Tantas horas de espera en una fila para llenar el tanque de gasolina dan para retratar la cotidianidad detrás del encierro en pleno centro de Caracas. Una fotocrónica de Ivonne Velasco de la serie #HistoriasDeCuarentena
Hoy me corresponde echar gasolina por la terminación de la placa de mi carro. Me informaron que en la estación de servicio en San Bernardino la cola camina y decidimos ir hasta allá. A las 10:30 de la mañana ya nos encontramos más arriba del Ministerio de Educación en Altagracia.
Desde este puente se ve el Panteón, las torres de Parque Central y el barrio Artigas, donde aún se ven casas con tejas rojas. Aquí, en el centro de Caracas, todavía se escuchan los cantos de los pajaritos.
Pasan dos horas y la fila no se mueve. Alguien comenta que las gandolas de gasolina ya llegaron a la estación. Mi compañero de travesía se animó a salir del carro y al rato regresa con dos cambures.
Luego un muchacho pasa en una moto y dice que tengamos paciencia, que las dos gandolas de 36.000 litros se han retrasado y que a 40 litros por carro, seguramente tendría chance de surtir el mío.
Me entretengo fotografiando transeúntes a través de los espejos retrovisores y las ventanas del carro. De repente se acerca un señor vendiendo helados de frutas hechos en casa con la posibilidad de pago móvil y compramos de sabores tisana y mango. ¡Qué lujo!
Los que esperamos en la cola ya somos amigos e intercambiamos información: dicen que para pasar la inspección de la Guardia Nacional Bolivariana hay que pagar en verdes y a los bomberos el bolívares.
Un camión con parlantes a todo volumen pasa y se escucha una explicación sobre el coronavirus, el distanciamiento social, lo importante de quedarse en casa. La cola corre muy lentamente, pero seguimos avanzando. Estamos cerca de un urbanismo del programa social Misión Vivienda.
El señor del carro de adelante me dice que desde la estación de gasolina su contacto le informa que está rodando la cola.
Mi pana el motorizado se acerca para darme una botella de agua muy fría. Lo agradezco y le pregunto cuánto le debo y me responde: “Tranquila mi señora, eso es para usted”. Y así como vino se fue.
Recibo la botella y mi acompañante pregunta: “¿No vas a llorar?”. Me emociona y me hace tan feliz saber que a pesar de todo seguimos siendo un pueblo solidario y único.
Grabo un video explicándole al resto de la familia lo que acaba de ocurrir.
Vuelve a pasar el camión con el parlante y comienza a sonar una estruendosa melodía de salsa cabilla y arengas del gobierno: “Aquí seguimos a pesar de la guerra económica, el boicot. La revolución avanza y estamos recibiendo a todos los compatriotas que engañados se fueron a otros países”.
Justo en ese momento estoy en la esquina de la Misión Vivienda donde la imagen es tan poderosa que me atrevo a tomar una foto: unos indigentes hurgan en la basura y se sientan en el piso delante de una pared que tiene escrito a todo color dice: «Venezuela indestructible»
Ya estamos frente al Panteón Nacional y le muestro a mi acompañante la Biblioteca Nacional y la antigua Torre Capriles donde hay una gran pancarta que dice “Fuera Trump”.
El atardecer nos agarra en la avenida Panteón y compramos ciruela de huesitos, también con pago móvil.
Seguimos en la cola y aprovecho el tiempo y el lugar donde nos ubicamos para contarle el episodio de Puente Llaguno en aquel abril de 2002.
En ese momento, vemos un movimiento raro de motorizados que parecen policías. Seguimos avanzando y ya estamos al final de la avenida, y mi amigo del carro de adelante me dice que su contacto le informó que la Guardia Nacional y la policía tuvieron un encontronazo y cerraron la estación de gasolina.
Así que a devolverse por donde vinimos.