rote aunicon paparoto toto manto para bien o para mal y sobre todo para ambos– que sin poder ni en modo alguno querer cortar raíces con su pasado provinciano y Doña Bárbara, se asoma deslumbrada al petróleo y sus riquezas, a la TV y las internetes, al mundo, en fin: ese otro mundo que al decir de Bertolt Brecht está más allá de la tripa y sus runrunes y del hambre. Y que a la felicidad del consumismo, como a la muerte en el decir de Borges, quiere tenerla toda. Sin saber qué, sin saber cómo.

El moñongo, el cocotero, la rocola: eso somos, por más ínfulas de Alfonsina o Britney Spears que nos vistamos.

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(Ok. Usted ha oído hablar de “La jaula de oro”. Alguien le contó de “una piedra tiré a un cocotero, tero, tero…”. Usted nació tanto después que Amador Bendayán ya no tenía ánimo para nada distinto al Q.E.P.D. Su cédula tiene menos dígitos aun que la de Luis Chataing: usted con él se burla de lo que sea: lo que sea que sea antes de Alanis Morisette. Ok. Son más de sesenta vinilos a los cuales no tendrá usted jamás acceso, pero igual, váyase a cualquier disco-mall y pida que le den Toña la negra y yo (RCA, 1999). Ni lo compre: nomás póngalo ahí, en la divicidera. Olvídese de prejuicios y oiga, por un instantico nada más, “Tú me acostumbraste”, o “Amor perdido”, o “Imposible”. O nada, si estás apurado: óyete tan solo “De mujer a mujer”. Y después, si puedes, búrlate.)

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En los anaqueles de hemeroteca, en los archivos de los diarios, viejos lobos del reporterismo y la redacción han reiterado una y otra vez la advertencia: ¡Cuidado, mujer sagaz, mujer inteligente, mujer definitivamente seductora! Uno, que de viejo lobo sólo tiene el viejo, aun así concurre y expone que quiere entrevistar a Lila Morillo y la persigue y la llama y se palanquea hasta que al fin está ella ahí.

Y se larga ella a hablar, y de sí misma habla en tercera persona cuando se refiere al mito, como advirtiera Hilda Lugo, y suelta sus divinos desmanes como dijera Aquilino José Mata, y cuenta los mismos embelesadores cuentos que ya dijo Héctor Bujanda, y como alertara Erika Tucker no tarda en ponerse retozona y pícara.

Gatuna. Seductora. Envolvente. Todo eso y más que todo: absoluta, insospechadamente inteligente. Viva. Vivísima.

Y el viejo lobo que es bisoño en esto de lobo y muy especialmente en lo de entrevistar divas, en esto de hablar con Lila, con la Morillo, con la Morillito, olvida su cometido, olvida su pretensión de preguntarle por esa extraña y como perversa mezcla de pacatería y atrevimiento, de sensualidad y cristianismo, de pueblerina eterna y enmallada lycra. Olvida los años, las cirugías, los posibles hilos rusos, el botox, el sábadosensacionalismo, olvida todo, hasta las preguntas y muy especialmente la inteligencia que le hace frente, y cae allí rendido, desesperadamente intentado ocultar lo inocultable.

Pero no hay nada que hacer: Lila ya lo sabe. Le ha pasado tantas veces.

Julio, 2007