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Después de ocho meses de confinamiento, por fin pude regresar a la isla, sentir de nuevo la brisa marina. Todo ese tiempo, la ilusión de volver se convirtió en mi refugio. Me repetía todos los días “en lo que pueda, voy a Margarita”. Hasta que a mediados de noviembre, lo logré. Pero la historia del viaje no es para nada una fantasía turística. Mi travesía incluye una carretera, un ferry, muchísimas horas entre un punto y otro, una llegada sin ascensor ni agua en el edificio, y una ventana con vista al mar. 

Sí necesitas el salvoconducto aunque sea semana de flexibilización. 

No, no lo necesitas. 

Llévate un bidón de gasolina porque no hay en la carretera. 

Sí hay gasolina a precio internacional en todas las estaciones de servicio en la vía. 

Te van a parar en todas las alcabalas. 

Tienes que pasar temprano por El Guapo.

Primero subí la maleta pequeña y menos pesada. Luego la grande, más pesada y con descansos. Nueve escalones con una mano. En el descanso de la escalera, cambiaba la maleta de mano para los siguientes nueve escalones. Así hasta completar los diez largos pisos. 

A las ocho de la noche, cuando por fin llegué a mi destino, después de más de doce horas viajando desde Puerto la Cruz (estado Anzoátegui) hasta Punta de Piedras (Nueva Esparta), me tocó subir por las escaleras, con el hastío a cuestas. Cada tanto paraba, me lamentaba, protestaba por la deficiencia de los servicios en un país resquebrajado, y también sentía alivio porque finalmente estaba en casa, en mi otra casa.

Al abrir las puertas y ventanas, esperé paciente a que se secaran los chorros de sudor que corrían por mi piel. 

En ese momento, por fin, terminó un viaje que se hizo eterno desde los altos mirandinos, en las afueras de Caracas, hacia la isla de Margarita. Hace meses, no más de un año, antes de la pandemia y antes de que las cosas en Venezuela se volvieran tan pero tan complicadas, este trayecto no duraba más de cinco horas -por tierra y avión- desde mi casa en los altos mirandinos. Pero ahora, la historia se cuenta en tres días, una carretera, un ferry y una llegada sin ascensor ni agua en el edificio. 

El plan era volver en marzo, pero hubo que improvisar: llegó el coronavirus y todo cambió. 

La Organización Mundial de la Salud había decretado la pandemia de la COVID-19 y el gobierno venezolano impuso medidas de confinamiento, suspensión de vuelos comerciales nacionales e internacionales, cuarentena y más. Cada mes se hacían anuncios mundiales y nacionales sobre la evolución del virus que nos mantenía encerrados. 

Yo esperaba en cada anuncio la oportunidad de viajar de nuevo.

En Venezuela comenzamos a desconfinarnos en junio. La modalidad dictada por el gobierno fue una semana de cuarenta y una semana de flexibilización de algunos sectores. A eso lo llamaron 7×7. En cada semana de flexibilización, sumaban progresivamente algunas actividades. 

Pero los vuelos comerciales seguían prohibidos. Desplazarse de un estado a otro suponía travesías, enfrentarse a mitos y armarse de coraje. 

En noviembre tuve una oportunidad concreta: viajar en carro particular desde Caracas hacia Puerto la Cruz para tomar un ferry hasta Punta de Piedras, en la isla de Margarita.

La aventura comenzó un martes al mediodía cuando emprendí el camino desde los altos mirandinos hacia Caracas. Fue la primera escalada. Casi 30 kilómetros en poco más de una hora. El día siguiente, el trayecto fue más largo y la duración también.

 

Se hizo miércoles y al amanecer, cargamos el carro con las maletas y tomamos la Autopista Regional del Centro y así pasamos de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, de alcabala en alcabala al estado Anzoátegui donde tomaríamos la última transición: el ferry que no llevaría por la mar a la isla. 

Un trayecto de más de 300 kilómetros, que suele ser recorrido entre cuatro y cinco horas, nos tomó poco más de seis horas entre las alcabalas. 

El guión de los oficiales era repetido: “¿de dónde vienen?”, “¿hacia dónde van?”, “motivo del viaje”. Unos eran más creativos, o estaban un poco más aburridos y querían alargar el intercambio de palabras y preguntaban otras cosas: “¿de qué parte de Caracas?”, “¿por qué llevan tantas cosas?”, “¿ese botellón va vacío?”. Todos con tapabocas, ninguno respetando la distancia que debían guardar. En el libreto no había pregunta o línea relacionada con la pandemia. 

Aunque en el trayecto ya no se pagan impuestos en los peajes, hay decenas de alcabalas oficiales (de la policía o la Guardia Nacional) que esperan “algo para el fresco” (o sea, una ayuda económica o propina). Pero algunos piden más que eso. 

En la entrada de Río Chico, un pueblo en la costa de Miranda que queda a mitad de camino entre Caracas y el puerto del ferry, un policía pidió más que el fresco: “Vayan a la tienda y me compran algo en el punto (de venta) para el desayuno”, dijo después de que le explicamos que no teníamos efectivo, ni dólares. Menos mal que habíamos preparado una bolsa con enseres para esos casos y logramos hacer el trato por una lata de melocotones en almíbar.

Ya en Puerto La Cruz, entre quienes abordamos ese ferry había un comerciante que en su camión transporta repuestos automotrices y con eso sustenta a su familia. Una señora que después de largos meses de intentos, finalmente recaudó los requisitos para poder visitar a su familia. 

Yo solo buscaba, después de ocho meses de confinamiento, un escape del concreto de la ciudad y una ventana con brisa marina. 

Todo el trajín para subir al ferry no fue suficiente para condimentar esta travesía. El lunes de esa semana la guardia había incautado droga en uno de los traslados de la compañía de transporte marítimo. Pero cuatro días después, las consecuencias las pagamos los pasajeros con un viaje que en lugar de durar seis horas, se prolongó el doble. Sí, doce horas desde el chequeo hasta la salida del barco. Horas de revisión de equipaje. 

Lo que tomó menos tiempo fue la verificación de los requisitos médicos que daban constancia de la salud de los pasajeros. Lo que se logró con ese control fue la aglomeración de quienes esperaban abordar la embarcación. Cero metros de distanciamiento. Sin protocolo de bioseguridad, ni medidas de prevención. Y en el fondo de la escena un ferry a medio hundir.

Pero tras protagonizar toda esta historia, pude por fin abrir la cortina y ver desde la ventana de mi segunda casa las costas de la isla de Margarita. Ese mar que siempre despierta mi fascinación.

Las calles están desoladas y no se ve rastro de una “temporada alta”. No hay gasolina, las colas para surtir de combustible subsidiado duran días. Las estaciones de servicio con precio internacional tardan horas infinitas. Todo eso rodea mi estadía en la isla, la crisis sigue allí. Y de repente me acuerdo que me faltan unas verduras y salgo a hacer mercado, en bicicleta. Se me rompe la bolsa de repente, una zanahoria cae al piso. Me devuelvo y sonrío. Pedaleo con el mar de fondo, me detengo, ya va, para tomarme un selfie. Este aire libre me sienta bien.