Algunas tardes hay fiesta de papelillos en el Metro de Caracas. Los tickets amarillos, naranjas y azules decoran el piso cerca de los torniquetes y de las botas de los milicianos. Otra de nuestras #HistoriasSubterraneas
Se acerca la hora pico en la estación La Hoyada.
Decenas de personas bajan por las escaleras mecánicas averiadas hacia los andenes del Metro de Caracas para llegar a sus destinos, antes de que las calles oscurezcan al final de la tarde. Con un fajo de billetes en mano y una bolsa de dulces en la otra, un vendedor hace sus ofertas, pero los potenciales clientes lo ignoran.
En el segundo nivel de la estación dos hombres con uniforme rojo atienden la taquilla. A través de un vidrio templado despachan boletos a las personas que se amontonan en una fila.
Dos mujeres caminan frente a la cola. Entre sonrisas reconocen con alivio que están ahorrando varios minutos porque una de ellas tiene boletos guardados en la cartera.
Para bajar al último nivel donde están los andenes hay que pasar unos torniquetes, casi todos dañados. La ranura que recibe el boleto no funciona y las barreras que impiden el paso están liberadas. Las dos mujeres entregan sus tickets a un miliciano de baja estatura y piel morena, que los rompe por la mitad antes de dejarlas pasar.
Un estruendo sacude la estación, el tren está llegando.
La gente acelera el paso. El miliciano no puede recibir todos los boletos, tampoco logra evitar que pasen algunos coleados. Mientras está distraído, unos vivos se escabullen agachados entre los torniquetes o solo ignoran la voz de la autoridad, que no es muy alta. Algunos que esperan en la cola la abandonan y se lanzan hacia los torniquetes. Sin nada que hacer, el uniformado se rinde y hace señas para aliviar el embotellamiento.
La cantidad de personas en la estación se duplica.
Cientos de pasajeros suben por las escaleras desde el último nivel. Las dos mujeres no tienen espacio para bajar al andén, se quejan al escuchar el sonido agudo que avisa que las puertas del tren están por cerrar.
La calma vuelve cuando el tren se aleja por los rieles.
La multitud que trajo en su interior abandona la estación momentos después. La cola para los tickets vuelve a crecer, el vendedor de dulces cuenta sus billetes y el miliciano regresa a su lugar.
Alrededor de sus botas negras, pedacitos de cartones rotos de color amarillo, naranja y azul yacen en el piso como papelillo que lanzan los niños en las fiestas de carnaval. Despreocupado, se recuesta sobre una columna y posa su brazo sobre un cartel institucional que anuncia:
“Trabajamos para ti, por un mejor servicio”.