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Las Mercedes II

Unas luces verde neón, dignas de una fiesta psicodélica, iluminan parte de la calle Orinoco de Las Mercedes en Caracas. “Pepitos Eusebio c.a.” parece flotar en medio de la noche sobre una nube de vapor ahumado que esconde la figura de dos jóvenes tras la barra del puesto de comida rápida.

Un carro Ford Fiesta, color marrón caramelo, se estaciona a pocos metros del puesto frente a nueve gaveras de refresco vacías que están junto a un contenedor azul, tan grande como el mismo vehículo, y el cual se podría pensar que es de basura si no fuera por la cava blanca parecida a una nevera ejecutiva que está sobre él.

Del Ford se bajan dos hombres y una mujer que caminan hacia el destello neón. Ya bajo el toldo verde, que supera por poco lo ancho de la acera, buscan los precios de “los famosos pepitos de Eusebio”, como comenta la joven de este grupo.

Se nota que son nuevos por aquí. “Los precios están por allá, mi amor”, escupe tan rápido el encargado de hacer los perros calientes. La frase suena en medio de dos golpes de pinza para sacudir unos trozos de cebolla antes de tomar las papas. Señala con un gesto de barbilla en dirección al punto de venta: “Eso es para que los chamos no se distraigan. Además, la gente se para ahí, les pregunta y trabajan lento. Y, coño, no dejan comer a la gente tranquila cuando esto está full”, comenta el encargado.

Sin embargo, frente al puesto solo hay siete personas y los encargados, tanto de la plancha como de los perros. Pueden pasar minutos viendo el televisor ubicado junto a la cava de los refrescos.

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“Una mixta y un perro cuando puedas, mi pana”, grita el conductor del Fiesta, para hacerse escuchar sobre el televisor y automáticamente comienza a examinar los diferentes tipos de salsas del puesto. Frunce el ceño y espera.

Mientras tanto, Adrián Ruiz lanza sobre la plancha un bistec de carne, una milanesa de pollo y un par de lonjas de tocineta. Corta todo mientras los saltea hasta que se sellan.

De vuelta en vuelta, las tres proteínas van cambiando de color y adquiriendo uno marrón tostado. Detrás del picadillo se fríe un huevo, y el fuego debajo de la plancha —brillante y grueso— no permite que la temperatura baje para los dos trabajadores.

 

La construcción comienza. El planchero utiliza su mano como mesa y pone primero el pan y luego va poniendo piso a piso los ingredientes: carne, pollo y tocinetas; lechuga, tomate, cebolla; papitas, repollo y zanahoria; salsa amarilla, blanca y roja para la pega. Arropa a la mixta en un papel grisáceo y rugoso para luego picarla en dos. Extiende el brazo derecho, con la hamburguesa en una sola mano y esta atraviesa la cocina de vapor.

“Aquí comienzan y terminan las rumbas de Caracas”, le asegura Ruiz a una mujer curiosa de acento andino. “A cada rato vienen periodista a tomar”, remata.

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Al otro lado del puesto los tres que bajaron del Ford Fiesta murmuran, hurgan y revisan con la mirada lo poco que queda de la hamburguesa. Un poco más de salsa de maíz, dos toques de queso de año y dos gota de picante.

—Coño, yo no sé dónde tenía la tocineta esta vaina —dice el copiloto del Fiesta—. Será salsa de tocineta lo que le pusieron.

—¿Entonces qué? —pregunta la muchacha— ¿Calle el Hambre?

—De bolas, ¿no ves que quedé fue picado? —responde mientras tira a la basura una servilleta—. Qué sabroso cómo me tumbaron dos mil quinientos bolos por esa mierda.

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