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Edward Méndez Heredia fue discípulo del poeta Guillermo Sucre en la Universidad Simón Bolívar. Aunque es ingeniero de profesión, Méndez cultivó una gran pasión por la literatura, en especial por la poesía. Al enterarse de la muerte de su maestro, decidió dedicar estas líneas que escribió desde Canadá, donde ha vivido en la última década

Fotos Laura Morales Balza

22 de julio de 2021. Murió Guillermo Sucre a sus 88 años (1933-2021).

Tuve la suerte de tomar clases con Guillermo Sucre en la Universidad Simón Bolívar. Era el año 1979 y yo era un aprendiz de lector. Estudiaba Ingeniería, pero estaba encantado con la lista de cursos de Estudios Generales que ofrecía la universidad sobre los tópicos más variados: música, arte, economía, historia, y por supuesto literatura. Venía de haber tomado algunos cursos de literatura con otros profesores donde me había iniciado en la lectura de Dostoievski (leímos los Demonios y luego por mi cuenta leí otras cuatro o cinco novelas más) y de Balzac, de quien leímos Papa Goriot.

En ese momento comenzaba a leer vorazmente todo lo que caía en mis manos en el tiempo libre que me dejaban las materias de la carrera, y ya estaba convertido en un habitué del Papel Literario de El Nacional, donde todos los domingos descubría a un nuevo autor.

Por aquellos días debí haber leído en el periódico una selección de poemas del poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre, quien me pareció un autor muy curioso y enigmático, y ya al lunes siguiente estaba en la biblioteca de la universidad hurgando a ver qué encontraba. Di con una antología recién publicada por Monteavila que empecé a leer, apenas pude, y por supuesto quedé prendado. Pero ahora venía lo mejor: revisé la oferta de Estudios Generales, y resulta que había un tal profesor Guillermo Sucre que iba a dar próximamente un curso de un trimestre sobre la obra del poeta cumanés. ¡Qué suerte! Era obvio que tenía que tomarlo.

Poco imaginaba yo cuál era la verdadera suerte que me estaba esperando. En retrospectiva, por supuesto el primer don que recibí fue el de entrar en la poesía de Ramos Sucre de la mano de Guillermo Sucre. Cualquiera que conozca lo que dejó escrito Guillermo sobre el poeta cumanés puede entender esto. Nada más asistir a las primeras clases y escuchar nombres como Aloysius Bertrand (Gaspar de la Nuit) o Charles Baudelaire y su Spleen de París, todo para hablar de los orígenes del poema en prosa, y luego de un tal Albert Beguin (El alma romántica y El sueño) o de un tal Huizinga para hablar de la Edad Media (sin mencionar el descubrimiento de Chretien de Troyes y toda la historia del Santo Grial), fue algo que inmediatamente debió cautivar al estudiante recién salido de una clase de química o de física que yo era. ¡Cuántos libros y autores por conocer!

Pero el don mayor fue el de conocer, con el tiempo, a medida que se desarrollaban las clases en las siguientes semanas y meses, a un ser humano fuera de lo común. Alguien verdaderamente peculiar, un caballero que respiraba literatura cada vez que hablaba, dentro o fuera de la clase, dueño de un saber literario que parecía estar estupendamente macerado y bien asentado (así lo intuía uno y luego terminaría por saberlo a ciencia cierta) y que parecía tener una inteligencia y una sensibilidad especialmente cultivadas para establecer puentes y relaciones entre autores o libros o poemas individuales, descubriendo a cada paso ecos y resonancias entre obras que a uno el lector incipiente por supuesto se le escapaban.

Esta percepción que uno tenía de lo que eran sus clases pudo muy bien haber sido influida por la lectura paralela que en ocasión del primer curso comencé a hacer de su libro ya clásico La Máscara, la Transparencia, que claramente me deslumbraba y desbordaba -porque me faltaban y me siguen faltando muchos años de aprendizaje literario-, y que todavía leo hoy y me sigue maravillando por su límpida escritura y sus agudezas y sus brillantes asociaciones.

Y puestos a decir un poco más, según descubrí al cabo de años de frecuentarlo, por esa visión de conjunto que presenta de la poesía hispanoamericana: la trama compleja de voces que va urdiéndose a lo largo del libro, con las figuraciones e imágenes y hallazgos verbales creados por un coro de poetas de diferentes épocas y lugares, que Sucre logra poner en movimiento para ofrecernos algo parecido a una intuición o comprensión de los fenómenos de acción y reacción de esa poesía, tal como se han manifestado en varias generaciones de poetas hispanoamericanos del siglo XX. Pero divago.

No es mi intención hablar de la labor de Sucre en los predios de la crítica literaria. No estoy capacitado, y hay muchos estudiosos que lo pueden hacer mucho mejor que yo. Lo que a mí me concierne es rescatar el impacto que dejó él en mí para el resto de mi vida desde los tiempos en que tomé sus cursos en la universidad. Cursos que fueron dos, básicamente: el de Ramos Sucre que ya mencioné, y uno también magnífico sobre Octavio Paz, donde leímos su poesía y sus ensayos, especialmente Los Hijos del Limo, que me abrió las puertas a todo un mundo de autores y libros que desde entonces procuré leer, siempre con buen ánimo, pero ¡ay!, quizás no con la misma disciplina.

También pude entrar como oyente a unas pocas clases de otros cursos, como el que hizo sobre Borges y algún otro más, pero tristemente (me enteré a destiempo) no al que hizo sobre Mariano Picón Salas, a quien yo leía con devoción por aquellos años. No importa: luego tuve la suerte de leer lo que escribió sobre tantos que luego pasaron a formar o ya formaban parte de mi pequeño altar laico: el mismo Mariano Picón, Ángel Rosenblat, Octavio Paz, Borges, Rafael Cadenas, Eugenio Montejo, Camus….

Lo cierto es que a partir de aquellas clases y del trato personal con que Guillermo me distinguió, y de la lectura de sus libros y de su poesía a lo largo de los cuarenta años que han venido después, nunca me han abandonado la admiración y el respeto que siempre he sentido por Guillermo, por su verticalidad como intelectual y como ciudadano, por su decencia, por el tono y tesitura de su escritura siempre dubitativa y nunca arrogante, por su afilado sentido del humor, y por supuesto por su inteligencia literaria, siempre muy personal y no sujeta a modas y tendencias.

Es como si Guillermo se hubiera quedado como un referente esencial de mi vida, con el cual mido y comparo todo lo demás. Para no hablar de su temple como poeta y del carácter de su poesía, que nunca he dejado de leer y ahora menos que nunca, con la edición de su poesía completa que hizo la Editorial Pre-textos, gracias a Antonio López Ortega.

No vacilo en decir que el don más preciado que me dio Guillermo, la invitación a la aventura del buen leer, la pasión por la lectura lenta y sosegada y meditada (Guillermo, a no dudarlo, era un lector privilegiado, un lector de esos que debían pasarse la vida rumiando lo leído, constantemente haciendo enlaces y asociaciones y dejando que la vasta memoria relacionante que era la suya hiciera su alquimia) se ha quedado conmigo por todos estos años y en lo posible he tratado de hacerle honor todos los días, dentro de la vida que he podido darme.

Hay muchos poemas de Guillermo a los que siempre vuelvo, en particular de los tres libros suyos que mejor conozco: En el verano…, La Vastedad, y La segunda versión. Hoy, a días de su muerte, la imagen suya que me da vueltas en la cabeza es esta:

“…Todo lo que piensa lo va grabando su silencio en un mármol blanco. Ha venido a la vieja aduana de ladrillos, donde están los almendros, y desde allí contempla el amanecer sobre el río: una barca sola sube o baja en el rebalse del atracadero; las torcazas vuelan o están suspendidas. Sabe que algún día ya no estará allí. Tiene ahora 14 años y todo lo ha perdido. Quiere fijar la luz, transparentar el río. No se conoce ese aire o esa luz para sobrevivirlos. Esa piel de las piedras, cálida, ya no volverá a tocarla. Levanta la mirada. Un rostro ya tostado por el sol, ya también absorto. Un dios. Lo siente: hay un dios con él. O hay un dios que es él, que está en él. Solitario y hostil. Un adolescente que conoce la muerte…”