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En las montañas de los Andes venezolanos, Zulieta Morales siempre tiene rosas listas para cortar. Cada semana, prepara 300 docenas para que viajen desde su cultivo en Bailadores, estado Mérida, hasta Caracas y el oriente del país. A pesar de la pandemia, los problemas de transporte, la escasez, la hiperinflación y las plagas que atacan sus sembradíos, los diez mil rosales de Zulieta no han dejado de florecer. Esta historia de entrega incondicional a una familia, al campo, es nuestro ramo de flores blancas y rojas para días como hoy, en el que celebramos el amor de nuestras madres.

Texto  y fotografías de María Fernanda Rodríguez. Una crónica producto de nuestro #DiplomadoHQL

Crecen como enredaderas. Se juntan unas con otras en abrazos espinosos. A simple vista no es posible distinguir qué tallos pertenecen a cuáles plantas, pero Zulieta Morales sabe que sembró hace cerca de una década diez mil rosales en ese lugar del Valle del Mocotíes en el estado Mérida.

Líneas rectas hechas con alambres ajustan el enredo en canteros separados por pasillos estrechos, en los que no caben dos personas a lo ancho sin pincharse. El terreno, inclinado y ubicado a más de 2.800 metros sobre el nivel del mar en una aldea cercana al pueblo de Bailadores, en plena cordillera andina al sur occidente de Venezuela, es pequeño para ser un cultivo con fines comerciales. Mide apenas 2.000 metros cuadrados, pero la tierra es generosa, las manos que la trabajan prodigiosas y por ello la producción equivale a la de cinco campos iguales.

Por más tupidos que sean, en los rosales de Zulieta no huele a rosas. Huele a tierra húmeda que es abonada con estiércol de chivo, el mejor fertilizante para sus plantas, asegura ella. De un mismo rosal nacen flores que están listas para cortar cada 72 días.

Antes, el cultivo necesita de riego tres veces a la semana, de deshierbe, desyeme y postura de mallas en los botones. Es un trabajo que hacen martes, jueves y sábados Fanny y Digna, quienes trabajan en los rosales de Zulieta desde las ocho de la mañana y hasta las cinco de la tarde, con una pausa de una hora para almorzar.

Cuando no es corte, es postura de malla, si no, desyeme. El desyeme es para que sea una sola flor por tallo explica Zulieta mientras coge una de las 1.104 rosas que cortaron esa mañana soleada y más fría de lo habitual.

Lunes, miércoles y viernes son los días fijos de corte, pero ese domingo 20 de diciembre de 2020, como ocurre eventualmente, adelantaron la jornada.

Uno, dos, tres, cuatro y cinco. Entonces yo vengo y la corto aquí, ¿ves?

La cuenta la mide en cada tallo con el ancho de su guante izquierdo y el corte no lo hace recto sino en diagonal. Corta las rosas sin detenerse a contarlas. Lo hace al cálculo de la experiencia, rápido, casi en modo automático. Las va agrupando en su brazo izquierdo formando ramos con las flores boca abajo que, cuando ya le empiezan a incomodar para seguir cortando, va y descarga en el camión donde aguarda su marido.

Metidas dentro del cultivo, a Zulieta y sus trabajadoras apenas se les ven los ojos. Viejos suéteres con capucha, que se ponen a veces por encima de una gorra, las cubren desde la cabeza hasta la cadera y un trozo de tela les tapa desde la nariz hasta el cuello. En el campo, esos son los protectores solares de quienes trabajan la tierra. Jeans desgastados, botas de caucho o de goma y guantes de cuero curtidos completan sus atuendos.

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En estas montañas de los Andes venezolanos el verde clarito pinta un sembradío de zanahorias y el más oscuro el de repollos. También destaca un verde claro que se pinta con líneas rectas, más gruesas si son de cebollín y delgadas si son plántulas de cebolla. El verde del ajo porro luce menos oscuro que el de los repollos, de apariencia casi tan mate como este último. 

Pero hay otro verde, el verde-tinto, ese que hasta hace una década teñía la mayor parte de las montañas en Bailadores. Es el verde de los cultivos de rosas que de lejos se confunden con hortalizas para los ojos de quienes no siembran.

Un rosal en un cultivo puede llegar a medir hasta más de dos metros de altura. Las hojas cuando nacen son de color tinto, rojo oscuro o vino tinto, y con el tiempo se van tornando verdes, hasta alcanzar un tono oscuro, similar a las hojas del puerro, que en Venezuela se conoce como ajo porro. Sus tallos están cubiertos de espinas y de una misma planta pueden crecer decenas desparramados, cosa que no ocurre en cultivos comerciales, donde los rosales se ordenan en canteros.

El cultivo de rosas de Zulieta se encuentra a un kilómetro y medio de la entrada al sector Los Espinos, municipio Rivas Dávila del estado Mérida, cuya capital es Bailadores. Aquí la temperatura oscila entre 12 y 18 grados centígrados, pero el sol quema más que en una playa. 

Su sembradío es uno de los poco más de una decena que quedan en esta región, principal productora de rosas de Venezuela. Por la Emergencia Humanitaria Compleja que vive el país, la mayoría de los floricultores han cambiado ese oficio por el de agricultores u otros que resultan más rentables. Otros han emigrado.

Pero Zulieta no se ha movido de allí porque sus rosas se niegan a marchitarse. Semanalmente, su cultivo produce cerca de 300 docenas de flores. La mayoría son rosas del tipo Vendela, de color blanco, mientras que cerca de un tercio del cultivo es de rosas rojas, del tipo Freedom. Las rosas blancas algunos compradores las pintan de otros colores antes de comercializarlas, por eso son más solicitadas. 

Los cuidados diarios de Fanny y Digna, que para Zulieta son como su familia, hacen posible que los rosales sean así de productivos, pese a la falta de pesticidas, fumigantes y otros suministros que desde hace varios años los floricultores deben adquirir en Colombia.

Si se bajan las mallas por el viento, deben subirlas de nuevo. El desyeme se puede hacer previo a poner la malla o el mismo día de la malla. Desyeman y ponen malla. Los martes, los jueves y los sábados se riegan las matas, entonces ellas tienen que estar aquí pendientes de echar el agua, de que no se paren las pistolas (del sistema de riego), de que queden bien regadas las matas.

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Tijeras, guantes, mallas, papel, ligas, grapas, engrapadoras. Todo eso se necesita para cortar, arreglar y empaquetar rosas. Agua, sistema de riego, abono, pesticidas, fumigantes, fungicidas, gasolina y gas se necesitan para cultivarlas, cuidarlas y transportarlas. Todo, salvo el agua, el gas y el papel –que antes era celofán, pero ya no porque sale muy caro- lo compran en Colombia porque en Venezuela no se consigue, es de mala calidad o sale más costoso.

—¿Dónde compran ustedes todo eso? 

En Cúcuta. Todo. Mirá cómo tenemos los guantes dice Zulieta mientras muestra el cuero curtido y agrietado—. Estos guantes ya no sirven. Y no hemos podido ir para Cúcuta. Aquí nadie los vende. Las tijeras las tenemos todas dañadas. En Venezuela una tijera cuesta 35 dólares, y ni siquiera es buena tijera. Este tipo de tijera, que es la que compramos, es marca Bellota. Las venden es en Cúcuta, y allá cuestan máximo 12 dólares, 10 dólares. En Cúcuta cuesta un par de guantes 7 mil pesos (unos 2 dólares). Aquí nos los quieren vender en 10 dólares, 12 dólares. Y no pueden ser guantes normales, son guantes de cuero, ¿ves? Porque son rosas. En estos días compré unos aquí y me duraron una semana.

Las mallas, por su parte, las venden por bultos de 50 kilos cada uno. Vienen de 15, 10 y 8 centímetros. Cada bulto trae entre 50.000 y 60.000 mallas. Se ponen en el botón de cada rosa para evitar que florezca con sus pétalos abiertos.

Cuando la cosa no estaba tan mal, el bulto costaba 50 dólares. Antes yo le daba uso a las mallas por 4 meses. Luego las regalaba o las botaba. Ahora ya no porque están muy caras. 

—¿Y ese uso prolongado de las mismas mallas afecta a las plantas? 

Claro. Primero, el problema de las enfermedades. El problema del trips. El trips le cae a la rosa por una malla sucia o una malla de color. Nosotros compramos una vez una malla roja y no, eso atrae demasiado el trips. El trips es un piojito, una plaga.

Las mallas deben hervirse por al menos dos horas para eliminar bacterias y químicos que puedan dañar las rosas. La escasez de gas doméstico llevó a Zulieta a reducir el tiempo de hervor. En consecuencia, las flores empezaron a enfermarse.

Después de hervirlas, las metemos en un tobo con agua fría y ellas se encogen todas. Pero también la alta temperatura es para poder desinfectarlas. Para que ellas pierdan todas las enfermedades que traen, y desde hace meses nosotros no hemos podido desinfectar bien esas mallas, por el mismo problema de la falta de gas. 

Buscando soluciones, Zulieta y su esposo decidieron construir un fogón de leña en su casa poco antes de que comenzara la cuarentena. Allí no solo hierven las mallas de las rosas, sino que también cocinan cuando no tienen gas doméstico. Pero la leña también sube de precio. Por llenar un camión 350 de leña cobran hasta 500 dólares. La tala indiscriminada, por la escasez de gas que se agrava en Venezuela desde hace unos cinco años, dificulta cada vez más conseguir leña.

El gas, sin embargo, no es el único combustible escaso en Venezuela. La falta de gasolina limita las fumigaciones que deben hacerse en los cultivos para evitar la proliferación de plagas, virus, hongos o bacterias causantes de enfermedades. El gobierno venezolano solo autoriza la venta de combustible para vehículos, de modo que agricultores y floricultores deben sacar gasolina o gasoil de estos para poder poner a funcionar los motores de las máquinas necesarias para el cultivo. La escasez de combustibles los obliga a reducir la frecuencia de fumigación, y las plantas se enferman. 

Quedan todas las rosas como si fueran para una Barbie. Esta es una enfermedad que se llama mildiu velloso, y no me deja crecer la rosa. Me la madura ahí. Pierdo el tallo, completico. Mirá la enfermedad- dice Zulieta mientras muestra un botón de rosa blanca con manchas color café.

—¿Esa flor ya se perdió? 

Sí, claro. Eso ya no sirve. Nosotros perdimos por lo menos 1.500 paquetes de rosas por esa enfermedad. Aquí en Venezuela no hay ni un solo producto para combatir el mildiu velloso. No hay. Entonces medio traen el de Colombia y toca repagarlo. Un litro cuesta 40 dólares, y eso, para bajar la incidencia de la enfermedad, alcanza apenas como para dos fumigadas.

Además del mildiu velloso y del trips, otra plaga que ataca a los rosales de Zulieta es el oídio, un hongo que prolifera en las hojas de algunas plantas y que comúnmente se conoce como cenizo. En Venezuela, desde que el gobierno expropió Agroisleña, que era la principal empresa proveedora de suministros para los cultivos, la desaparición de estos productos ha llegado casi a su extinción.

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Antes de la pandemia por la COVID-19, tres veces a la semana –lunes, miércoles y viernes- los comerciantes llegaban con sus camiones a la casa de Zulieta, donde cargaban las rosas, ya cortados sus tallos por tamaño y agrupadas en paquetes con 24 unidades cada uno, cuyo costo desde finales de 2020 es tres dólares. Sus flores viajaban incluso hasta la Isla de Margarita, pasando por Caracas y otras ciudades del centro y el oriente del país. 

Pero cuando comenzó la cuarentena con las restricciones de movilidad y funcionamiento comercial, la crisis que afecta desde 2010 a los floricultores de Venezuela, año de expropiación de Agroisleña, se agravó. Zulieta estima que tuvo que botar más de 120 mil rosas, debido a que la floricultura no fue incluida dentro de los sectores considerados prioritarios por el gobierno de Nicolás Maduro. Los transportistas de flores no tenían permiso para trasladarlas a los mercados. Ni a ellos ni a los productores les vendían gasolina ni gasoil para poder hacer su trabajo.

Yo creo que pasamos de cinco mil, seis mil paquetes que botamos. Yo, en diez mil maticas que tengo. Ahora imagínate los productores que tienen aquí 80 mil o 120 mil matas, todas las rosas que botarían.

—¿Y cuánto tiempo duró eso? 

Como cuatro meses, ¿verdad, Fanny? Marzo, abril, mayo, junio… Ya en julio empezó un poquitico a llevar la gente, un solo día a la semana. Los lunes. Entonces ya lo que eran las rosas del miércoles, las rosas del viernes, si se pasaban, había que botarlas. Allá se ve todo lo que botamos señala con su índice derecho a un cerro que tiene enfrente, donde una gran mancha que parece paja negra contrasta con el verde montañoso—. El camión iba lleno de rosas pa’ botar… No había quién las llevara. El comerciante que antes llevaba 200 paquetes ahora llevaba unos 40, 50 paquetes, porque no había permiso para llevar rosas. Las metían camuflajeadas en las hortalizas. Hacían un campo en el medio y ahí metían las rosas. ¿Cómo hacían esos cristianos para llevar las rosas? No sé, porque si a las rosas les cae una verdura encima, se parten. Me imagino que hacían maravillas para poder llevar eso.

—¿Y por qué no las regalaban?

Porque ni en la iglesia ni en ninguna parte querían rosas. Primero, porque no había ni misas ni nada. Entonces no recibían rosas. No hay velorios tampoco. No había eventos de nada.

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El trabajo de los rosales no es solo en el cultivo. En los días de corte de flores, la mitad de la jornada se hace en casa de Zulieta. Allí las rosas se ordenan por el largo de sus tallos, medidos en un par de reglas hechas de hierro forjado que forman parte de una mesa dividida en siete espacios cóncavos, identificados con los números 40, 50, 60, 70, 80, 90 o 100, que indican centímetros.

Luego se quitan las mallas que evitan el crecimiento abierto de la flor en los rosales y se abren cuidadosamente algunos de sus pétalos externos. Se vuelven a cortar los tallos en lotes de 24 unidades para emparejar el tamaño de cada ramo que después envuelven de la mitad hacia arriba en rectángulos de papel recortados de sacos de azúcar, engrapan y finalmente amarran cada ramo con ligas.

Fanny y Digna son hermanas y trabajan de lleno en estas labores. Marcos -esposo de Fanny- y Nelson se ocupan en los sembradíos agrícolas de Zulieta y su marido, pero cuando hay que cortar rosas un domingo como este, ellos ayudan. En vacaciones escolares también se suma a la jornada de corte la niña Valentina, de 11 años e hija mayor de Fanny y Marcos.

Son parte de la familia. Nosotros no los tratamos como obreros, ¿sabéis? Yo les hago comida y comen en mi casa, todos los días. Les doy techo y sus hijos son como hermanos de los míos cuenta Zulieta en una pausa del corte, mientras sonríe al ver que Azhael, su hijo menor, juega a las escondidas entre los canteros con la otra hija de Fanny, la pequeña Fabiana.

Esta floricultora no habla con acento andino. Ella vosea porque nació, creció y estudió en Maracaibo. Luego de graduarse en la Universidad del Zulia como ingeniera agrónoma, vino a tierras andinas hace ya más de 15 años. Llegó primero a La Grita, estado Táchira, donde conoció a Yovanny, un agricultor de quien se enamoró y con quien decidió formar una familia y dedicarse juntos a lo que aman: cultivar la tierra.

Ahí te dejé unos pastelitos, ¿no queréis?

Este trabajo fue producto del Diplomado Nuevas Narrativas Multimedia Historias que Laten, en su edición en línea realizada en alianza con el CIAP-UCAB y la Fundación Konrad Adenauer, de octubre de 2020 a febrero de 2021.

Sobre el diplomado