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Foto Miguel Hurtado

Roberto, un hombre de 46 años, intenta salir del vagón entre el tumulto de pasajeros. Los lentes de lectura que lleva guindados en la camisa caen a las vías del tren a través de la rendija que separa el piso del vagón y el del andén. Su cara de preocupación se puede notar desde el otro lado de la estación Plaza Venezuela. El hombre sube deprisa las escaleras en busca de ayuda mientras el tren se aleja despacio.

—Chica, mis lentes se me cayeron en la vía del tren —dice Roberto.

—Disculpe, señor, pero en estos momentos no tenemos suficiente personal y estamos atendiendo a una muchacha —le responde la trabajadora del Metro de Caracas.  

Entonces regresa al andén para buscar sus lentes. Lleva una camisa arrugada de color verde claro con manchas de sudor debajo del brazo, pantalones marrones, mocasines negros encharcados y un portafolio raído del mismo color. El reloj de la estación marca las 4:16 de la tarde y Roberto recorre todo el lugar hasta dar con sus lentes, que reposan en las vías del tren con los cristales tocando el suelo y las patas en direcciones poco habituales, muy cerca del borde del andén.

—Ahí están —señala.

Un joven moreno de unos 30 años le recomienda que busque ayuda con los trabajadores del Metro de Caracas.

—Es todo un protocolo. Dicen que no hay personal porque están pariendo con una chama— se queja.

El próximo tren se aproxima y el hombre continúa con la queja:

—¿Tú sabes lo caro que están los lentes ahorita? Estoy que me tiro a buscar mi vaina.

El siguiente tren se detiene en la estación y Roberto sube de nuevo las escaleras para pedir ayuda sin obtener una respuesta favorable.

Los lentes siguen en la vía férrea, en el espacio entre los rieles y la pared, donde las ruedas no alcanzan a tocarlos. Roberto, quien ya ha visto pasar dos trenes por la estación, deja de insistir y se aleja, cabizbajo, por el pasillo que conduce a la Línea 2 del Metro de Caracas.