Lo que parece una alternativa para la condición de pobreza de muchas mujeres venezolanas en realidad es el camino a un laberinto de marañas de crimen organizado y violencia de género. En esta segunda entrega, contamos otras historias de quienes se ven forzadas a desplazarse al Arco Minero, en el sur del estado Bolívar, con la esperanza de mejorar su situación a expensas de entrar a un territorio hostil lleno abusos, violencia y silencio.
Una crónica de Jackeline Fernández producto de nuestro #DiplomadoHQL
Cuando es de día, a Yami no le da tanto miedo el trayecto de 40 a 45 minutos que debe hacer desde su casa, en el Core 8, —uno de los barrios más grandes del municipio Caroní, llamado así por su cercanía con el Comando Regional Número 8 de la Guardia Nacional— hasta el peaje de Matanzas, la parada en la vía que conduce a los pueblos mineros en el sur de Venezuela.
De noche es otra cosa.
A veces la acompañan su esposo o su hijo porque ese monte cubierto de mala hierba, además de lejos, es peligroso. Pero si a él le sale algún otro trabajo, le toca cruzar sola.
Antes, cuando la gasolina no era tan difícil de conseguir, su esposo la llevaba o la iba a buscar en la carcachita familiar. Pero ahora eso se ha vuelto un imposible.
Yami, con su cuerpo delgadísimo, cabello crespo y maltratado por el sol amarrado en una cola, usa camisa corta y unos pantalones bajitos. No solo porque es ropa fresca para el calor; sabe que ese es territorio de hombres y tiene que llamar la atención para vender sus cosas.
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La mayoría de las mujeres que pernoctan en el peaje de Matanzas van con intención de quedarse en los pueblos del sur de Bolívar en torno a las minas.
Algunas no tienen donde llegar, pero se quedan en la intemperie. Rezan por vender sus cosas allí mismo y no tener que entrar a las minas, el territorio temido. Allí la historia es otra.
Petra, una vecina de Yami, tiene 49 años. Su hija Yenifer* se fue al Arco Minero con unos vecinos. Pasó algún tiempo sin saber de ella, pero le dijeron que las comunicaciones allá eran muy difíciles. Los vecinos volvieron y le trajeron un dinerito.
Yenifer, la hija de Petra, tiene dos hijos que están al cuidado de la abuela. Ella quería llamar a su hija y pidió a los vecinos que trataran de ponerla en contacto. Pero nada. Así pasaron dos meses. Así que decidió ir a buscarla. Cuando les dijo a los vecinos de sus planes, trataron de disuadirla. Pero Petra estaba decidida. Le pidió a una de sus hermanas que cuidara a sus nietos y unos días antes de agarrar el camino, su hija la llamó.
—Mamá, yo estoy bien. Es que aquí no hay nada de señal, deja de preocuparte. Yo te voy a mandar dinero de vez en cuando.
—Sí mija, pero llama también cuando puedas, pa’ escucharte la voz y que tus hijos te escuchen también.
No hizo más preguntas. El dinero sigue llegando. En seis meses Petra ha recibido tres llamadas. Todas breves, sin mucho que decir.
El dicho popular en las comunidades más vulnerables de Bolívar, cuando las mujeres empiezan a irse a las minas, es que van a “cocinar”. Lo dicen con ironía.
Todas llevan mercancía para vender, pero saben que el mercado es riesgoso. Algunas han asumido otras labores.
Muchas van a prostituirse.
El sexo por supervivencia, o sexo transaccional, es un tipo de violencia de género común en contextos de vulnerabilidad y actvidades ilegales sin control. Las minas son caldos de cultivo para eso.
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Dos años antes, la situación de muchas mujeres era similar. Pero la pandemia y las restricciones de movilidad modificaron el hábito de llegar y esperar un aventón apostadas en la alcabala del peaje. Los hombres que se han unido al contingente de mujeres traen lo que pueden con ellos, para pagar al menos el pasaje de ida. Llevan menos equipaje, no viajan con hijos, ni con los estigmas que suman peso a las mujeres. Son padres de familia que también han asumido el riesgo de ir a las minas para mejorar su situación económica. Se les hace más difícil hallar transporte, debido a la desconfianza.
Las mujeres que esperan que alguien las lleve apelan a la buena voluntad.
Unas 7 de cada 10 llevan a sus hijos, por eso no es fácil que les den la cola.
Pero ellas permanecen allí, a veces hasta varios días, pacientes, esperando, sonriendo, haciendo planes para el después.
En este espacio tan poco amable, tan lleno de incertidumbres, Yami tiene un puesto de venta de café, pan y lo que salga.
Las que se cruzan con Yami encuentran siempre una respuesta amable, de solidaridad y apoyo. Por ese sentido de pertenencia, cuando activistas de una ONG fueron a su comunidad a dar una charla sobre violencia contra la mujer y entregar unos bolsos con ayuda humanitaria a las que viajan hacia las zonas mineras, Yami se acercó a la instructora y le habló de las mujeres del peaje de Matanzas, esas que van y vienen de las minas o los pueblos del sur, pidiendo cola.
En ese entonces, a mediados de 2019, no le resultaba extraño la cantidad de personas que llegaban al peaje como parada previa rumbo a los municipios del sur. Luego eso cambió, y Yami, habituada a ese entorno, notó que estaba ocurriendo algo raro. Veía a mujeres de distintas edades apostarse a los lados del peaje y pedir cola. Algunas iban acompañadas por amigas o familiares. Otras solas. Todas llevaban algo para vender allá, aunque eso a veces solo era una excusa.
Comenzó a conversar con ellas, a escuchar sus historias. Les regalaba un café o un pan. Tuvo conversaciones como ésta:
—¿No tienes agua chamita?
—Sí vale, toma de la mía. Mañana, si sigues aquí, te traigo una botella de mi casa.
—Ójala que no, vale, anoche dormí malísimo, mucha plaga.
Yami le entregó una botellita plástica a una chica de unos 20 años, atractiva, que cada dos viernes salía de clases en la Universidad de Oriente (UDO) de Ciudad Bolívar, y se iba al peaje con una amiga menor que ella, a esperar una cola para ir a Las Claritas.
La chica se llamaba Orlanyela* y tiene un hermano menor en bachillerato. Su papá trabaja en una de las empresas básicas de Guayana y su mamá es maestra. Traía dulces, torta y pan.
—El sueldo de mi papá ya no es nada, el de mi mamá menos. Yo quiero terminar mi carrera, ¿sabes? —le dijo Orlaneyla—. Quiero tener una profesión. Y que mi hermano termine de estudiar también. Así que toca hacer esto.
Unas amigas le contaron que se hacía dinero en las minas, que todo lo que llevaban lo vendían, y que les pagaban con oro o dólares.
—Tienes que tener cuidado, eres joven y bonita –le aconsejó Yami– esos hombres son unas bestias.
Ella lo sabe, desde que llegó al peaje y empezó a escuchar las historias de otras mujeres desplazadas al Arco Minero, el miedo se le convirtió en algo físico. Pero también sabe que no tiene otras opciones.
—Solo tengo que rezar para que ningún pran de esos de las minas se antoje de mí o de mi amiga, porque si no, no salimos más de allá.
En ese entonces, aun sin los estragos que ha causado la COVID-19, Yami notó que cada día venían más mujeres. Desfilaban en procesión. Ya no eran solo mujeres de 20 o más. Ahora llegaban adolescentes solas, y mujeres con sus hijos e hijas. Ella piensa en los suyos. Gracias a Dios no le ha tocado echarse ese viaje, aunque no cree que sería capaz de hacerlo.
Yami tiene el apoyo de su esposo y su hijo mayor. Los tres se las ingenian para cubrir los gastos de la familia, incluyendo al más pequeño de la casa, que aún estudia bachillerato.
*Los nombres de algunas protagonistas fueron cambiados para proteger su identidad
Esclavitud moderna
En el informe, recién publicado, “Formas contemporáneas de esclavitud en el estado Bolívar: una perspectiva de género sensitiva (2021)”, estudio realizado por el Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello (CDH UCAB), en conjunto con su oficina en la Extensión Guayana, se categoriza los principales riesgos y vulneraciones que sufren mujeres y niñas en torno al Arco Minero del Orinoco, ubicado en los municipios El Callao, Roscio y Sifontes del estado Bolívar: trata de blancas, explotación laboral y sexual, abuso sexual, servidumbre, trabajo forzoso, mutilaciones, desapariciones e incluso asesinatos.
Según la ONG Ateneo Ecológico del Orinoco entre 2020 y 2021, 72 mujeres por día fueron víctimas de algún tipo de violencia en Bolívar y 18 de cada 100 mujeres sufren de algún tipo de violencia.