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La memoria suele regresarnos a lugares que nos marcaron profundamente. Basta volver a una melodía, sentir de nuevo un aroma, hojear un álbum familiar, pasar frente a aquel parque de la infancia, para revivir esos momentos que nos hicieron lo que somos. Así le pasa a Maurelyn Rangel cuando recuerda a la Catia donde creció y aprendió a volar papagayos junto a su hermano mayor. Un relato íntimo, acompañado por una fotogalería melancólica de Daniel Hernández, que nos conecta con esos instantes de felicidad que, por más pabilo que le suelten, no se los lleva el viento. 

Texto Maurelyn Rangel con fotogalería Daniel Hernández

Una memoria que forma parte de mi infancia es la de volar papagayos en el Parque del Oeste. Este espacio, fundado en el año 1979 y diseñado por los arquitectos Gregory White y Elsa Salas de White, nos recibió a mi hermano mayor y a mí para brindarnos horas de infinita calma y felicidad en nuestra niñez. 

Decía mi mamá desde la cocina, terminando de preparar el desayuno: 

—Se pueden apurar que mientras desayunamos y salimos, no llegaremos a tiempo. 

—Revisen que no se nos quede nada. 

—Vístanse cómodos, que hoy la jornada es larga. 

Así eran las horas previas al Festival del Papagayo al Oeste de Caracas, a comienzos de los años 90. Esta acción compartida era una verdadera celebración, desde sus preparativos hasta su realización. Llegábamos caminando al parque, desde la calle principal del Manicomio, casa número 19. Nos tomaba unos 15 minutos. 

Al llegar, teníamos varias opciones para participar, formar parte en los talleres de papagayos, y apuntarnos en las diferentes categorías. Como éramos ya unos avanzados, en los últimos años, siempre llevamos nuestros ejemplares casi listos, y en el parque se completaban los últimos detalles de la cola –por ejemplo–, que era lo último por ensamblar del papagayo. 

Para eso siempre recolectábamos retazos de tela que nos regalaba una tía que era costurera y vivía en el 23 de Enero. Y mi abuela Inelza –abuela paterna– nos enviaba desde Mérida más retazos de tela porque ella también era costurera. Estos papagayos realmente se construían de una parte de nuestra familia que pensaba en nosotros, y nos procuraban todos los elementos para incentivar esta práctica.

Construir un papagayo es una verdadera transmutación para un niño, desde su planeación, hasta su fin último, que es darle vuelo y permitir que cada ejemplar alcance sus horas de plenitud en el cielo. Así como el plomo pierde tres protones para convertirse en oro, cada niño, a la inversa, requiere de condiciones adicionales para lograr papagayos excepcionales: La primera es la empatía con el entorno, porque el niño debe aprender a observar y elegir bien los materiales. En este proceso se concibe un ejercicio en positivo de la competitividad, en donde la vinculación con otros participantes también agrega elementos sociales de intercambio como experiencias previas, que permiten generar ejemplares más estables y llamativos, por supuesto.

Lo segundo es la red de apoyo familiar. Los niños con padres –o cuidadores– más involucrados, lograban mejores prospectos. Esto además garantiza la disposición de mejores materiales, y aunque todo era muy democrático en estos espacios –en esa época–, la familia siempre era un manto develado en toda práctica de intercambio. 

Y por último, la posibilidad afectiva que genera la creación en sí misma, experimentar la emoción de crear un objeto que luego se transforma en instrumento de juego es una doble porción de endorfinas para el cerebro de cualquiera, en especial para un niño. Por estos elementos, esta práctica que además puede ser individual o compartida según se elija, crea un perfecto equilibrio en la acción de jugar, en donde las horas de ocio proporcionan vinculaciones sensoriales-afectivas plenas y duraderas. 

De esta manera, exaltados por el sol,  y también por el viento, mi hermano me decía, entre frases:

—Este año vamos a ganar.

—Qué bonito te está quedando.

—He creado una cola poderosa.

Mis papagayos participantes tuvieron nombres: Rayo, Pepita, Estrella, Veloz, Atreyu y Vicentino –uno por año–. Todos alzaron vuelo en el Parque del Oeste de Catia. Aquí cada uno tuvo la oportunidad de sentir el viento, y yo junto a ellos.

En cada competencia nuestras familias nos acompañaron, y creamos familia con cada niño que vimos cada año, y con quienes nos vinculamos en muchas otras prácticas de ocio positivo dentro y fuera de este espacio.

El Parque del Oeste era desconcertantemente increíble, un lugar que convivió con el ya demolido “Retén de Catia” en la sombra  –inaugurado en 1966–. La entrada del parque era realmente esplendorosa, en medio de la convulsión de las camioneticas, y la sede militar que siempre permaneció en los alrededores. Después de algunos años, exactamente en el año 1995, el Museo de Arte Contemporáneo Jacobo Borges inauguró renovando todavía más a fondo las posibilidades -principalmente- para los aledaños habitantes de la parroquia Sucre. 

Una sensación lúgubre se podía experimentar en el punto más próximo al retén, durante el recorrido, al interior del parque. Y así, me encontré, un día cualquiera, durante esas gratas horas de juego al aire libre, una niña, viendo y escuchando a unos hombres detrás de esos estremecedores barrotes de acero y cemento. Recuerdo verlos sacar sus brazos, con alguna prenda de vestir en sus manos -agitarlas con fuerza- como señal de saludo, y también de súplica. Dentro de las cosas que recuerdo haber escuchado puedo mencionar:

—Tenemos hambre, nos pasas comida.

—Deja de mirar, y ven para acá. 

—Yo me llamo Pedro. 

—Crema dental, nos regalas una crema dental. 

Voces de súplicas y lamentos eran las voces de esos hombres sin nombre -para mí-, esos gritos sin palabras -a veces-, esa miseria humana que logré percibir a través de esa aproximación prolongada -era como un portal al infierno- que dentro un lugar tan especial, verde e inspirador con esa disposición de libertad plena, estaba este contenedor de almas -dispuesto- justamente para lo todo lo contrario. En ese tiempo entendí,  en buena medida, el valor de la libertad, y también en una mayor proporción, una sensación que me ha acompañado durante mucho tiempo, vinculada a la invalidez de sentirme protegida desde la justicia social. 

La demolición del “Retén de Catia” ocurrió el 16 de marzo de 1997, un evento cubierto además por los principales medios de comunicación. Recuerdo la transmisión por televisión, y radio en simultáneo, pues un solo medio no era suficiente en ese tiempo. En un instante, recuerdo que sentí a todos los habitantes de la parroquia Sucre. Ese día nos unió un silencio profundo, finalmente ese portal al infierno había dejado de existir. Me quedo con la sensación de que su desaparición jamás podrá borrar lo sucedido en esos metros cuadrados, donde la justicia, desde lo que pude experimentar, no llegó en muchos sentidos. 

Pero el Festival del Papagayo superó cualquier contradicción, junto a un sin fin de cursos y talleres vinculados al arte, en estos espacios de los cuales formé parte, en un ambiente de creatividad y proximidad. La experiencia del museo tanto de proyectos expositivos como de la programación formativa, generaban una dinámica de vinculación ciudadana de primer mundo. Este espacio para mí desde niña fue un reflejo del país en pequeñito. En este microclima se reproducía un modelo contradictorio de injusticias a cielo abierto, y también de esfuerzos valiosos que no fueron suficientes, pero que a muchos nos aproximó al arte, la literatura, y en definitiva nos permitió crecer con sensibilidad. 

En broma con mis amigos, siempre me dicen “que soy la última caraqueña del centro de la ciudad  que no se fue del país” -lógicamente es una broma desproporcionada-, pero me ayuda a hilar el corazón de este relato breve sobre Catia, y también a entender que en buena medida, mi familia fue de los últimos grupos familiares con movilidad social ascendente dentro de la ciudad que tuvo oportunidad de brindar a sus hijos la mejor educación.  

Catia tiene una diversidad preciosa vinculada como prácticamente todo el país a la migración, y también a prácticas locales de tradición. Desde una aproximación demográfica, tiene una altísima densidad poblacional. Esto se traduce en habitantes heterogéneos  e incluso de niveles sociales también variados  dentro del mismo territorio. Por ello, en esta concentración humana, como un electrocardiograma, se encuentran historias que se van juntando desde lo formal e informal, desde el espacio común y compartido, como del simbólico -que van respondiendo a sus propias necesidades y  exigencias–. 

Sin lugar a dudas, crecí feliz en este lugar. Corrí sin límites en sus caminerías, y deslicé mi cuerpo en sus lomas, me arrastré por su grama hasta quedar sin fuerzas. También lo hice en otros parques, y espacios de la ciudad –prácticamente todos, había libertad de movimiento, y también posibilidades–, pero este era el parque de mi barrio –la representación extensiva del patio de mi casa–, el que siempre vuelve a mí como un eco, así como la emblemática obra de Doménico Silvestro con su escultura “La culebra y el colibrí”, la parada de autobuses para La Guaira, el Mercado de Catia, la comida árabe de la calle Colombia, las estaciones de metro de Caño Amarillo, Agua Salud, Gato Negro y Propatria son parte de mi identidad urbana. 

Catia tiene un tumbao particular, así como cada parroquia, como todos los territorios habitados. Lo diferente es que realmente aquí uno puede sumergirse hasta casi ser invisible.  Este punto del oeste de Caracas cuando te reclama, jamás vuelves a ser el mismo. Una parte de uno siempre se queda entre sus calles, y recovecos, entre su gente y voracidad natural.