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Luna y Ale llevan muchos meses sin apoyarse en un pupitre, vestir uniforme, ni jugar en el recreo. El resguardo para protegerse de la pandemia les cambió sus rutinas, como a todos. A casi un año de decretarse la cuarentena en Venezuela, Carlos Bello retrata varias escenas que al inicio parecían inusuales y ahora son parte del paisaje familiar. Una fotocrónica de estos tiempos, de la serie #EstoEsCotidiano

Desde hace casi un año, las aulas de clase se volvieron un enlace en ZOOM, los grupos de WhatsApp un sinónimo de escuela y los docentes una voz sin rostro a la que los niños y jóvenes reportan una tarea explicada, si acaso, por su mamá o papá. 

En cada casa es diferente. En la de Leidimar, la jornada inicia a las 5:00 de la mañana cuando se sienta en el mesón que separa la cocina de la sala, con un cuaderno, una taza de café y su teléfono celular. Ella es la mamá de Luna, una niña de 8 años que cursa tercer grado.

A esa hora, antes de que Luna y su otro hijo de dos años se despierten, es el único momento del día en ese apartamento al oeste de Caracas que tiene la calma suficiente para estudiar la asignación y así, dos horas más tarde, poder enseñarla al convertirse en maestra.

La noche anterior, la profesora de tercero, a quien Luna nunca ha visto en persona, envió la lección del día. Un video de YouTube, 10 preguntas y la asignación de un dibujo con las partes del planeta Tierra. Esa es toda la clase.

Leidimar ya tiene la mitad de la taza de café vacía y ha visto tres veces el video, ha buscado otros para entender mejor y ha googleado conceptos. Está estudiando de nuevo para recordar lo que vio hace más de 20 años sentada en un salón de clases. 

Son las 6:30 de la mañana y ya terminó de pasar del chat a una hoja en blanco el cuestionario que Luna debe responder. También hizo un resumen, ayudada con Wikipedia, para que la pequeña lo pase a su cuaderno.

Se levanta del mesón y va al cuarto para despertar a Luna, quien en menos de 20 minutos se cepilla, toma agua, busca sus útiles y se sienta, aún en pijamas, en el mesón que separa la cocina de la sala para iniciar su jornada escolar.

A pesar de que el Estado venezolano lanzó el 16 de marzo de 2019 el Plan Pedagógico de Protección y Prevención Covid-19 “Cada Familia una Escuela”, la mamá de Luna pocas veces ha escuchado hablar de ese programa, y se las ha tenido que ingeniar para llevarle el paso a su hija.

Sin embargo, ellas cuentan con internet en casa, una ventaja frente a otras familias que deben lidiar con limitaciones tecnológicas y fallas de conectividad.

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Ale está en primer año de bachillerato, él tampoco usa uniforme y su ruta a la clase es la misma que hace su papá para ir al trabajo. Su salón de ahora está dentro de un taller mecánico en Maripérez, en el centro de la capital venezolana. Está sentado en una mesa de madera donde tiene su laptop, una cartuchera repleta de colores, un cuaderno, hojas blancas varios lápices y dos gomas de borrar, una para él y otra para su mamá.

El joven usa una franela blanca inmaculada que se ve fuera de lugar en medio de herramientas, cauchos, envases con gasolina y hombres manchados de aceite y hollín. Su mirada se pasea de un lado a otro por lo gris del lugar y regresa por instantes a la laptop, donde investiga sobre el verdor de la fotosíntesis.

Estudia allí porque en su casa no tiene acceso a internet y este es el único rincón en todo el taller donde hay conexión; una señal de wifi prestado del taller vecino porque hace meses que se dañó el que tenían de CANTV y la empresa nacional de telefonía no ha dado respuesta.

En esta aula de clase, Ale no ve a ningún profesor por videollamada, pero está bajo la mirada vigilante de su mamá quien se sienta, se recuesta de la pared, camina alrededor de la mesa de madera, casi no le quita la mirada de encima y lo presiona para que no se distraiga con cada carro que entra al taller y con la radio que en todo el día no deja de sonar.

Luna y Ale no comparten maestra o grado, ni siquiera van al mismo colegio. Sin embargo, son alumnos únicos en una escuela en la que no tienen amigos, ni recreos, con una mamá que hace malabares para ser maestra y son formados por unas clases que llegan vía WhatsApp.