La soledad y la quietud del paisaje andino son un privilegio que atesora. Por convicción decidió vivir aislado y mascar chimó o tomar café recién colado son su placer cotidiano. Un fogón de leña lo protege del frío del páramo en una casa remota que se pierde con el paisaje de altura de la Sierra Nevada de Mérida, en los andes venezolanos. Este es Pedro Peña, el único habitante de La Aguada y para quien la montaña es su arraigo.
Una crónica producto de la 6ta cohorte del #DiplomadoHQL
Fotos Erika Rodríguez
En medio de la Sierra Nevada del estado Mérida una casa mira a las montañas. El techo de tejas es interrumpido por algunas latas de zinc, la media pared que se extiende por el frente gorda, desnivelada y pintada con cal resalta en medio de la vegetación del páramo. La puerta principal de color azul permanece cerrada con un candado y una cabuya. Colgado de una de las paredes un cartel da la bienvenida: “Está en mi casita y la quiero así. Se le agradece no exigir. Mientras yo viva será así. Si no les gusta, no vengan”.
Pedro Peña es nieto de Domingo Peña, el primer venezolano en subir la cumbre del Pico Bolívar en el año 1935. Vive entre frailejones, cerquita de las lagunas y las cumbres, en la casa que construyó su abuelo en La Aguada a 3.452 metros sobre el nivel del mar. Sin vecinos ni amigos cerca, Pedro lleva toda la vida acompañado solo por la montaña.
Mientras sopla el fogón y arregla unos palitos de leña, el fuego creciente ilumina su rostro de ojos negros y tez caramelo. Es un hombre alto y fuerte, que supera los sesenta años. Parece tímido y pensativo, de pronto asiente con la cabeza como si alguien le hubiera preguntado algo y comienza a hablar.
Da la impresión de que no se peina, las patillas que salen a los lados de la gorra se unen a una barba que se hace blanca al final de la barbilla, usa un suéter grueso que tiene varios huecos, un pantalón manchado y unas chanclas crocs de imitación. Una chaqueta descolorida, un abrigo tejido que luce la estampa de un indio y unas botas completan las ropas en su armario.
—Cuando el papá mío murió, se fueron todos. Yo tenía un perrote llamado Candado y por no dejar a mi perro solo me quedé con él, y así ya tengo los 25 años de vivir solo. Uno está aquí con la montaña, no está solo, uno está acompañado —dice Pedro.
Mientras se sirve café en una taza de peltre desportillada y con varios pelones negros, lanza un silbido, un perro de raza pinscher llega corriendo, se sube a sus piernas y olfatea la taza.
—Este es Pincho, está trasnochado porque anoche salió a cazar al oso. Y ella es Moby, —levanta la boca y con sus labios señala a una perra grande de color blanco que deja chorritos de pipi cuando se sienta—. Ya está vieja Moby. Uno se amaña con ellos, les agarra cariño, son como parte de la familia.
Pedro mantiene él solo la casa, un día lo destina para lavar ropa, otro para barrer con una escoba hecha con ramas. En la huerta trabaja todos los días si es la época de lluvia. Siembra papa, cebollín, cilantro y ajo. En verano él dice que no vale la pena. Sus manos, gruesas y ásperas, revelan sus jornadas labrando la tierra.
—La leña sí es una esclavitud. Siempre hay que salir a buscar los palos, secarlos, cortarlos y guardarlos, eso quita mucho tiempo —asegura mientras carga unos leños en sus manos que sacó de una hilera que acapara apilados en un rincón de su casa.
Solo existen dos formas de llegar a la casa de Pedro, una es por el teleférico, que lleva parado desde antes de la pandemia, y la otra es caminando por más de cuatro horas por Los Callejones de la Sierra Nevada.
—Con el chimó y el café me hacen el favor los bomberos o los trabajadores del teleférico que suben a vigilar —comenta.
A quienes lo visitan de paso, la mayoría pobladores de Los Nevados, les recuerda con un cartel que deben traer sus provisiones: “se les agradece a los señores nevaderos traer comida y cobija”.
Se acostumbró al aislamiento. Le gusta el silencio o los sonidos de la naturaleza como el viento. No es de escuchar música. Y en otro cartel colgado en una las paredes de su hogar lo deja claro: “Se le agradece no poner música dentro de la cocina. De lo contrario, por favor retirarse”.
Pedro es así y quienes lo visitan deben amoldarse a sus reglas.
—A mí no me gusta la ciudad, uno no está acostumbrado a eso, yo prefiero mi casita. Cuando voy a ver a mamá en Tabay no puedo dormir, sueño que se meten en la casa y me subo al día siguiente. La última vez que bajé en teleférico se me salieron las lágrimas, me dio tristeza cuando veía que la cabina iba bajando y la montaña se quedaba atrás, entonces dije “más nunca me monto en el teleférico”, igual ni sirve.
Se asoma por la ventana. Tiene una mirada dulce por momentos perdida por la neblina. Parece un señor de los andes, pero no aceptan que le digan señor Pedro.
—Mi nombre es Pedro, no soy señor. Señor es el que está en los cielos.
Este trabajo fue producto de la sexta cohorte del Diplomado Nuevas Narrativas Multimedia Historias que Laten, en alianza con el CIAP-UCAB y la Fundación Konrad Adenauer, realizado de octubre 2021 a febrero 2022
Muy buenas noches excelente reportaje. Yo estuve Alli en la casa de Pedro y hasta jugamos con la vieja Moby. Y es verdad … Uno se amaña con lo animales, les agarra cariño, son como parte de la familia. Así como de esas personas tan especiales como Pedro….. Mis felicitaciones por este trabajo …