Para sentir a Perú en los poros, en el paladar y en las suelas hay que dar una vuelta en el sur del país que toma la forma de un anzuelo. Una vuelta de más de mil seiscientos kilómetros en la que se bordea la frontera en bus, en barco y en tren. La ruta se inicia en Lima y termina en el Cusco. En este camino lo que más impresiona es cómo una sociedad sumergida en tanta pobreza es capaz de mantener así de viva su cultura indígena, que se palpa en el mercado de Lima, en los dibujos gigantescos trazados sobre el desierto de Nasca.
El legado arquitectónico de la colonia permanece casi intacto en los muros hechos de piedra volcánica en Arequipa. La herencia colorida llega hasta el volcán Misti y al cañón del Colca. Y hasta Puno, un pueblo situado a más de cuatro mil metros de altura frente al lago Titicaca. Allí, las nubes parece que pudieran tocarse cuando navegas entre las islas flotantes de los Uros. Compre su manta y su gorro tejido, son buenos para el frío, dice la mujer de ojos achinados y mejillas bronceadas por el viento. Pruebe el fruto del cactus, es bueno para las alturas.
Para dar parte de la vuelta del anzuelo desde Lima hasta el Cusco hay que recorrer la mayoría de esos mil seiscientos kilómetros en carretera, la Panamericana del Sur. Una vía plana, desértica, que atraviesa pueblos desolados y altiplanos. A lo lejos se imponen los volcanes nevados y las minas, donde todavía los peruanos trabajan en un sistema casi esclavista.
En la época precolombina la civilización de origen quechua ofrecía todo el oro a sus reyes Incas. Con rocas construyeron ciudades, algunas tan escondidas que ni hasta los españoles pudieron conquistar. Como la de Machupichu. En otras donde sí llegaron, como la del Cusco, los colonizadores edificaron sus casas sobre bases de piedra, un mestizaje urbano imponente que demuestra esa lucha tan dura entre dos culturas milenarias.
Cusco, donde está la punta de este anzuelo imaginario, es un buen sitio para dar la vuelta y regresar al punto de partida. Como hace el cóndor en extinción que sobrevuela solitario el cañón del Colca.
Me gusta lo que escribes y como lo escribes, vaya pluma de un arquitecto, felicitaciones
Me gusta este relato…da muchas ganas