Un día madrileño, en la entreguerra del siglo pasado, José Ortega y Gasset subió a un tranvía para ir a hacer una diligencia. El trayecto no era sino de unas cuantas cuadras.
Por aquel entonces, don José solía publicar semanalmente una columna que llevaba como título “El Espectador”. El título perdura en la colección de sus obras completas publicada por la editorial Revista de Occidente. Y, la verdad, calzaba muy bien ese nombre, visto el espíritu que animaba aquellas columnas: eran la bitácora de un espectador imparcial pero interesado. Aquel día en especial, don José estaba atento a los ojos, las redondeces, los tobillos femeninos fugazmente vislumbrables al subir o bajar del vagón.
En el trayecto, en efecto, subieron y bajaron varias damas, de distintas edades y muy diversos tipos de belleza. Pocas cuadras más tarde, cuando don José debió bajar del tranvía, ya llevaba en mente el artículo cuyo título usurpa lo que hoy escribo. En él, don José se preguntaba cuál podrá ser la secreta ley que rige el modo “insolentemente táctil” con que los varones de estirpe hispana miramos a las mujeres por la calle.
Concluyó que esa insaciable mirada masculina, siempre dispuesta a dejarse sorprender y a acordarle atributos superlativos y zanjadores de toda discusión a la belleza de la mujer con quien nos cruzamos, no busca otra cosa que el arquetipo platónico: la belleza suma de la que emanan todas las bellezas.
En el fondo, dice, los mirones anhelamos topar con la mujer cuya belleza nos haga exclamar en el fuero más íntimo: “¡Ah, es esta!”. Desde luego, nunca topamos con el arquetipo y de allí que no dejemos de mirar y mirar por ver si algún día damos con él.
Don José supo hacer crecer aquel brillante artículo –de asunto tan raigalmente importante–, hasta hacerlo ensayo. El ensayo, que recomiendo a todo el público presente, se titula “Meditación de la criolla” y es, dicho sumariamente, un elogio de la belleza caribeña de habla hispana, y atañe, por eso mismo, a la mujer venezolana.
Obviaré glosarlo in extenso porque lo que a estas notas interesa es poner de bulto cómo Osmel Sousa se ha ido erigiendo en el sistemático destructor, en el metódico espantador de esa emoción, apolínea y platónica a la vez, que alguna vez fue el cálculo de la belleza femenina para los venezolanos de mi generación.
De aquellas divinas imperfecciones de los años sesenta y setenta –la nariz respingada, los ojos evocativos de Audrey Hepburn de la hechicera Mariela Pérez Branger, o el busto turgente y a todas luces intocado por el bisturí y la silicona de la pecosa y risueña María Antonieta Cámpoli, la narizota y los ojos rasgados y la boca desmesurada de Jeannette Donzella–, el Miss Venezuela ha devenido en algo que recuerda la fábrica de clones que es el argumento de Los niños del Brasil. Osmel Sousa es el ingeniero de control de calidad de esa fábrica de tarajayas esbeltas y sonrisa indiferenciada; el doctor Mengele de un campo de exterminio de la singularidad.
Es llamativo el modo en que nadie, o casi nadie, recusa el estragado patrón de belleza del señor Sousa, tan parvamente uniformador, tan imbuido de racismo y de tan obcecada aspiración de simetría que ha logrado el prodigio de que la miss Venezuela de cualquier año sea indistinguible de la del año anterior. ¡Hasta el gesto de incrédula, histérica y sorpresa de lágrima fácil con que cada una recibe la noticia de haber sido elegida parece maquinal fruto de ensayo ante el espejo de una línea de producción digna de una planta de ensamblaje Toyota!
Felizmente, la plural singularidad –séame lícito el oxímoron– de la venezolana con que me cruzo todos los días –soy peatón, soy mirón; pronto cumpliré los sesenta sin dejar de abismarme y girar el pescuezo en ciento ochenta grados al paso de una compatriota, como cuando era chamo– sigue allí, campante, con toda su gentil sensualidad, sus matices raciales –me niego a escribir “étnico”– , con sus narizotas, sus inverosímiles traseros, sus dientes superpuestos, su inquietante taconeo y su sabiduría vestimentaria, en todos los ámbitos de nuestra maltratada vida citadina para turbarnos como a don José turbaban las damas que viajaban con él en un tranvía madrileño hace casi cien años.
Y ni Osmel Sousa ni sus podadoras ni sus bisturíes ni sus jeringas de silicona y bótox podrán jamás prevalecer contra ella.
Amén.