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Lelio Sánchez nunca se sueña usando el bastón blanco. Es un hombre de unos cuarenta años, flaco y de altura media. Tiene la cara angulosa, el pelo negro lacio y labios anchos. Y si uno busca su mirada no la encuentra, porque es ciego. Ciego total. Ciego en un mundo hecho para videntes.

A este bar, ubicado en el centro de La Plata (a unos 60 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires), entró hace un rato. El bastón le sirvió para detectar un escalón a dos pasos de la puerta, no chocarse la grilla de los alfajores y encontrar un lugar en el fondo, cerca del televisor. El local huele a café quemado, es pequeño y sus mesas están amontonadas.

–A la gente le cuesta entender la ceguera– dice.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en el mundo hay 36 millones de personas que no ven, cifra que crecería a los 115 millones para 2050.

En Argentina los números sobre ceguera escasean y no son precisos sobre sus causas. Actualmente, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) realiza un estudio sobre personas con discapacidad y en sus resultados preliminares, publicados en julio, señala que 10,2% de la población mayor a seis años padece alguna “dificultad” física, siendo la visual (personas con serios inconvenientes para ver o ciegas) una de las más prevalentes.

En México, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) asegura que 1.250.000 personas sufren limitaciones para ver y la ubica como la segunda discapacidad más propagada detrás de la motora en el país; mientras que en Venezuela el censo 2011 advierte que 1,7% de la población tiene dificultades visuales. En el Estado Plurinacional de Bolivia hay un Instituto de la Ceguera con 5772 afiliados. De ese total, 56% tiene entre 18 y 59 años.

La OMS detalla que las principales causas de ceguera son las cataratas no operadas (35%), los errores de refracción no corregidos (21%) y el glaucoma (8%).

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Hay un dicho popular que dice “ver para creer”.

Hay una distancia difícil de medir entre lo que se ve áspero y lo que raspa.

Hay algo extraño en una crónica sobre ceguera escrita por un vidente.

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Lelio nació en 1977, en Maipú, una pequeña ciudad del interior bonaerense. Los recuerdos de su infancia, siempre sonoros y táctiles, tienen escenarios rurales: con terrenos baldíos y animales sueltos. Dice que en su casa no sabían cómo tratar su discapacidad visual, que lo dejaban subir a los techos de los vecinos y a los árboles del jardín de algún familiar con sus hermanos y sus primos, y que andaba por el mundo chocándose las paredes. Puede hablar de los colores, aunque nunca los vio.

–No los conozco desde la práctica. Sí desde la teoría, siempre relacionándolos con otra cosa: el rojo con el fuego, por ejemplo.

Hace no tanto fue a comprar un pantalón a un local céntrico. Lo atendió una vendedora que bien pudo ser baja o alta, rubia o morocha (trigueña) y vestir camisa blanca o una remera rosa. Cuando él le preguntó por el color de la prenda que estaba eligiendo, ella le contestó: “¿Para qué querés saber si a vos eso te da lo mismo?”.

Está impecable. Lleva puesto un pulóver marrón claro y desde el cuello se asoma una camisa a cuadros azul.

–Yo no me visto como un semáforo– dice.

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Sonia Maluendres es docente desde hace más de tres décadas y exdirectora de la Escuela para Ciegos de La Plata. Tiene tres premisas: “El que nunca vio no sabe qué es ver. Desear algo que no conocés es el deseo del otro. Es importante cuando los chicos ciegos se dan cuenta de esto”.

La enseñanza especial en Argentina se inicia en cuanto se detecta la ceguera. A los bebés que no ven se les habla mucho para que empiecen a levantar la cabeza y se los estimula con el tacto y el olfato. Cuando crecen, se promueve que sigan los niveles de enseñanza formal (con el acompañamiento de una maestra integradora), además de la escuela para ciegos.

–La idea es que los chicos vayan a los colegios de sus barrios. Lo que hace la escuela para ciegos es prepararlos para lo específico.

Entre otras cosas, allí aprenden a cocinar, a leer braille y a ubicarse y moverse con el bastón. Primero lo hacen en trayectos cortos y conocidos (del aula al baño, por ejemplo), y después en lugares abiertos.

 

Soñarse sin bastón

Charly Juárez se va olvidando de a poco de las caras de las personas que alguna vez pudo ver. Por las tardes, entre semana, se junta con Lelio en este bar platense. Ambos nacieron con glaucoma congénito, un conjunto de patologías por las que aumenta la presión ocular y se va dañando el nervio óptico, algo así como un cable por donde se trasladan las imágenes visuales al cerebro.

En términos médicos, la oftalmóloga Betty Arteaga, del Hospital Italiano de Buenos Aires, lo explica así: “El glaucoma congénito primario es una entidad que se caracteriza por una elevada presión intraocular, aumento del tamaño del globo ocular, edema y opacificación de la córnea con ruptura de la membrana de Descemet, adelgazamiento de la esclera, atrofia del iris, una cámara anterior anormalmente profunda y un segmento posterior estructuralmente normal excepto por una atrofia progresiva del nervio óptico”.

El diagnóstico se hace durante el primer año de vida, refiere la experta. “El tratamiento es eminentemente quirúrgico, aunque el tratamiento médico en general es implementado para reducir temporalmente la presión ocular hasta que llegue el momento de la cirugía. Los individuos no tratados invariablemente se quedan ciegos”.

Lo de Charly empezó de manera progresiva. De chico veía con dificultades y lo operaron varias veces para intentar revertir los síntomas. La última intervención fue a los diez años. En los días siguientes distinguió luces y algunas imágenes difusas, como las figuras de las personas que lo rodeaban. Después, de golpe y para siempre, más nada.

–Yo no veo oscuro. Estoy todo el tiempo imaginando con colores y todo. A vos enfrente, el televisor atrás.

De fondo se escucha gritar a la conductora de un programa de cocina. También una pareja que discute en una mesa cercana y el sonido de la máquina de café cuando larga un chorro de agua caliente como un sifonazo. Charly tiene veintitrés años. Es robusto, morocho, de cara ancha y pelo negro grueso. Habla pausado y se ríe de casi cualquier cosa. Ahora, levanta la cabeza y pide un cortado con crema.

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Lelio agarra su celular y se lo lleva a la oreja derecha para escuchar un mensaje.

–Es mi novia– sonríe.

La mayoría de los teléfonos móviles actuales tiene una función para personas ciegas. La aplicación que usa él se llama TalkBack. Lo que hace, básicamente, es leer con voz tipo GPS la pantalla y cada selección que oprima quien lo esté usando.

La novia de Lelio no es ciega. En broma, cuenta que él la “explota” porque ella tiene que describirle o explicarle algunas cosas cuando caminan por la calle. La conoció en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata, donde estudia desde hace algunos años. Ella participaba mucho en clase. Un día escuchó su nombre cuando pasaban la lista, “María Candela Aires”, y la agregó al Facebook. En ese entonces no sabía cómo era su cuerpo, su cara, su color de pelo.

–Muchos creen que por ser ciego a uno no le interesa lo físico. Una vez una piba me dijo vos ves con los ojos del corazón. Eso es una boludez.

La risa de Charly tiene un tono agudo. Es nítida, juvenil y surge de repente, como un trueno, contrastando con su voz pausada. Para él también es una pavada eso de los ojos del corazón. Los únicos ojos que conoce están en la cara, a los costados de la nariz. Lo sabe bien porque los usó. Cuenta que a veces quisiera ver cosas que no recuerda o paisajes que no pudo conocer visualmente como las montañas y los lagos del sur del país.

De chico, Charly no tuvo muchas oportunidades de viajar. Después quedó ciego total y empezó a depender de sus familiares y amigos para ir y volver de la escuela o de cualquier otro lado. A los diecisiete años empezó a jugar al fútbol en el Centro Basko de La Plata. A eso agradece la libertad con la que se maneja hoy por la calle.

Recuerda particularmente una tarde, después de un entrenamiento. Uno de sus compañeros que siempre lo acompañaba hasta la casa le dijo ese día que no iba a poder. Habló con el chofer del bus para que le avisara cuando estuviera por llegar y con su mamá para que lo esperara en la parada. Fue un viaje corto hasta el barrio Altos de San Lorenzo, en la periferia platense. Quizás, para Charly, el más importante.

Después de eso fue agarrando confianza en la calle y también en el fútbol. Entre 2015 y 2017 se concentró varias veces con el seleccionado juvenil argentino en las provincias de Salta, Chaco y Formosa. Siempre viajó solo.

–Sin ver, igual se disfruta muchísimo conocer– asegura.

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La novia de Lelio vive en San Francisco Solano (Quilmes), una localidad cercana a La Plata. Es alta y de rulos, como él la describe de manera escueta. En general, se encuentran los fines de semana. Les gusta salir a comer, pasear, comprar ropa e irse de vacaciones. Ella dice que tienen una relación como cualquier otra, aunque reconoce que a muchas personas les cuesta comprenderlo.

–Los que no nos conocen, no entienden cómo yo puedo salir con Lelio, creen que estoy con él por lástima, y la verdad que eso me duele bastante.

Candela tiene un hermano más grande que ella con Síndrome de Down. En el colegio de él conoció por primera vez a un chico ciego y se acercó a otras personas que padecían discapacidades. Sobre el inicio de su noviazgo con Lelio, suelta:

–Tenía mis prejuicios, pero no por la discapacidad. Me lleva dieciséis años.

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Maluendres, la docente de la escuela para ciegos, cuenta que algunas personas que pierden la vista tienen cierto rechazo al uso del bastón blanco, pero que cuando empiezan a utilizarlo se dan cuenta de que ayuda mucho para la orientación y la movilidad. Lelio y Charly coinciden en que de alguna manera un símbolo de independencia y crecimiento. También aseguran que cuando se sueñan, se sueñan sin él.

En el bar, se escucha el chillido de una silla que alguien corre. Charly se sobresalta. Después dice que en sus sueños es como si sus ojos funcionaran. Hay colores, hay rostros y paisajes.

–Yo sueño en base a lo que ya vi y cuando en el sueño aparece alguien que conocí después de quedar ciego se me arma como una imagen según lo que me contaron y lo que percibo. Como un collage.

Lelio, en cambio, sueña con ruidos y con el tacto. En sus pesadillas puede escuchar gritos, sentir el cuerpo agitado o los pies golpear contra el suelo mientras corre porque lo persiguen para clavarle un cuchillo.

En la mesa ahora irrumpe Gastón Cabiedes, otro amigo ciego de los chicos que suele venir a este bar. Estudia psicología y le interesa particularmente el tema de los sueños. Cuenta que nació prematuro y que quedó ciego por una inadecuada ambientación de la incubadora. Dice que fue mala praxis, aunque sus padres no quisieron iniciar un proceso judicial. Como Lelio, tampoco tiene recuerdos visuales ni conoce los colores.

–A mí me pasa mucho que sueño con voces que no sé de quiénes son. Supongo que las escuché en la calle. También que caen cascotes al lado mío o alguien me habla de manera intimidante. O ir corriendo fuerte y chocarme con algo.

Al igual que sus compañeros de mesa, Gastón nunca tiene el bastón en la mano en sus sueños.

–Yo no sé si alguien que usa anteojos cuando sueña se sueña con los anteojos puestos– comenta Lelio.

 

No ver para creer

Lelio también juega al fútbol en el Centro Basko. Dice que el deporte da autonomía. Su caso, de cualquier manera, es bien distinto al de Charly. De niño andaba ya con sus primos y algunos de sus diez hermanos para todos lados en la pequeña Maipú. Cuando tenía cuatro o cinco años iban a jugar a un baldío que había en la esquina de su casa, donde se agolpaban autos abandonados con los capots salidos, sin ruedas ni tapices. Una de esas veces su mamá lo dejó ir recién bañado y él volvió sin zapatillas. Recuerda que quedaron entre los resortes de un asiento.

Otra tarde se metieron a la propiedad de un vecino que tenía caballos y vivía en la misma manzana, a un terreno de por medio. Querían dejar escapar a los animales. Cuando pudieron abrir los portones, el dueño de casa llegó. Lelio escuchó a los costados los pasos de los otros chicos que corrían para todos lados gritando. Primero se quedó quieto y luego también quiso escapar, pero a los pocos metros se llevó por delante un alambre que estaba tendido en el suelo.

Cuando era un poco más grande quiso entrar al estadio de fútbol local con uno de sus hermanos. El plan era simple: él subía primero por una reja al techo de la boletería, esperaba a su acompañante y después bajaban juntos al campo. Los cálculos fallaron, cuando estuvo arriba dio un primer paso firme y al segundo cayó al pasto. Cree que sólo se raspó un poco las manos.

Martín Marelli, el entrenador de Lelio y Charly, ronda los treinta años y no es ciego. Es relativamente alto y de porte medio. Usa barba desprolija y en su pelo rapado se destaca un círculo canoso, como una mancha.

–A mí me gusta (Marcelo) Bielsa. Me dicen “el loco” también. Mi objetivo final es dirigir a Los Murciélagos (la selección argentina de fútbol para ciegos)– cuenta Martín.

Dice que llegó de casualidad a este deporte, aunque con el tiempo se fue entusiasmando y ahora realiza investigaciones académicas sobre la disciplina. Martín habla de “fútbol ciego” y no de “fútbol para ciegos”. Y no le gusta la palabra discapacidad porque le suena chocante. Prefiere hablar de “características” o “características determinantes”. “Son cosas que inventa”, se ríen sus jugadores.

Martín cuenta que cuando ingresó a la facultad para estudiar educación física, le detectaron que tenía una válvula aórtica bicúspide, una patología que primero fue leve y después se fue agravando. Un día se desmayó, perdió el conocimiento y no tenía buena oxigenación en el cerebro. Lo operaron dos veces.

–Según la medicina yo también soy discapacitado, aunque no me siento así. Para mí la discapacidad es una forma de vida, de aceptarla o no.

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El primer ascenso de ciegos americanos a una montaña de la cordillera de Los Andes fue en marzo de 1999, al volcán Lanín, en el límite entre Argentina y Chile. Lelio era uno de los cinco que integraban el grupo que conformó el locutor de una radio de Mar del Plata (ciudad en la que vivía en ese entonces), inspirado por unos españoles que habían subido al Aconcagua. Tenía veintiún años y buscaba experiencias nuevas. Por eso no dudó cuando lo invitaron.

Iban acompañados por cuatro guías. El primer día una tormenta eléctrica y de nieve los obligó a deshacerse de peso y replegarse en uno de los refugios. Allí estuvieron cuatro jornadas: a la tarde salían a recorrer una zona cercana y cuando oscurecía jugaban al truco con cartas de braille. Una de esas noches, uno de los guías entró al cuarto de los ciegos enojado. “Chicos, se van a dormir o les apago la luz”, dijo. “Apagala nomás que leemos con los dedos”, le contestaron.

Cuando el clima mejoró volvieron al ruedo. En uno de los tramos del recorrido, Lelio caminó de costado con la espalda apoyada contra la “pared” de la montaña. Con el bastón de marcha intentó tantear el suelo, pero no tocó nada. Supo en ese momento que frente a él había un precipicio. Sintió el viento fuerte y frío sobre la cara y pensó que si se sacaba la mochila iba a salir volando.

–Yo siento el vacío. Cuando me asomo a un balcón también me pasa. No sé por dónde lo interpreto.

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A Charly le gusta ir al cine. A veces, en la cola antes de entrar o cuando ya está sentado en la butaca, escucha algún comentario de otro espectador, del estilo: “¿A qué vendrá?”. Si alguien le pregunta, responde que disfruta mucho de los efectos de sonido de las películas de lucha, pero sus preferidas son las comedias nacionales.

–La última vez fui a ver El fútbol o yo. Muy buena– se ríe ahora, como si se acordara de una parte que le causó especial gracia.

En el cine, sin embargo, Charly no cuenta con los audiodescripciones, algo así como un guión leído para ciegos sobre las escenas en las que no hay diálogo que puede programar en la computadora cuando ve una película en su casa. Dice que las mejores adaptaciones de este estilo las hacen los españoles, pero que a él le han hecho perder un poco la imaginación a la hora de descifrar lo que pasa.

–Me acostumbré mucho y ahora hay cosas que me cuesta entender en el cine. Muchas veces vos imaginás algo por el diálogo y cuando la ves en tu casa, con el audiodescripción, te das cuenta de que es otra cosa.

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Cuando Candela, la novia de Lelio, fue a ver por primera vez un entrenamiento del Centro Basko se sorprendió de cómo los jugadores ciegos se desplazaban por la cancha e iban al choque para buscar la pelota. Un poco antes, Lelio la había invitado a presenciar un programa de radio que conducía y también le llamó atención la seguridad con la que él se desenvolvía para hablar y realizar entrevistas sin tener que leer una guía.

–Cuando nos conocimos yo trabajaba y él no, y esa situación le molestaba mucho porque con la edad que tenía, en ese momento treinta y seis años, no conseguía nada que le permitiera mantenerse– cuenta.

La falta de trabajo para personas con limitaciones físicas es una problemática mundial. En el último tiempo, países como Bolivia y Chile han avanzado con legislaciones de cupo laboral. En Argentina, la norma data del año 2003 y fija un porcentaje no inferior a 4% del empleo público para personas con discapacidad. De cualquier manera, esto no da una solución definitiva.

–Lelio no conseguía trabajo no por la falta de capacidad, es muy inteligente y responsable, sino por los prejuicios de los empleadores.

Tiempo después de conocer a Candela le surgió una oportunidad en el sector de comunicación del Poder Judicial de La Plata. Candela lo convenció para que realizara el examen de idoneidad. Cuenta que el día que tenía que rendir casi desiste porque llovía torrencialmente.

–Por suerte hablamos por teléfono temprano y finalmente fue. Cuatro meses después le avisaron que podía empezar a trabajar.

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Para Lelio, Charly y Gastón no es fácil iniciar una relación amorosa. Coinciden en que el cuerpo de las personas no es todo, pero que importa a la hora de elegir una pareja. “Hay otras cosas que nos atraen primero”, dice uno de ellos. “La voz juega, pero te podés confundir”, agrega otro.

Un método que todos han utilizado es preguntarle a una tercera persona: “¿Cómo es X?”. Sin embargo, reconocen que la respuesta es relativa porque “los gustos son particulares de cada uno”. “Yo pongo en juego un poco de todo: lo que me dijeron y lo que puedo ir descubriendo”, comenta Lelio. Para todos, el papel del tacto siempre es fundamental.

–Depende de hasta dónde te quiere dejar llegar la chica– lanza Gastón.

–A todos nos dijeron alguna vez: “Sacá la mano de ahí”– agrega otro.

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Salimos del bar juntos. Lelio se queja de los bocinazos de una caravana de autos y después me dice que tiene que buscar algo en una sucursal Correo Argentino. Queda cerca de donde estamos y también voy para ese lado. Me agarra el hombro y caminamos juntos. Cuando vamos a cruzar, en la primera esquina, un hombre frena el auto de golpe y me hace señas para que pasemos. Hacemos dos cuadras y cruzamos plaza San Martín. Doblamos a la izquierda y caminamos otra hasta que llegamos a un restaurante que queda en una esquina.

–Este lugar siempre está lleno.

Miro. Tiene razón.

Hacemos una cuadra más hasta el Correo. En la puerta, una señora de cara redonda y anteojos, nos pregunta qué necesitamos. Lelio le explica que viene a buscar una encomienda, una caja de cubiertos que compró por internet. Ella no se dirige a Lelio. Me responde a mí. Me mira fijo a los ojos y dice que hay que subir la escalera, doblar a la derecha y luego a la izquierda. Me siento incómodo, pero no digo nada. Lelio asiente y camina hacia allá.