Seleccionar página

Desde que la pandemia nos forzó a confinarnos, tenemos más chance para detenernos, observar, descubrir y apreciar escenas en nuestra cotidianidad y entorno que anteriormente ignorábamos. Como la visita de un grupo de zamuros en Caracas, aves que no parecieran estar sólo de paso. Así es cómo los ven volar, acechar y anidar todos los días Anaís Marichal y Carlos Bello desde la ventana de un apartamento en Colinas de Bello Monte

Fotos: Carlos Bello

Anoche llovió y la mañana sigue nublada. Cayó un palo de agua, pero aun las nubes del cielo caraqueño están cargadas. El azul del cielo casi no se ve, lo empañan el blanco y gris de las nubes que enfrían las primeras horas del día. En medio de toda esa transparencia, aparece un zamuro de alas negras con puntas blancas que vuela firme y rápido, como un F16.

Vuela en círculos, al principio amplios e imperceptibles, y poco a poco se comienza a cerrar el espiral de su ruta de vuelo. Parece estar al acecho de su presa, herida o mejor muerta.

El solitario buitre que interrumpió la mañana caraqueña es visitado por otros dos carroñeros que se suman a la danza circular y comienzan a formar el torbellino emplumado.

Foto Carlos Bello

Llegaron sin aviso, de repente, salieron de la nada, así como los motorizados cuando alguno de ellos tiene un accidente. Silenciosos, veloces, imponentes, oscuros, unos bichos que dan miedo ―los zamuros, claro está.

Foto Anaís Marichal

Viendo al cielo recuerdo que debo comprar un par de cosas en la farmacia, pero con lo del confinamiento por la COVID-19, no puedo salir de esta casa. Aparto la mirada del cielo, para buscar mi teléfono, entro en internet, armo el pedido, pero no me sé esta dirección. Vine a pasar el fin de semana con Anaís ―mi novia―. Esta es la casa de su tía, ella está de viaje.

Me acerco a la ventana de nuevo, para preguntarle la dirección exacta y me percato de que su mirada está perdida en el cielo. Volteo y veo que una escena digna de película ―estilo The birds de Alfred Hitchcock― está ocurriendo frente a nosotros.

Foto Anaís Marichal

No podemos enumerar cuántos son, perdemos la cuenta cada vez que lo intentamos y aún siguen llegando más. Sobre vuelan los techos de las casas de esta zona.

―Por cierto ―le pregunto a Anaís―, ¿cuál es la dirección exacta de aquí?

―Colinas de Bello Monte, a la altura de… ―ella me dicta y yo copio.

Foto Anaís Marichal

Envío el mensaje y ahora solo queda esperar a que llegue el motorizado.

―A mí no me gustan, me parecen desagradables ―me dice Anaís―. Siempre están en la basura, no sé, no me gustan mucho las aves negras.

Son extraños estos pajarracos, tienen la cabeza calva (para que no se les pegue la sangre de sus presas), comen carne en descomposición, hurgan en la basura, no sudan (así que por eso se orinan las patas cuando tienen calor) y vuelan altísimo pero, si necesitan ir más rápido, vomitan para aligerar su peso.

Foto Anaís Marichal

El enjambre se mueve. Desde aquí parecen moscas revoloteando sobre la basura, y en cierta forma lo son. Busco en mi cabeza la imagen de una Caracas sin zamuros y no la encuentro.

Solo he visto tantos en La Bonanza, el botadero de basura a las afueras de la capital. Pero aquí en Colinas de Bello Monte, el cielo se llena de pichones, aves ancianas y hembras que se quedan cerca de los nidos escondidos en el verde de los árboles y algunos techos de este sector.

Mientras, los más fuertes se mueven por el resto de la ciudad para caer, con su más de metro y medio de envergadura, sobre los basureros que se desbordan en la ciudad. Para impregnar con el ácido olor de la basura el aire y así traer comida a este dormidero.

―¿Sabes que ellos no estarían en la ciudad sino hubiera basura? ―le comento a Anaís―. Es como si limpiaran las aceras y se fueran.

Se adaptan, ya no comen los restos de un animal en descomposición, sino lo que sacan de bolsas negras y botaderos que quedan al aire libre durante días y hasta semanas, por el precario e itinerante servicio de recolección de basura.

¡PUM! Suena un ruido extraño que viene del techo, fue como si alguien cayera de un salto sobre él.

―Eso fue un zamuro ―me cuenta mi novia al ver mi cara―, acaba de aterrizar en el techo. Creo que tienen un nido, porque en las noches los escucho caminar.

Foto Anaís Marichal

Suena mi teléfono. Es un mensaje del motorizado: “Llego en 5 minutos con su pedido. Ando en una moto negra y llevo un casco blanco”.

―En serio se meten por todos lados ―le digo a Anaís―, suben y bajan. Ellos andan a su ritmo.

―¿Los zamuros?

―No, no, los motorizados ―aclaro―. Es que pareciera que son los únicos que se pueden mover en esta ciudad. Incluso antes de la cuarentena, los mototaxistas atraviesan la ciudad en minutos. Es como si volaran.

Foto Carlos Bello

Un par de minutos después, lo veo cruzar la esquina. Moto y chaqueta negra, casco blanco, con el teléfono entre el hombro y la oreja. Me está llamando.

―Aló, ya estoy llegando ―me dice―, lo espero en planta baja.

Al salir del edificio observo la moto y el casco, pero no al motorizado. Un instante después escucho un silbido detrás de mí. Volteo y allí está en cuclillas, vestido de negro desde los pies hasta la cabeza, con la cara metida en el celular, estilo gallinazo.

Foto Carlos Bello

―Chamo, disculpa la tardanza ―dice mientras me extiende la bolsa con los productos―, es que estaba buscando unas pastillas para una señora mayor, pero son con récipe y no se consiguen.

Habla, me entrega la factura, saca un punto de venta inalámbrico del koala, pasa la tarjeta y se despide.

―Que tenga un buen día. Voy a ver si consigo las pastillas de la doña y gasolina, porque ya casi no me queda ―prende la moto y, arrancando, suelta― porque mi chamba ahorita es más para ayudar que otra cosa.

Ya con el pedido en la mano, entro a la casa y encuentro a Anaís sentada en el mueble revisando su teléfono y le pregunto:

—¿Qué pasó?, ¿y los zamuros?

Ella levanta los hombros y responde.

―No sé, ahorita me asustaron porque se acercaron tanto que era como si se fueran a meter a la casa, pero después se desaparecieron. Seguro hay alguno en el techo.