El cuarto de Ignacia Matilde Guerra está ubicado en el centro de la casa donde vive, frente a la plaza Sucre de El Hatillo. Desde su cama individual se ve el espejo de la peinadora que refleja un crucifijo en el copete de la cama, y más arriba, un cuadro de Jesucristo que firma “Nachy” en la esquina inferior derecha. Así la conocen en la parroquia; nadie le dice de otra manera. La imagen religiosa la completan dos advocaciones marianas y el arcángel Zadkiel, que representa la justicia divina, la benevolencia, la misericordia.
La habitación de Nachy es un secreto bien guardado. Quienes quieren visitarla deben hacerlo como se debe, en la sala. Frente al recibo, hay un estudio donde, además de dos órganos y una cama, se encuentra un tesoro. Las paredes están forradas con cuadros pintados por ella misma con motivos que más que religiosos, son culturales: bailarinas de ballet, escenas musicales, naturalezas muertas. Todos hechos sobre lienzo con las técnicas que aprendió en los cursos de pintura que hizo cuando joven. Completan la decoración un montón de placas y reconocimientos que la distinguen como una de las profesoras de música más importantes del pueblo de El Hatillo. Justo enfrente de toda esa historia se sienta a tocar las notas básicas de las lecciones de teoría y solfeo. Las mismas que les imparte a los niños que van a su casa entre semana para iniciarse en la música desde que tenía veintidós años de edad.
Nachy es una buena conversadora. Sin tiempo de entrar en calor, pone en la mesa sus dotes musicales. Incluso antes de confesar que es catequista, dice que puede sacarles buen sonido a todos los instrumentos que conforman una estudiantina: cuatro, guitarra, mandolina y flauta.
En una de las paredes cuelga una foto enmarcada en dorado, que muestra un grupo de treinta muchachos uniformados con camisa manga larga blanca, tomada en el año noventa. Ese es el recuerdo de una estudiantina que formó Nachy a modo de grupo juvenil de la iglesia, para que los niños que salieran de la catequesis pudieran aprovechar su tiempo libre luego de hacer la primera comunión.
—Era una estudiantina completa: cuatro, guitarra y mandolina, pero tú sabes, los jóvenes van creciendo y se van alejando. Y ahora voy así, doy clases y tengo el coro de la iglesia —cuenta Nachy mientras mira fijamente un arpa que está en la esquina del comedor— Si sirviera, también la aprendería a tocar— agrega mientras señala los pedales dañados.
Sin reparar en sostenidos o bemoles continúa hablando de la música, pero desde la gestión cultural. Nachy trabaja en el Centro Cultural de El Hatillo y en la Casa de la Cultura de Baruta.
—Además conduzco un transporte escolar y estoy entregada totalmente a los asuntos de Dios y de la música. Soy hatillana, nací aquí y mi vida, desde mi juventud, se la he dedicado a la música y a la catequesis.
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Mientras cuelga la fotografía de nuevo encima de uno de sus órganos, Nachy recuerda que en esa época no había internet.
—Ahora es durísimo. Ellos se fueron a estudiar y el grupo juvenil no siguió. Nunca se dejó de tener el coro, solo que cambiaron las personas. De jóvenes, pasamos a personas de la tercera edad porque si no, no tuviéramos nada. Este pueblo es muy difícil para estas cosas, es muy frío. Tú empiezas con veinte personas y terminas con dos. No son constantes, no son perseverantes, no se motivan.
La casa es una herencia de sus padres, que se conocieron allí en El Hatillo, a pesar de que su papá era de San Casimiro, estado Aragua. Tiene una sala amplia, la zona del comedor y, desde la cocina, se ven los recuerdos de un patio trasero en el que los cinco hermanos –cuatro mujeres– jugaron felices de pequeños. Hace cinco años, Nachy se convirtió en la menor. Su hermana murió de lupus, una enfermedad de la piel que ataca el sistema inmunológico.
La nevera está decorada con unos imanes de souvenir. Cuando sus sobrinos estaban pequeños, la familia los llevó al parque temático de Disney. Pero antes de eso Nachy viajó en un crucero por las islas del Caribe con su mamá. Esos fueron todos los viajes que realizó fuera de Venezuela.
De vuelta a la sala, Nachy se encuentra con una mesa llena de fotografías de sus hermanas y sobrinas en traje de novia. Sus padres también están en un lugar especial, mientras la mirada ilusionada de las demás casaderas se desborda del marco del portarretrato. A pesar de que Nachy es la única de su familia que entra y sale de la iglesia todos los días, nunca pudo hacerlo de velo y corona.
—No me casé porque creo que Dios no quiso que yo fuera casada. Siempre pensé en el matrimonio como complemento. La mayoría de la gente piensa que se tiene que casar, pero el matrimonio no es una meta, es un complemento de la vida. Y me dediqué tanto a mis cosas que dije que si Dios hubiera querido que yo me casara, lo hubiera hecho, pero no fue así.
Tampoco tuvo hijos.
—Con los principios morales que tengo, o te casas y tienes hijos, o no. Yo tuve dos novios cuando jovencita, pero no recuerdo ningún acercamiento. Uno tiene que tener valores elevados, y yo tuve una familia con muchos valores.
Para ella, la sociedad del siglo XXI es muy permisiva. Busca aconsejarle a todo el que la rodea que las familias deben formarse “correctamente”. Por eso susurra a las muchachas cual rosario:
—No te desvíes del camino del Señor, porque la verdadera felicidad está en Dios. Y cuando una gente está en Dios, él le prepara una persona buena que le permita formar una familia.
Lejos de la vida laica, para Nachy no hay otro camino. Al de la congregación huyó; es más, en ningún momento lo tomó como opción:
— ¿Monja yo? No, no, no. No me gusta que me manden. Y si tú quieres ser monja, tienes que seguir órdenes. Así me preguntó el padre. A mí me gusta hacer lo que yo quiera. No eso de hacer lo que otros quieran que yo haga.
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Los lunes, Nachy da clases en la coral de la Procter & Gamble, en La Trinidad. Los martes imparte catequesis en la parroquia. Los miércoles dicta clases de música en Baruta. Los jueves, también. Los viernes está en El Hatillo durante la mañana, y en la tarde les da catequesis a los muchachos que van a hacer la confirmación. Los sábados ensaya las canciones de la misa del domingo para luego presentarlas en la misa de diez y en la del mediodía.
—En mis ratos libres voy a casa de la familia, pero como normalmente estoy tan ocupada…
Su visión emprendedora la llevó a inscribirse en la universidad hace apenas dos años, cuando recién cumplió setenta. La idea era graduarse de Licenciada en Música, en la Universidad Nacional Experimental de las Artes, pero la vida de estudiante no la hizo sentir bien. Tenía que ir unas veces a Sartenejas y otras a la sede de Bellas Artes.
—Una no se aguanta ese trote.
Tenía que llegar y hacer tareas, reunirse con sus compañeros como cualquier universitario y, además, trabajar obligatoriamente porque vive sola.
—La gente cree que la música es algo fácil y no es así. Entonces no me sentía bien y decidí seguir con mi vida.
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El oficio que Nachy siempre menciona de último en sus prioridades es el del transporte escolar. Sin embargo, es el que le da sustento económico para desarrollar esa vena artística que ha podido nutrir con sus actividades de la iglesia. Como es una mujer de tradiciones muy arraigadas y de rutinas en las que difícilmente se puede interferir, Nachy comenzó en todos sus quehaceres cuando tenía veintidós años de edad.
—Mi sobrina salió de la primaria y la pusieron en un colegio en La Trinidad y yo la tenía que llevar. Entonces la vecina la puso en el mismo colegio y la vecina de arriba también. Las llevaba a todas y así empecé a hacer transporte, por casualidad. Fue igual que la catequesis y la música.
En el patio delantero de la casa descansa el autobús escolar que conduce desde hace cincuenta años. Va pintado de amarillo con la típica línea horizontal negra y, cerca del volante, reposa una estampita de Jesús de la Misericordia y un recibo de pago personalizado. Este trabajo es el responsable de que el despertador suene hoy, como todos los días, a las cuatro y media de la madrugada. A veinte para las seis, la catequista y choferesa va frente al volante lista para buscar a los trece niños de primaria a los que les hace el transporte en el Arturo Michelena, en La Trinidad, y El Portal, en Los Naranjos. A las siete ya viene de regreso a su casa de la plaza Sucre, en El Hatillo.
—Y gracias a Dios estoy bien de salud y no sufro de nada. Mi vida ha sido muy sana: no me gusta el trasnocho, no me gusta la fiesta, no fumo, no bebo, no tengo vicios de ninguna especie, sino quedarme en paz.
Nachy observa el reloj: son las once y quince. Se levanta y dispone el automóvil en la vía de vuelta a los colegios de la mañana. El portón verde se queda sin cerradura. Regresará en un rato con sus pupilos. El día apenas comienza.