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La India es un milagro. Eso fue lo primero que pensé al salir del modernísimo terminal de Nueva Delhi y adentrarme en el caudal de carros antiguos, autorickshaws, motos con tres y cuatro pasajeros, microbuses y micro-carros que colmaban hasta el más mínimo espacio en las avenidas. Parece imposible llegar a ninguna parte y entonces llegas. Así fue siempre durante los veinte días de aventura que emprendí con mi madre de copiloto: India fue un milagro en constante movimiento.

El tráfico inaudito fue el primer momento de nostalgia caraqueña. A pesar de una cortina de polvo pertinaz y millones de personas adicionales, también fue posible experimentar un déjà vu de Sabana Grande en el mercado de Lagpat Nagar. En las vistas de palmeras, malangas y trinitarias de Lodhi Gardens se dibujaban paisajes del Parque del Este y un paseo por las panaderías de Sundar Nagar fue como un viaje a Los Palos Grandes. Hasta el jugo de guayaba nos transportó a los sabores de Caracas.

Al sureste de Delhi, a dos horas de tren expreso, está el lugar más visitado en la India. Descender en el terminal de Agra es bajarse en otro siglo, donde los rieles del tren sirven de letrina al aire libre y los camellos también van por la vía. Agra, la antigua capital del imperio Mugal permanece envuelta en un ensordecedor zumbido de cornetas que solo el blanquísimo mármol del Taj Mahal es capaz de callar.

Más al sur, a dos horas de Bangalore –un oasis de modernidad- hay una esquina del cielo en la tierra. Quienes han visitado el pueblo de Puttaparthi con sus edificios en colores pastel saben que uno llega para no irse más. El corazón se queda enredado en los recodos del Ashram, entre el tumulto de mercaderes afuera de sus paredes y en el ‘Sai Ram’ que se da y se recibe en todo momento.

En Kochin, la segunda ciudad de la provincia de Kerala, los recodos fueron de agua. En la ciudad, antiguo enclave portugués, es posible quedarse en hoteles cinco estrellas salidos de la era colonial, darse un masaje ayurvédico y navegar las aguas mansas de sus ríos en enormes casas flotantes donde sirven de la más exquisita muestra culinaria del sur de la India. En Kerala se es maharajá por un día.

Mumbai, la que fuera antes Bombay y el destino más cosmopolita, fue el punto final. Nos dejó una colección de breves postales: museos y organismos públicos encerrados en increíbles edificios victorianos, la estampa del Gateway of India al lado del inmortal Hotel Taj Mahal. Un nuevo año y la promesa, inquebrantable, de volver.