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–¡Yorgis, Yorgiiss! ¡Yooorgiiissssss!

Se activa el paso lento de una madre adolescente con su lactante en brazos, que responde con un ¡ya va! al llamado con volumen ascendente que emite la funcionaria del registro, en la Maternidad Concepción Palacios, la más grande de Caracas.

Desde las sillas anaranjadas del estrecho pasillo, que también conduce al cafetín, se desplazan a diario las recién paridas para darle a sus bebés un pedacito de lo que será el resto de sus vidas: su nombre. Su identidad.

Cuatro computadoras, papel y poca paciencia. Así es el sitio de trabajo de las encargadas del registro. “La partida de nacimiento deberá decir Yorgis Alejandro Contreras Morillo. ¿Es correcto?”, pregunta la chica de la camisa rojísima y los botones a punto de salir disparados. Un sí entre dientes de la madre es suficiente para que ella pase al siguiente y vuelva a gritar:

–¡Leomaris, Leomaris, Leo-maaaaaa-ris!

Las madres conversan entre sí. Como si se intercambiaran barajitas de un álbum de “Amor es…”, se cuentan su elección para hacer menos tediosa la espera.

–Le voy a poner Heidy, pero no por la comiquita. Me llamo Diana y mi esposo Héctor, queda chévere.

–A lo mejor les da risa pero le quiero poner Sortario, porque mi esposo quiere Lucky y me parece horrible, como de perro. Con Sortario siento que le irá bien, ¿verdad?

Caras de duda de sus interlocutoras, pero al cabo de diez minutos se oye el alarido de la funcionaria: ¡Sortario Pérez Tabares!

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Es divertido hablar con Shakespeare. Su número me lo dio Maidolis (como se diría en inglés, my dollies, mis muñecas). Sus respuestas directas, simpáticas y en perfecto acento maracucho lo dibujan como un personaje de los que cuentan chistes en las fiestas, todo un contraste con el retrato serio y distante que de su tocayo William se exhibe en la National Portrait Gallery de Londres. Este Shakespeare zuliano tiene treinta años, éste del siglo veintiuno y no del dieciséis. Sí escribe, pero de crímenes no palaciegos y sórdidas historias nada isabelinas: es periodista de sucesos y se apellida Cubillán. Shakespeare Cubillán. Y tiene dos hermanos, Indira Ghandi y Shlauderman Cubillán, que, como él, también libran la batalla cotidiana de explicar las razones que tuvo su padre Edison para mentarlos así.

“Papá leía mucho. No inventó nombres, se los robó a personajes. Quiso que todos marcáramos una diferencia respecto al resto de la gente”, resume Shakespeare.

Sus días más difíciles eran siempre los de inicio de la clase. A cuarto grado llegó dos semanas después del comienzo del año escolar y todos sus compañeros, al igual que la maestra, lo recibieron con la alegría de quien descifra un acertijo. Todos querían conocer al del nombre particular.

Nadie escribe su nombre correctamente, dice. De ahí los apodos, tan criollos: Chepe, Chipe, Chape. “Hay quien piensa que me lo inventé, que es mi seudónimo para el periódico. También trae ventajas: un amigo escribió un libro y quiere que le haga el prólogo. Imagináte la portada: con prólogo de Shakespeare”.  Suelta una carcajada.

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Otra reportera porta una firma que resulta casi una postal mental de la India. Taj Mahal Genavi Sánchez, de veintidós años, se siente orgullosa de la elección de su progenitor. De ojos felices y hablar pausado, Taj, como le dicen por cariño, cuenta de memoria la historia del monumento levantado en la ciudad de Agra, a donde sueña ir. Por ahora sólo conserva un platico de pared que le trajo una tía de allí.

En su cédula aparece Dunia como segundo nombre, pero eso no le gusta mucho. “Así se llama mi abuela y significa mundo. Entonces, soy la elegida del mundo. Tiene un peso grande todo”, explica

Lo exótico de su nombre también le ha dado beneficios. Su nombre es inolvidable. Fanática de Desorden Público, le pidió un autógrafo a Horacio Blanco cuando era apenas una niña de doce. Diez años después, llamó por teléfono al cantante por una asignación profesional y el cantante la reconoció: “¡Taj Mahal, vale! ¿Yo no te firmé algo en un centro comercial?”.

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Me encuentro con Luben Manzo, un experto en onomástica. Sólo con entregarle mi tarjeta de presentación, empieza algo parecido a un encuentro con un tarotista de los que te relatan tu propia vida tras sólo mirar un cartón.

“Umm… ¡Briamel!”, dice.  Y yo respondo con mi cantaleta de siempre, que digo con el tono de una ecuación: rápido y con la mirada hacia arriba, como niña malcriada: “Sí. Bri de Brígido, por mi papá. A de Ada, que es mi mamá. Mel de Melvin y de Melba, que son mis hermanos. Briamel. El árbol genealógico entero”.

Ahí se explaya: que Brígido tiene origen eslavo y significa fuerza o el que otorga fortaleza. Ada viene del árabe Hadal, que traduce algo como “quien sueña”. Y el remate: mel es un vocablo griego que se vincula con la dulzura (el mismo de meloso, pues). Como una receta de gastronomía oriental, vine a este mundo a componer un amalgama de azúcar morena, con aspiraciones y algo de rudeza, según su análisis.

Manzo ha ejercitado su memoria y puede repetir ese ejercicio de exégesis nominal con casi cualquier cristiano que quiera darle un significado al conjunto de sílabas que lo identifican.

Tendré que volver a pensar en esa interpretación cada vez que alguien me interrogue sobre el origen de mi nombre, cuando un desconocido me escriba correos electrónicos que empiezan con un “estimado señor González”, o cuando un chistoso me diga Bechamel, como la salsa. Tal vez se la cuente a Brame, como sí se llama una casi tocaya que además tiene mi apellido y que conocí por casualidad. Ella me confesó entre risas que lo suyo tiene origen botánico, la rama del saber a la que se dedican sus padres.

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Basta tomar el listado de un aula. O deslizar el dedo por la guía telefónica. Allí están los nombres, toda clase de ellos: los mezcladitos (que pueden llevarse el premio de los más numerosos), los que son al revés, los geográficos, de personajes de cine o de cualquier etapa histórica mundial, y los que caben entre los créditos de protagonistas de una teleculebra a lo Luisa Fernanda. La diversidad reina: Yuleisis, Laidys, Andreas Marianas, Carlotas Alejandras, Dioskervys y Aminadac.

Para todos ha habido espacio, y resulta imposible que alguien no haya tropezado alguna vez con un experimento nominal. ¿De dónde nos viene eso? ¿Qué dice de Venezuela como pueblo? No hay tantas respuestas como Stalin, Jairam, Jackbauer, Wilkenson, Nickcarter Backstreetboy y Eduardo Ignacio andan por la calle. Pero explicaciones hay.

La de Alberto Barrera Tyszka está en clave de narración. En su novela La enfermedad (2006) escribe que la costumbre de poner nombres mezclados, “o castigar a sus hijos con palabras impronunciables”, es para algunos un primer comienzo, una primera desventaja. Un ejercicio de poder en el bautismo. “Quizá lo único, personal o privado, que pueden ofrecerle (…) Un nombre especial, uno como Willmer, que suena a futuro, a norte, a otra cosa. O uno distinto, como Yurber, tan distinto que sólo a ella se le pudo ocurrir. Es quizá lo único que puede controlar, lo más seguro que puede darles. Una ilusión que suena”.

En el año 2000, otro escritor, Roberto Echeto, en su compilación de ensayos Las Caracas verdaderas, clasificó los nombres mezclados como una característica nacional. “Continuarán perpetuándose los nombres horribles de la gente hasta que pase un fenómeno parecido al que le pasa a la mula… Ustedes saben que la naturaleza no permite que las especies se mezclen y se diluyan. Por eso la mula, que es hija de la unión ‘ilícita’ de un caballo y una burra, es infértil. Un fenómeno parecido le pasará a los nombres del venezolano. Cuando Willfer se encuentre con Yiksia, y vea que el nombre de su retoño será tan extraño que ninguna secretaria de ninguna oficina pública podrá transcribirlo, entonces volveremos a los nombres cristianos. Volveremos a María, a Miguel, a Jaime, a José…”.

No tiene la misma seguridad sobre el fin de los injertos anglos. “Tanto exotismo creativo sólo nos ha legado gente a la que se llama por los apelativos más horribles, repletos de íes griegas y de manierismos que simulan nombres en inglés (…) ¿qué hace que un padre o una madre quiera nombrar a su hijo con una palabra que remede en su sonido y en su grafía un nombre en inglés? Nada, el afán de parejería. Yo no sé, pero me temo que es porque la gente cree que la felicidad viene empacada en un nombre anglosajón(…)”.

Luben Manzo –cuyo nombre también se usa como apellido en otros puntos del planeta y significa perdido, escondido– maneja acerca del tema nominal teorías que aportan quizá un tono más afable, científico en su justa medida, y coherente. Ha estudiado la onomástica y la usa como herramienta en sus sesiones como terapeuta y consultor industrial. Para él, los inventos, entuertos, mezclas e importaciones idiomáticas no hablan sino de pluralidad y del sentido del humor de sus autores. “A todo le queremos dar un significado, con un tono desafiante a veces”.

Aunque no se atreve a aseverar que el caso venezolano sea único, sí piensa que destaca entre los países caribeños por la variedad. “La manera de llamarnos constituye un tesoro y es, casi siempre, un acto supremo y consciente de los padres, que quieren darle una virtud a sus hijos, que destaquen en algo, que evoquen a una persona o un hecho. En el país conservamos mucho los vocablos indígenas, también nos gusta buscar entre los líderes rusos. Muestra la diversidad, las ganas de dejar un legado, de otorgar una virtud, y eso tiene por lo menos dos generaciones”, argumenta.

De acuerdo con sus estudios, las mezclas y anglicismos no viajan de forma exclusiva en el vagón de las clases bajas o con menor cultura. “Los estereotipos se pueden aplicar a este tema, pero las tablas te pueden caer sobre la cabeza. No siempre un Níkelson saldrá en las páginas de sucesos y mucho menos Ana Sofía tiene que aparecer en cambio en las de sociales. El primero puede ser un médico prominente y heredero de un patronímico ancestral. Mientras que la segunda se llama así porque la madre lo copió de una revista del corazón. Claro, en las zonas populares tienen como primera referencia el cine y la televisión, de allí que tengamos Britnis, Madonas, Jefris, Alpachinos, pero no se puede encasillar en un estrato”, resume.

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No poco ruido hubo con el proyecto de ley de Registro Civil propuesto por el Consejo Nacional Electoral y presentado a mediados de agosto pasado. En particular con su artículo 106, según el cual el Estado, a través de los funcionarios registradores, podría negarse a asentar las partidas de nacimiento cuando se pretendiera poner al niño algún nombre que lo expusiera al ridículo o fuese extravagante o de difícil pronunciación. En tal caso, se decía allí, se sugeriría a los padres escoger de entre una lista de cien o más apelativos.

No habría sido la primera vez que en alguna parte se someten a regulación estatal asuntos tan definitivamente familiares y domésticos. En los años setenta y ochenta del siglo pasado, las dictaduras del Cono Sur dejaron su estela represiva hasta en las pilas bautismales. Intente conocer a un argentino, chileno o paraguayo con un mix tropical en su pasaporte. Es probable que no pase de encontrar a unos cuantos Marcelos, Javieres, Claudios, Patricios, Salvadores, Augustos, Estelas, Franciscas y Carlas.

La legislación española prohíbe nombres que perjudiquen a sus dueños, así como los diminutivos coloquiales y apelativos que induzcan a un error sobre el género; un argumento parecido al que usaban las autoridades venezolanas para el proyecto de ley. A principios de 2007, a Darling, una colombiana, le negaron la nacionalidad por su nombre, tras seis meses de gestiones. Ella, que no se siente afectada por la palabra que la nombra, apeló la decisión.

En el caso venezolano, fuertes críticas públicas dieron al traste con el referido artículo 106. Los titulares de las agencias informativas extranjeras relucían en la red: “Se salvan Maiquel, Usnavi y Milaidi. No va la ley”, publicó BBC Mundo. Altos funcionarios del Estado como Diosdado, Jesse, Iroshima Jennifer y Cilia nunca dieron declaraciones sobre el tema.

La propuesta abortada deja a su paso un debate entre los críticos conservadores y quienes llevan de nacimiento un patronímico que obliga a preguntarlo por segunda vez, para saber cómo se dice o cómo se escribe y, en el peor de los casos, para mofarse con ironías.

Bien lo ha sufrido Dairilí Atagua, fotógrafa en el oriente venezolano, que a sus veintidós años no recuerda la cadencia de las notas ni las camisas estrafalarias del grupo ochentoso Daikirí, pero cuando le toman confianza le cantan “chamito candela/ si es valiente de verdad”. Y ella empieza su retahíla, que no es Daikirí, que es Dairilí y punto. Cuando pierde la paciencia, dice “Dime Dairi y ya”. Su madre, Norma, quiso que ella defendiera la carga indígena de sus ancestros y entre sus opciones también barajó Yaobana y Taití. Su hermano se llama Roger Derwis, porque a la mamá le gustaba Darwin, el que estudió en biología, pero quiso darle un toque personal.

Los creadores de nombres siempre esgrimen esos argumentos: originalidad, herencia, grandeza, recuerdos, estética. Y la forma singular de llamar a los hijos (también a las casas, lanchas y propiedades) ha permeado todas las esferas.

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Los deportistas venezolanos que alcanzan fama mundial con sus hazañas quieren hacer otras marcas poniendo nombres. El pelotero falconiano Magglio Ordoñez, rey de los imparables en Los Tigres de Detroit, llamó Maggliana a su hija. ¿Quién dudará de su origen? Al sobrino del futbolista Juan Arango le entregaron la tarea vitalicia de explicar por qué lo bautizaron Ivanistelroy. ¿Por qué iba a ser?, por Ruud Van Nistelroy, el delantero del equipo Manchester United.

Un pellizco en los tímpanos de sus fanáticos, una lección de fonética cuando son emplazados por los altavoces en estadios de la gran carpa: “Maicer Istúriz, Dioner Navarro, Yorman Bazardo, Endy Chávez, Yorvit Torrealba, Yusmeiro Petit, Renyel Pinto”.

También están quienes nombran a sus hijos para honrar a los deportistas que admiran. Cassius Cley Rodríguez: ese caso lo re­cuer­da muy bien María Eugenia Ovalles, ex funcionaria de la antigua DIEX, ahora Oficina Nacional de Identificación y Extranjería[i]. Ese niño que ahora debe tener treinta y cuatro años y a quien nombraron en honor al boxeador que luego se cambió a Muhammad Ali. En su oficina, Ovalles tenía como corista principal a las viejas máquinas de escribir, y los tipex no faltaban por si se requería alguna enmienda. Era la DIEX de finales de los setenta, donde recibía a los niños que ya estudiaban primaria y acudían a obtener la cédula de identidad. “Siempre hacía un ejercicio, le decía a los padres que el muchacho era un ser humano y que iba a crecer. Nunca me hacían caso”. No los convencía. Igual, ya estaban grandes y nada se podía hacer.

Alguien que sí ganó pequeñas batallas contra la manía combinatoria fue una doctora del hospital Eugenio D’Bellard, de Guatire, en el este de la Gran Caracas. Mientras hacía su residencia como ginecóloga, ella aplicaba un filtro cuando las parturientas le anunciaban sus creaciones nominalísticas. ¿Era pitonisa? “Si los nombres no eran conocidos, o si confundían el sexo del niño o no parecían cristianos, ella les decía que estaba prohibido, que una ley no permitía colocar esos inventos. Y así nacieron Sofías, Andreas y Carlos Eduardos cuyo destino seguro hubiera sido Yoraidis, Leideli o Jancló. Decía que ese era su aporte a la patria, labor nacional”, relata una compañera de guardias que no quiere decir públicamente el nombre (seguramente cristiano) de la justiciera de las salas de partos, hoy perdida en algún consultorio, lejos de la capital.

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La farándula nacional graba a diario episodios nominativos imborrables. Las telenovelas, inyectadas desde el tetero, sirven de fuente prodigiosa para que las madres proyecten sus íntimas aspiraciones a través de los nombres de sus retoños.

No fue la canción de Rubén Blades, sino la novela de César Miguel Rondón, lo que hace un cuarto de siglo pobló los registros civiles y prefecturas de recién nacidas cuyas madres las hacían llamar Ligia Elena. Habían sudado y llorado para que el personaje que encarnaba Alba Roversi pudiera vivir su idilio con Nacho, el “musiquito” que interpretaba Guillermo Dávila.

Las Alejandras proliferaron a finales de los noventa, cuando María Conchita Alonso protagonizó la historia de una médica de origen humilde. “Hubo un día que anoté como doce Alejandras. Hasta una Usurpadora se coló por ahí, se apellidaba Carrasco. Estefanía, Rudy, Roberta, Luisana, todos esas con nombres sacados de las telenovelas de las nueve pasaron a buscar su documento”, dice Hermelinda Santana, compañera de María Eugenia Ovalles en la Diex.

La sonoridad de Graciela Andreína, Luis Alejandro o Javier Andrés sigue inundando los horarios estelares y replicándose en los preescolares. Sin embargo, los libretistas y escritores hace rato decidieron copiar la realidad del directorio telefónico.

Eudomar Santos, esculpido por Ibsen Martínez para la telenovela Por estas calles, fue de los primeros en romper el esquema.

Mónica Montañez, en su reciente Voltea pa’ que te enamores, bautizó a la protagonista como Dileidi (Lady Di), y salía el personaje sonriente, vendiendo periódicos con su nombre que también hablaba de dinastía. Aparecieron además Yurber, Yerson y Yuraima.

“Esa experiencia se parece más a lo que somos”, dice Montañez. “Estamos más llenos de Wílkeres, Yubiríes y Miglaisas que de Eduardos Ignacios o Julianas. A mí eso me divierte un montón y no tengo una teoría al respecto. Sólo sé que delata a los venezolanos como unos grandes echadores de broma”.

La misses también coparon las partidas de nacimiento, no con sus discursos lacrimógenos, sino con sus firmas, en los años ochenta. Las Maritza, Pilín e Irene se incrementaron y hoy en día deben rondar los veinticinco años, igual que las Carolinas (¿quién no estudió con una?), las Gracekely, las Sofía, los Juan Carlos. La realeza llega a la casa aunque sólo sea en un papelito.

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En la antigüedad la gente ponía nombres para rendir tributo a dioses o a cualidades. Los nombres que se estudiaban en el libro de Historial Universal que firma Áureo (de oro) Yépez Castillo traducían augurios: César, Octavio, Julio, Augusto. Espartaco, Claudio, Atilano, Plinio, Aurelio, Ulpiano, Laureano. En estos tiempos podrían ser hilarantes. (Aquí en Venezuela, una generación de maracuchos previa a Shakespeare Cubillán hizo experimentos a lo griego. Eurípides, Exeario, Telémaco, Anaxímedes: de pasada suenan a Platón y Sócrates, pero nada tienen que ver con la Grecia del Olimpo y la Acrópolis).

En la Edad Media se hizo obligatorio el uso del santoral para bautizar a los bebés.  Para los judíos, la Biblia sirve de fuente de consulta principal. En ese grupo incalculable aparecen Marco, Isaías, Juan, José, Jesús, Verónica, María, Isabel, Pedro Pablo, Inés, Ana. Esos que de tanto uso no necesitan responder cómo se pronuncian o dónde se acentúan. Que son tradicionales.

Todavía hay padres que usan el almanaque para llamar a sus hijos por el onomástico católico. En las librerías hay estantes completos con libros repletos de sugerencias y significados. Los que llevan estos nombres no tienen que contar ocurrencias. Son uno más. Tanto, que hasta se aburren, como María Fernanda García, miembro de un extenso linaje de Marías que empezó con su bisabuela y siguió con sus hermanas, sus hijas. No pudo romperlo. “A veces me imagino cómo sería yo de Taniuska, una cosa de esas inventadas. De pronto sería menos tímida, ¿no? Nadie puede ser callada siendo una Taniuska. Siendo María, te toca parecer cándida”.

 


[i] Y hoy, SAIME: Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería