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–No me digas curandera que eso es de brujos.
Olga Iciarte cura el mal de ojos, reza la culebrilla y cura las convulsiones de fiebre desde hace cincuenta años. Con toda esa sabiduría por delante, aún no deja que la traten de curandera. “Yo sólo me encomiendo al Gran Poder de Dios”. A sus casi ochenta años, con un cáncer de piel superado y un infarto a cuestas, se le hace difícil recordar fechas con exactitud, pero en la misa del domingo se le ve recitar sin titubeo las alabanzas hacia el Cristo del altar.
La más pequeña de una prole de cinco supo de su vocación por la salud a los dieciséis años. Pasaba dos meses de vacaciones en Naiguatá mientras su madre se recuperaba de una operación de glaucoma en Caracas. Durante su estadía en Vargas, Olga vio nacer a su sobrino. El parto de su hermana lo asistió el médico rural, quien la convenció de colaborar con el ambulatorio. Allí aprendió de todo. A tomar la tensión, inyectar, agarrar vías, primeros auxilios, RCP, limpieza de curas, suturas, nociones sobre medicamentos, pero muy especialmente aprendió el oficio que la convertiría -literalmente- en la madrina de Choroní.

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Son casi las diez de la mañana y las sombras del pueblo se van replegando sobre sí mismas esperando el mediodía. Doña Olga, diminuta, blanquísima y vestida de domingo, se arrima a la sombra apoyada en su bastón a la salida de la misa. Desde la lesión del cáncer de piel se cuida del sol como del pecado. No hay en el pueblo quien no la conozca. “Mamá Olga” o “madrina”, va repartiendo bendiciones camino a la casa de una de sus tantas comadres, Ernestina Infante.
Ya han pasado muchos años desde que Ernestina interrumpió a gritos una misa de gallos el 31 de diciembre para que Olga atendiera a Cucú, su hijo de siete años, que convulsionaba bañado en fiebre. A pasitos apresurados Olga salió de la iglesia caminando hacia atrás para no darle la espalda al Santísimo y tras una reverencia de despedida, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, dio la carrera hasta su casa para atender a su ahijado.
Un baño de agua templada, una ampolla de Benadon, frotamientos con alcohol, unas cataplasmas de borra de café combinada con aceite de alcanfor sobre una hoja de plátano en la planta de los pies y fe, mucha fe. Esa noche en la casa de los Iciarte la cena de año nuevo tuvo que esperar: Cucú se recuperaba sobre la mesa del comedor en una suerte de camilla improvisada.
Esa entrega irrestricta por la atención a los demás signó la vida familiar al punto de que de sus diez hijos, dos son médicos. Su segundo esposo trabajó en la medicatura de Choroní pero, paradójicamente, Olga jamás percibió un sueldo por sus servicios de partera y de enfermera ad hoc del pueblo. “La gente colaboraba con lo que podía, muchos no pagaban nada”, cuenta, pero la mayoría la premiaban con el honor del madrinazgo de los muchachitos traídos al mundo.
En un pueblo que pasó diecinueve años sin sacerdote, la labor “episcopal” recayó sobre tres mujeres, Juanita Arévalo, “Lola” María Palma (+) y Olga Iciarte. Las tres rezaban en la iglesia, en el cementerio y en las casas. Las exequias, los novenarios y hasta la bendición del mar en Semana Santa en perfecto latín. Pero de las tres quien asumió la vocación de atención a los enfermos fue Olga.
“Más felicidad hay en dar que en recibir”, dice el sacerdote en la homilía de este domingo soleado. “Enséñanos Señor a ser generosos”, repiten los asistentes en la Oración de los Fieles.

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Tratar de descifrar cuántos niños trajo al mundo Olga Iciarte como partera sería como querer contar los árboles del Parque Henry Pittier. Comenzó a los veintidós años y no paró hasta que comenzó a presentar problemas de la vista, hace doce años, y abandonó la actividad. La madre de Olga sufrió de ceguera progresiva hasta que un día perdió la luz.
Sus rituales para el parto están guardados bajo la llave de la memoria. Apenas si puede recordar el té de higos que se le daba a las parturientas para el dolor o cómo regañaba a las primerizas cuando exageraban los gritos. “Les decía que no abrieran la boca porque se les escapaba la fuerza, por eso no servía de nada gritar”.
Siempre se puso nerviosa, pero nunca se le murió una madre o un bebé y vaya si hubo partos complicados, como aquellos en los que la criatura traía varias vueltas de cordón o en lugar de la cabeza asomaban primero los pies o las nalgas. “Había niños que nacían morados. Entonces yo los agarraba, los frotaba, les deba nalgaditas o los agarraba por los tobillos con la cabeza guindando y les daba palmadas en las plantas de los pies hasta que reaccionaban”, cuenta.
Pero el parto más difícil de su vida fue el de su quinta hija. La criatura no esperó a que su padre volviera con el médico de Choroní, cuando éstos llegaron sólo restaba cortar el cordón umbilical ya la partera tenía a “Olguita” acurrucada en su costado. No en vano le pusieron el nombre de su madre.

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Aparte de traer niños al mundo, curar enfermedades e inyectar pacientes, Olga Iciarte trabajó treinta y seis años en la Oficina de Correos de Choroní que fue instalada en su casa. En temporada alta los turistas enviaban y recibían telegramas o sobres con dinero. Pero en el pueblo siempre se supo cuando iba a nacer un niño nuevo: la Oficina de Correos estaba cerrada.
Su trabajo y dedicación de toda una vida fueron premiados con diez hijos profesionales de los cuales se siente orgullosa: Miriam, Mirna, Fermín, Silvia, Olga, José Alfredo, Richard, Jhon, Mayerling y Solveig. De ellos, Richard y Solveig decidieron dedicarse a la medicina. La segunda está próxima a graduarse, pero Richard, a punto de iniciar el doctorado y con una plaza de profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Carabobo, decidió volver a Choroní para lidiar con las deficiencias del pueblo en materia de salud.
Para una población aproximada de diez mil habitantes, sin contar a los turistas, en los pueblos de Choroní, Puerto Colombia, Chuao, Cepe y Tuja sólo cuentan con cinco médicos en rotación que suelen pasar hasta cinco días de guardia. En una de esas jornadas maratónicas, Richard se encontró de frente con el infarto de su madre. La habían llevado al ambulatorio con un fuerte dolor en el pecho y tras hacerle el electrocardiograma su hijo la envió a Maracay en una ambulancia. “Al principio me dio miedo, pero después se me pasó”, recuerda Mamá Olga.
A pesar de su confianza en las recetas e infusiones caseras: malojillo y orégano orejón para la gripe, leche de piñón para los tocamientos de gargantas adoloridas y bretónica para los dolores de oído, la vocación de Olga Iciarte hacia la medicina permanece intacta. Su receta para los orzuelos es infalible: frotar el dedo índice contra la palma de la mano contraria para aplicar calor y “terramicina oftálmica”, por supuesto. Para la fiebre puede aplicar en la planta del pie las mencionadas plantillas de borra de café con aceite alcanforado y media ampolla de Novalcina. Eso sí, cuando al ambulatorio de Choroní llegan paciente con culebrilla o niños con mal de ojo, Richard los remite a su mamá para que les aplique la pasta de yerba mora preparada con sal, limón y “apenitas agua bendita”, acompañada con la oración.
Porque para la señora Olga, estas afecciones se curan con la fe. Hay oraciones muy hermosas transmitidas de una generación a otra para lograr bendecir a los enfermos y hacer retroceder los males. Siendo muy joven, ella quiso conocerlas pero le fueron negadas con celo por la señora Eustacia Ipiaza, custodia de la tradición. Hasta que un día, próxima a morir, la llamó para transmitirle en susurros su experiencia, condensada en los versos de una oración.
El 12 de diciembre, Olga Iciarte cumplirá ochenta años. No es mucho lo que logra recordar. Pero en un esfuerzo evidente por buscar en los cajones de su memoria estos versos poderosos, cierra los ojos. Tras invocar a las tres divinas personas y al Gran Poder del Dios, la voz se le va perdiendo entre murmullos, mientras surgen, como destellos, palabras bondadosas. Sólo al final de la misa del domingo se le escucha con claridad: “Paz Cristo, Cristo Paz. Amén”.